El acercamiento a la verdad es lento, progresivo, requiere curiosidad y entendimiento. Se nos puede afirmar que esto o aquello sea la verdad, pero hemos de ser nosotros, llevados por una experiencia de vida y juicio sincero, quienes la confirmemos.
De niños, a medida que conocemos nuevos conceptos, los vamos haciendo nuestros: «amistad», por ejemplo, y la relacionamos con «verdad». Poco a poco vamos incorporando otros como «lealtad», «generosidad», «confianza», «valentía». Y así aprendemos cuándo una amistad es verdadera.
Otro día, sin esperarlo, entendemos el concepto de «traición», tan opuesto al amor y a la generosidad. Y tendremos que pasar muchas veces por ese camino para comprenderlo mejor, incluso para anticiparnos y prevenirnos de él, gracias a lo que llevamos aprendido. No querremos que nos traicionen, pero tampoco traicionar. Somos seres relacionales con responsabilidades afectivas. Lo de racionales lo damos por descontado y lo de intuitivos también. En el fondo, siempre poseemos mayor conocimiento del que suponemos.
Aunque creamos que la verdad está fuera, donde verdaderamente está es dentro de nosotros, en la experiencia individual, en ese aprendizaje, en ese paso por la niñez, la adolescencia, la juventud. Tiempo de experiencias nuevas, de fortalecimiento personal y social, de base firme para la madurez, donde todavía continuaremos aprendiendo.
Decir que la verdad es relativa es un engaño, sin embargo, podemos afirmar con seguridad que es progresiva. Uno se enamora y va hacia el amor, que es otra cosa, y lo mismo ocurre con las pequeñas verdades que nos acercan a la verdad, esa que hacemos nuestra, en un momento dado.
Encontrar la verdad, no siempre nos hará más felices.
La verdad no le hizo más fácil la vida a Cristo, a Sócrates o a Thomas Moro. Cuando la conoces es porque ya está en ti plenamente asentada. Ya sabes qué es estar en la verdad, ser parte de la verdad, ser auténtico, sin fisuras. De ahí que Cristo pueda decir que él es «el camino, la verdad y la vida», porque sabe que su verdad importa. La verdad en la que está representado Sócrates, le obliga a perder la vida frente a quienes lo acusan ante la Asamblea, y lo mismo le sucede a Thomas Moro, aunque su verdad la ejerciera contra la soberbia de un rey y la indiferencia de gentes importantes de su época, incapaces de oponerse a los dictados de aquél. ¿Se sostiene la verdad sobre la valentía? Sin duda. La verdad no se junta con cobardes. Y a los traidores, los conocemos por sus nombres.
El escritor Lev Shestov en su ensayo Atenas y Jerusalén acierta plenamente al sugerir la siguiente pregunta: «¿Por qué la verdad tiene poder sobre Parménides y Alejandro, y no, Parménides y Alejandro sobre la verdad? Esta es una pregunta que Aristóteles no se hace». A la verdad hay que llegar y luego permanecer en ella.
¿Qué hace posible que la defensa de lo que es (la verdad) conduzca a duras pruebas e incluso a perder la vida? Siempre habrá héroes amigos de la verdad. Es bueno recordarlos aquí. Esencialmente, lo que sostiene a estos seres es que la verdad es lo contrario a la traición, a la dejación de las obligaciones de solidaridad y respeto que tenemos con los demás a cambio de un mísero beneficio tan egoísta como perturbador. El que es honesto y noble no puede, de ningún modo, traicionarse a sí mismo ni a los demás. Y esas personas fieles a sí mismas y a sus creencias, cuando llega la hora de la verdad, ven improcedente ceder, lo cual significaría caer en una falta y ver derribado en un instante todo el trabazón físico, espiritual, psicológico y social sobre el que se habían formado.
Sabemos, basándonos en la Ley de la Necesidad, que lo que ha sido hecho no puede deshacerse, de ahí nuestra responsabilidad como personas. Humano es aquel capaz de amar y atender a las razones de otros, humano es aquel que practica el diálogo, humano es aquel que evita perjudicar a los demás. Verdad y conciencia se relacionan. La suya es una relación permanente en lucha agónica de actualización contra la mentira y la traición. Y si algo merece en sumo grado este tipo de combate es porque en ello, precisamente, nos jugamos nuestra humanidad.
¿Qué sucede cuando no estamos seguros de la posesión de la verdad? En primer lugar, dudamos. En segundo, buscamos alguna prueba que nos permita reafirmarnos en ella. Muchas veces nos obligamos a permanecer en esa zona de influencia de la verdad. Y pese a no saberla defender adecuadamente, nos ampara en tanto no actuemos en su contra.
El que vive con la verdad no puede ir en su contra: la verdad obliga al ser a confiar en ella, por tanto, en sí mismo, que es en dónde verdaderamente está la verdad.
El camino es verdad en tanto camino, pero el camino por sí mismo no nos dice a dónde lleva, ni de dónde viene, ni quién va por él, y mucho menos qué pensamientos iremos hilvanando con nuestros pequeños pasos al pisar esta tierra de oportunidades, a la que llamamos «vida». Pero sí conocemos cuál es el cartel indicador: «la verdad». Y con esperanza nos dirigimos hacia allí, con mirada atenta y corazón sincero, sin importar cuánto tardaremos en llegar.
Hay camino porque alguien cree en él. Y uno también sabe que hay atajos que no se deben tomar. Allí, no está la verdad. Está la excusa para la mentira y la traición.
