En primer lugar quiero disculparme con todas las lectoras y los lectores por haber faltado dos lunes a cita semanal de los “lunes malditos”, el primero fue por las vacaciones de Semana Santa, y no es que fuera de costalero o portando un capirote, sencillamente estaba de vacaciones. El lunes siguiente fue por resaca vacacional, y en ambos casos, tengo la excusa de mis escritos y de mis compromisos, todos relacionados con el atrayente mundo de la cultura, ya sea como espectador o lector, ya como escritor, cantor o rapsoda, que de todo ha habido.

En mitad de todo ese maremágnum irrenunciable, lúdico y sensorial, estaba como siempre la vida comunicativa a la que la modernidad nos ha llevado. Cientos de e-mail de publicidad, docenas de llamadas para cambiar de banco, de seguro o de compañía de servicios de telefonía, se sumaron al Facebook, al Telegram, al Wasap y al Line. Un placer saber cómo están los amigos, que piensan, que han comido hoy o cual es la última frase que dijo Confucio o el testamento apócrifo de mi admirado Gabriel García Márquez; sin embargo, controlar, leer y responder a la cantidad de cosas que se reciben al móvil es labor para el mismísimo Shiva, el de los cuatro brazos y el tercer ojo.

Para mi fortuna mi móvil es una mierda. No, no les voy a decir que marca es porque no quiero perjudicar ni beneficiar a nadie, pero les aseguro que es un detritus tecnológico. Y eso que es de última generación. ¿Qué lo cambie? Ni se me ocurre. Estoy, si no contento, sí satisfecho. Tiene un teclado tan sumamente sensible que no hay manera de que ponga la letra que quiero porque tan solo con el calor de la yema de mi dedo buscando la K, aparece ya la L desafiante, si trato de borrarla, el teclado interpreta que quiero cambiar de línea y así sucesivamente. Pero, en ocasiones, se muestra duro como el oído de un anciano cuando le dices algo que no le interesa escuchar, entonces ya puedes darle, que ni caso.

En ocasiones, recibo el aviso de un mensaje de Line o de Telegram, recurro al traidor y se abre una tensa espera hasta que aparece el cartelito verde o grisáceo con el texto y eso puede durar lo que un trayecto de Madrid a San Sebastián. Consulto a las cuentas de  mail y aparecen docenas de mensajes, pero ¡ay! cuando los trato de abrir, si son de publicidad enseguida aparecen, si es algo importante carga a la velocidad del la Brigada Ligera en  Balaclava, pero queda en un suspenso que ni en las mejores películas de Alfred Hitchcock.

Sé que se estarán preguntando porque no lo tiro a la basura y me compro otro o presiono a mi compañía para que me suministre uno supuestamente mejor, a cambio de aceptar un compromiso de permanencia hasta que Rajoy termine con el paro; es decir, a perpetuidad. Pero no, yo sigo fiel a mi cacharro, incluso le quiero. No, no me he vuelto loco, déjenme que me explique.  Desde que el artefacto ha caído en mis manos, ya no envío mensajes. Si los recibo contesto simplemente con un emoticono o un sticker: un oso enamorado o abrazando a una conejita si es para mi chica; un solete o un corazón  si es para un amigo; una lengua roja y agresiva si es para el banco de turno o un tío desternillándose si es para algún ministro. En cuanto a las llamadas, les aseguro, y mis amigos lo saben, que trato de contestarlas; sin embargo es tan lento en realizarlas que minutos antes ya me han vuelto a llamar. No saben el tiempo y el dinero que me estoy ahorrando.

Los caminos de la tecnología son inescrutables, y desde que tengo esa mierda he recuperado la paz en mi mismo sin estar pendiente de lo que ha ocurrido en la grupal de turno. Mi único temor es que, como en su publicidad aseguran que está fabricado en Marte con tecnología de  Plutón,  se trate en realidad de algún tipo de interface para ser invadidos por extraterrestres a través de los artefactos de marras. No obstante, no se preocupen, a la velocidad con que actúa tenemos para un millón de años. Me ha devuelto el tiempo, y el tiempo es vida. A pesar de todo, le quiero.