Carecemos de los medios personales, técnicos y financieros para hacer frente a pandemias, a los incendios y otras catástrofes naturales, a la pobreza extrema… y, sin embargo, destinamos ingentes cantidades a los gastos militares y de producción y almacenamiento de armas, siguiendo impertérritos el perverso proverbio, aplicado desde el origen de los tiempos, de “si quieres la paz, prepara la guerra”. Arsenales repletos de bombas y cuarteles de soldados, al tiempo que el fuego devora bosques y más bosques, contando siempre con pocos bomberos y escasos efectivos técnicos para prever y combatir las llamas con eficacia.

Múltiples anacrónicos desfiles y misiones a Marte y la Luna –con excursiones espaciales para super millonarios incluidas- cuando disminuyen las “misiones a la Tierra” y la insolidaridad, inmigrantes y refugiados clama al cielo. No me canso de repetir  que es éticamente intolerable que cada día mueran de hambre miles de personas, la mayoría niñas y niños de una a cinco años de edad, cuando se invierten en defensa más de 4000 millones de dólares.

La COVID ha proporcionado la oportunidad de reflexionar, de tomar conciencia de muchas cosas que en la “vida normal” se aceptan como insoslayables, y la mayoría de los ciudadanos no son actores sino espectadores de lo que acontece, aturdidos y abducidos por unos medios de comunicación que, por lo general, procuran que la ciudadanía siga las directrices de la publicidad para un consumo y un “bienestar” diseñado en las más altas instancias del poder económico.

Llevamos años rechazando muy sensatas propuestas para reconducir tendencias que han ido imponiendo una gobernanza plutocrática y un dominio hegemónico absoluto, originando una situación bipolar con omnipotentes y omnipresentes gigantes (empresas digitales, en particular) en un extremo y, en el otro, los marginados, cuyo número y amplitud de brecha social se agiganta progresivamente. Pero ahora los cambios radicales tantas veces evitados son inaplazables porque, por primera vez en la historia, la humanidad se afrenta a procesos potencialmente irreversibles –como la fusión del océano glaciar Ártico- de tal forma que pueden alcanzarse en pocos años puntos de no retorno en la propia habitabilidad de la Tierra.

Ya en 1947, la UNESCO creó la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) y una serie de programas internacionales (geológico, hidrológico, oceanográfico) para dar consistencia a las medidas científicamente correctas que pudieran encauzar debidamente estos fenómenos. Su gran programa “El Hombre y la Biosfera” fue acompañado al poco tiempo, en 1972, por la primera publicación de Aurelio Peccei, en el Club de Roma, titulado “Los límites del crecimiento”. En 1979, la Academia de Ciencias de los Estados Unidos advirtió de que no sólo las emisiones de anhídrido carbónico se incrementaban sino que disminuía la capacidad de recaptura de las mismas por las aguas oceánicas (deterioro del fitoplancton). Esta clara advertencia no sólo no fue tomada en cuenta sino que grandes compañías petrolíferas -Exxon Mobile- crearon fundaciones rápidamente apoyadas por los países del Golfo, para difundir aviesamente pautas contrarias.

En el año 1992 se celebró en Río de Janeiro la Cumbre de la Tierra, auspiciada por las Naciones Unidas bajo la inteligente y entusiasta dirección de Maurice Strong. La Agenda de la Tierra -sabiamente reflejada en la excelente “Carta de la Tierra”,  presentada en los albores de siglo y de milenio como gran referencia de la misma- fue progresivamente marginada, al igual que lo fueron los Objetivos de Desarrollo  del Milenio para los años 2000 a 2015 por quienes habían confiado la gobernanza a escala mundial a grupos oligárquicos y plutocráticos. Primero el G6, a finales de la década de los 80. Después el G7, el G8… y el G20 en el 2008 con motivo de la crisis financiera… Siempre el Partido Republicano de los Estados Unidos rechazando el multilateralismo democrático y favoreciendo su poder, incluido el armamento nuclear. Durante la “guerra fría”, la carrera de fuerza a escala mundial entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, permitió  “justificar” la amenaza nuclear a nivel global y la posesión de los más destructores artificios bélicos. Sin embargo –tuve ocasión de vivir de cerca la reunión en octubre de 1986 entre el Presidente Reagan y el Presidente Gorbachev en Reikiavik-  la inesperada e histórica conversión de la URSS en una Comunidad de Estados Independientes, no disipó los recelos norteamericanos y no pudo culminarse la eliminación de las armas nucleares y el funcionamiento eficaz de un multilateralismo democrático, más necesario que nunca.

