Está empezando a llover otra vez.

Me fascina la noche. Revivo. Me cautiva este silencio que permite escuchar lo que surge de esos rincones de las circunvoluciones del cerebro y de los latidos del cuerpo. Veo mis pensamientos como estelas luminosas, microscópicos rayos y relámpagos, creándose velozmente: de un lado a otro saltan chispas de vida.

Estos últimos días en este nuevo confinamiento extraño estoy siendo consciente de que había dejado de reparar en ciertos detalles que para mí eran muy importantes hace años.

Ayer también sobre esta hora preparé algo de comida para mañana. Cosas del primer confinamiento…  Mientras elijo especias de un envase y percibo los aromas, súbitamente me detengo mirando mis manos, como si no fueran mías. Mis manos pequeñas, pienso. Muevo los dedos y siento cada articulación. No duele nada, ahí están. Al correr del agua tibia me reconforta lavarme las manos y salgo de la luz de la cocina buscando en la ventana próxima la caricia anaranjada que entra desde las farolas de la calle. Muevo las manos mientras recuerdo cómo creaba con ellas sombras fluidas sobre el suelo, abstraída al ritmo de la música en cualquier bar con los amigos de juventud. Mis oídos filtraban escrupulosamente los gritos y la palabrería de quienes me rodeaban.

Respiro con certeza calmada, no siento la presión de la ansiedad que me ha estado acompañando casi toda mi vida. Son tiempos difíciles. Fueron tiempos difíciles y ahora reverberan.

Me sorprende que no me resulte fácil evocar un temor, una angustia, una preocupación. Llevo semanas hablándole a mi cerebro con frases que me repito una y otra vez como un mantra, y que recito en silencio o en voz baja justo cuando quiere saltar el miedo… porque no están las cosas bien. Le susurro a mi cuerpo para que halle sosiego.

Vuelvo a las especias y mezclo harinas respirando tranquila y sonriendo agradecida por esas manos pequeñas que puedo mover y sentir. Hay muchas personas que no pueden mezclar harina porque sus manos no se lo permiten y otras, simplemente, porque no tienen qué mezclar en sus cazuelas.

Me siento bendecida.

Son las tres de la madrugada, la lluvia arrecia en la calle e imagino la montaña sosteniendo a los árboles, absorbiendo el agua con un sonido burbujeante. Me pregunto dónde están todos los pájaros con estas lluvias ¿tendrán frío?

Pienso, y me estremece, en cuántas personas habrá empapadas sin un techo habiendo abandonado su casa destrozada por el egoísmo de este mundo loco, loco de atar.

Tengo hambre y del frigo saco un yogur. Abro la tapa y al hacerlo recuerdo los primeros yogures con fresas, ese sabor intenso, dulce y ácido que promovía gesticular y provocaba las risas. Saco un frasco de mermelada y pongo un poco en el yogur, removiendo despacio, disfrutando los recuerdos, abriendo los sentidos.

¡Qué infantil es el sabor a fresa! Es el sabor empleado en los jarabes porque a los niños les gusta y a los adultos nos recuerda que fuimos niños. ¡Qué infantil es el sabor a fresa!. Qué sencillo es un yogur.

Se calma la lluvia pero se arrastran gotas por mis mejillas. Mientras acabo dulcemente un yogur con trozos de fresa, pienso en los niños y niñas que nunca han probado ese sabor que alivia el dolor de las caídas y de las rodillas cuando se crece. Sabor que alivia el dolor del alma, como una tirita de cariño consuela cualquier herida.

Lavo la cucharilla y la dispongo a secar al lado de un vaso, un plato y una sartén. Todo uno.

Hace mucho tiempo que no me visitan más que mis recuerdos.

Hace tiempo que siento que esta desconexión no puede continuar más. Que nos aíslan pero ya estábamos aislados viviendo en burbujas de sufrimiento aséptico, protegidos por epis de selfies y sonrisas improbables.

Muy lejos, en la calle de un pequeño pueblo prácticamente destrozado por la demencia fronteriza entre dos países, niños y niñas juegan saltando en los charcos, bailando, brazos y manos en alto, celebrando la lluvia que traerá buena suerte, dicen, si todo va bien.

Un padre busca con sonrisa desencajada entre las grandes piedras demolidas, a un hijo perdido hace días, con la esperanza de que buscar alivie su dolor y acalle los gritos de su ausencia. Hace mucho tiempo que no sabe de dónde es. Su corazón desplazado se partió durante el último ataque cuando su pequeño corría a refugiarse.

El mundo se olvidó de todos ellos.

Sus lágrimas no son noticia en nuestros telediarios.