Propondré una analogía. Los que son padres, la entenderán. A veces, en las familias, tenemos la costumbre de mandar a los niños pequeños al «rincón de pensar», y el niño, una vez aprendido el camino, va hasta ese rincón, porque allí debe de pasar algo interesante, algo que luego le permite contestar cuando los adultos le preguntan si ya ha pensado suficiente, que «sí», que «ya está», que ha hecho lo que se esperaba de él. Y no se le pregunta necesariamente qué ha sido eso que ha pensado, eso de lo que vuelve con una sonrisa, eso que parece congratular a todos. ¿Comprende el niño pequeño el efecto de esa verdad, del influjo de esa reflexión, incluso de ese goce de saber algo que antes se desconocía? ¿Percibe que se ha puesto en camino de la verdad, de eso que los adultos esperan que halle, no solo en ese momento sino el resto de su vida, y para el que al parecer basta con ir a su encuentro, aunque la primera vez se haga a regañadientes porque es más fácil y sumamente cómodo no estar en esa reflexión?
Volverse como niños, también eso es parte del camino. Permanecer lo más posible en el rincón de pensar.
En su obra La ciudad de Dios, San Agustín de Hipona comentaba, entre otros muchos temas, la llegada a Cartago de los huidos de Roma, tras la caída del Imperio. Agustín oía a los desdichados. Sin embargo, como las causas morales y políticas subyacentes a la caída de Roma eran muchas y poderosas y estaban por encima de sus congojas personales, les contestó: «¡El mundo tiene que meditar!», es decir, el Imperio tiene que pensar, y también esos recién llegados.
La decadente, codiciosa y arruinada Roma; la de la «pax perpetua» sobre los sometidos, la de las grandes victorias, la del drama de los vencidos, la de la crucifixión de los esclavos rebeldes, la perseguidora de los cristianos, la del «pan y circo», esa, por entero, tenía que ponerse a pensar.
Cuando uno actúa en consonancia con la verdad, afirma el acto. ¿Debo decir «sí»? ¿Debo decir «no»? ¿Debo perder mis privilegios por defender la verdad? El sentido de mi vida depende de ir encontrando esa luz.
La verdad se reconoce en el ser. Esta es mi empalizada, esta mi fortaleza, estos son mis dominios. Me apoyan: la honestidad, el sacrificio, la fe y la esperanza. Mientras uno sea con la verdad, se puede llegar a ser nadie para los demás.
La verdad no teme a la opinión pública. La verdad no se guía por las mayorías.
León Shestov también escribió: «¿Una verdad es más verdadera porque Aristóteles la bendiga? ¿O se convierte en mentira porque Platón la maldiga? ¿Acaso ha sido dado a los hombres juzgar la verdad, decidir el destino de las verdades? Más bien al contrario, son las verdades las que juzgan a los hombres».
Algo no puede ser una verdad porque un dirigente la bendiga.
Las verdades juzgan a los hombres a nivel personal y social. Y ya sabemos cuánto les cuesta ser aceptadas. La verdad da por hecha la libertad de elección, reconoce ese fundamento basado en la intuición y la racionalidad, que hace a algunos ponerse del lado de la verdad. Pero si no conviene al poder, esta será atacada. Hay muchas clases de poderes, unos demasiado pequeños, otros grandes y colosales.
Decía Schopenhauer: «Toda verdad atraviesa tres fases: primero, es ridiculizada; segundo, recibe violenta oposición; tercero, es aceptada como algo evidente». Entonces y solo entonces cuando la verdad comienza a ser conocida por la mayoría, aquellos que defendieron la mentira inescrupulosamente, los típicos de «donde dije digo, digo Diego», comienzan a mostrar un acercamiento a la verdad que solo es acomodaticio. La verdad acomodaticia es una mala copia de la verdad.
Desgraciadamente, esas fases por las que debe pasar el hombre que defiende la verdad, son un camino doloroso. Hay que decirlo: solo los hombres libres se rinden ante la verdad. Es integro quien no anda con dobleces, quien se conoce, quien resiste la tentación del mal. O ¿es que las personas no saben lo que es el bien y el mal? Lo saben.
¿Habéis visto que la verdad tenga algún monumento en este mundo? Los que existen están unidos a la palabra «memoria». Se trata de hacer justicia a «la verdad velada», a la verdad oculta, al oscurantismo de los hechos y los datos; se pide, en suma, recordar a las víctimas.
Siempre que han podido, los grandes dictadores, los asesinos de masas han escondido la verdad de sus monstruosos actos. Hoy con el Internet y los teléfonos móviles ya no pueden ocultarse tan fácilmente hechos similares y el horror de la verdad: los deicidios y genocidios nos llegan a diario a través de la televisión. Cuando la gente dice de manera general: «¿Cómo podemos permitir esto?», en realidad, lo que están queriendo decir es: «¿Cómo es posible que los políticos que nos representan no puedan detener esto?»
Decía Cornelius Castoriadis: «No hay progreso en la Historia, salvo en el ámbito instrumental, con una bomba H podemos matar mucha más gente que con un hacha de piedra». Y esto, lo sabe la Verdad. Y cuando no ha podido vencer a la delincuencia organizada, a los hacedores del mal, el futuro la rescata en actos y homenajes, en unos determinados espacios, en unas fechas concretas, en los que se dice básicamente un par de cosas: esta era la verdad y estas fueron las víctimas del ocultamiento de la verdad.
Referencias:
SHESTOV, LEÓN. Atenas y Jerusalén. Hermida. Madrid, 2018.
Ley eterna o ley de la necesidad: «Quod factum es infectum ese nequit» («Lo que fue hecho no puede no haber sido hecho». Con estas palabras se refiere Shestov a la Ley de la necesidad.
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