Gracias al Presidente Barack Obama, no sólo pudieron atenuarse tensiones a escala mundial como las relaciones con el islam, etc. sino que en el año 2015 se logró la firma por los Estados Unidos de Norteamérica de los Acuerdos de París  sobre Cambio Climático y de la Resolución de las Naciones Unidas “para transformar el mundo” mediante la Agenda 2030 y sus 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).

Fue una pausa de esperanza… que desapareció rápidamente cuando, muy poco después de ser nombrado Presidente de los Estados Unidos, Donald Trump advirtió sin ambages que no iba a aplicar ni los Acuerdos de París ni los ODS, al tiempo que imprimía  a una economía neoliberal de especulación, deslocalización productiva y guerra mayor ímpetu que en el pasado, dejando sin efecto la excelente propuesta de Lisboa del año 2000 para una economía basada en el conocimiento para un desarrollo sostenible y humano.

El confinamiento a que ha obligado hacer frente a la pandemia del COVID-19 puede, ¡ya era hora!, reconducir el rumbo político a escala mundial, respondiendo a la convicción de muchísimos ciudadanos de que, ahora sí, es posible inventar un futuro distinto antes de que se llegue a puntos de no retorno, antes de que se consoliden los peligrosísimos brotes supremacistas, dogmáticos, fanáticos, que están surgiendo en tantas partes del mundo, olvidando las trágicas consecuencias que tuvieron dichos comportamientos en la germinación de la segunda guerra mundial.

Ahora sí, por fin, capaces de expresarse libremente, de saber lo que acontece, de actuar en un plano de total igualdad sin discriminación alguna por razón de género, de sensibilidad sexual, etnia, religión, ideología… serán “Nosotros, los pueblos”, como tan lúcidamente (como prematuramente en aquel momento) se inicia La Carta de las Naciones Unidas, quienes se decidan a participar, a ser co-responsables de la gobernanza global.

Comprendo el desánimo de muchos que, viendo el pronto olvido de las acciones que podrían producir los cambios más apremiantes  se sometan  ahora inadvertidamente “al ritmo oscuro de tanta sangre cansada”, en certera expresión del poeta Miquel Martí i Pol (1974).

Sólo un multilateralismo democrático eficaz puede, con una ciudanía mundial que ha tenido ocasión de pensar en profundidad en ella y en las próximas generaciones durante la pandemia, lograr actuando resueltamente todos unidos, la eliminación de los paraísos fiscales, de los distintos y aborrecibles tráficos, de los comportamientos que no se hallan a la altura de la dignidad humana.

Todo ello es propio de un nuevo concepto de seguridad que no sólo atienda a los territorios y fronteras, sino a los ciudadanos que los habitan, procurando a todos las seis prioridades de las Naciones Unidas: alimentación, agua, servicios de salud, cuidado del medio ambiente, educación para todos a lo largo de toda la vida y paz.

Debemos entrar en una nueva era. Esta nueva era debe erigirse sobre unos pilares totalmente distintos. No con más bombas. Sino con muchos más bomberos, con personas preparadas para abordar las distintas facetas del mundo nuevo que anhelamos, sabiendo bien que, por fin, corresponde a cada uno forjar los años venideros.

Publicado inicialmente en Wall Street International