De los 25 países del mundo con menor renta per cápita 22 pertenecen al África subsahariana. La raíz de este hecho se encuentra en el prolongado estancamiento de la mayoría de los países hasta mediados de los 90. Entre 1975 y 1995 la renta per cápita del África subsahariana cayó más de un 20%, experiencia muy diferente de la que estaban teniendo los países asiáticos, que a finales de los 60 tenían una renta per cápita similar a la africana.
La causa de este estancamiento no se encuentra, como se ha sugerido, en factores naturales y geográficos, ni tampoco en las características de la colonización y del proceso descolonizador. No se puede en absoluto hacer apología de las potencias coloniales, que fueron brutales y no dotaron a los nuevos países de los recursos apropiados, pero sus políticas constituyen, en todo caso, causas remotas y no inmediatas de la desastrosa evolución de la economía subsahariana.
La causa inmediata fundamental del desastre económico se encuentra en la forma en cómo se ejerció el poder en la mayoría de los países. Con el fin de mantener el poder y ejercer su control sobre las fuentes de riqueza, las élites locales impusieron un ineficiente modelo económico altamente intervencionista que favorecía a los afines y excluía a los adversarios. De esta forma una proporción alta de la población quedó excluida de la vida económica con la consiguiente merma en la generación de rentas. Una manifestación de este hecho fue el expolio que sufrió la agricultura en la mayoría de los países, actividad de la que vivía la mayoría de la población. El expolio se producía fundamentalmente por la política de precios que imponían las sociedades estatales de comercialización, pero también mediante impuestos y la persistente sobrevaluación del tipo de cambio que perjudicaba a los agricultores con posibilidades de exportar, incentivaba la importación de alimentos y beneficiaba a los importadores urbanos de bienes de equipo y de bienes de lujo.
Junto al modelo intervencionista, que con algunas diferencias se aplicó en la mayoría de los países de la región y que estaba cargado de clientelismo y representaba un caldo apropiado para la corrupción, los gobiernos realizaron distinto tipo de acciones redistributivas a favor de los grupos y etnias que los apoyaban, lo que representaba otra vía de exclusión económica para el resto y se instrumentaban con el mismo objetivo de preservar el poder.
Ese modelo económico vino de la mano de un estrechamiento del campo político, con una marcada tendencia al partido único desde principios de los 70 hasta principios de los 90.
Sería objeto de debate si el hecho de que una parte de los nuevos Estados, que surgen con la descolonización, careciesen de una tradición nacional que propició el tipo de lucha por el control del poder que se generó en muchos países. Pero la cuestión es que la lucha por el control del poder produjo en ocasiones conflictos armados en los que se blandieron banderas étnicas, que han resultado demoledores para la evolución de las economías, y que, cuando no surgieron esos conflictos, las políticas económicas que se siguieron, motivadas por el deseo de garantizar un mayor control del poder por parte de los grupos dominantes, desincentivaron a la mayoría de la población a emprender una actividad económica mínimamente eficiente.
El hecho de que hayamos visto políticas similares en otras partes del mundo, con similar motivación e idénticos resultados, en países con más cohesión nacional, nos hace dudar de la existencia de una relación causal muy estrecha entre carencia de tradición nacional y creación de un marco económico inhibidor del crecimiento. Por otra parte, países con más tradición nacional como Etiopía, Burundi y Ruanda se han mantenido en el más absoluto atraso hasta hace poco y países con escasa tradición nacional como Botsuana y Namibia han creado instituciones políticas y económicas propicias para el desarrollo económico.
En muchos países el Estado dejó de ejercer sus funciones en la década de los ochenta debido a que sus escasos ingresos fiscales le impedían cumplir como proveedor de servicios y no le permitía gestionar las tensiones regionales. Esto tuvo consecuencias aún más demoledoras sobre la vida económica de esos países.
El repaso a los enfrentamientos étnicos de los últimos treinta años muestra que en la mayoría de los casos han sido consecuencia de la utilización de banderas étnicas en la lucha por el control del poder (los sangrientos casos de Burundi y Ruanda constituirían trágicos ejemplos de este fenómeno), utilización que en algunas instancias transformó tensiones locales en sangrientos enfrentamientos a nivel nacional (Kenia sería otro ejemplo). Las acciones distributivas de color étnico también han exacerbado mucho la polarización étnica. Pero no hay ninguna relación entre diversidad étnica y crecimiento económico.
Los países que no adoptaron el modelo económico seguido por la mayoría, como Botsuana desde la independencia en 1965, Mauricio desde que se estabilizó su sistema político a mediados de los setenta y Namibia desde el fin del doloroso protectorado sudafricano en 1990, han tenido una evolución económica relativamente floreciente. Y los países que a lo largo de la década de los noventa lo abandonaron, bien porque alcanzaron un cierto equilibrio en sus instituciones políticas (como Tanzania, Ghana y, quizá en menor medida, Mozambique, Uganda, Ruanda y Zambia) o bien porque un régimen dictatorial ha introducido reformas económicas en la buena dirección (como Etiopía), han experimentado un salto en su crecimiento económico. En estos países se ha reducido enormemente la intervención en la economía, han mejorado algo la calidad de la administración y la seguridad jurídica y en la mayoría de ellos se ha reducido algo la corrupción.
Observamos que incluso en los países que están despegando, los que podemos llamar países emergentes, la agricultura está tardando en incorporarse al nuevo ritmo económico, lo que está retrasando la reducción de las bolsas de pobreza, dado que la mayoría de la población aún vive en el medio rural y que una parte de esa población todavía se encuentra fuera de los mercados, produciendo exclusivamente para el autoconsumo y viviendo, por tanto, al nivel de subsistencia. Los intentos de reforma planteados en la mayoría de esos países han tenido por el momento escaso éxito, debido a deficiencias institucionales (indefinición de los derechos de propiedad de la tierra, fallos en los mercados financieros, entre otras), malas infraestructuras y atrasos en la formación de la población rural. Aunque en algunos países emergentes, la generalización de la telefonía móvil está abriendo vías por las que paliar algunas consecuencias de los fallos de mercados y de la mala calidad de las infraestructuras, sus efectos sólo se están empezando a sentir y otras trabas siguen bien presentes. La hipócrita actitud de los países desarrollados respecto a la liberalización del comercio, de la que excluyen los productos básicos que puede producir la agricultura africana, es otra dificultad para el despegue del sector en la región. Pero sería más relevante como factor limitativo, y aún más escandaloso, si las restricciones internas no fueran todavía tan pesadas, tan efectivas en mantener la agricultura africana en el atraso.
Durante los últimos 30 años se ha producido un aumento notable en la educación en África, al menos si lo medimos por el número de años de educación que por término medio ha recibido la población, que se ha elevado de forma muy apreciable. Este aumento no se ha traducido en un mayor crecimiento económico. En parte porque el marco institucional que condiciona los incentivos económicos de los ciudadanos no eran propicios. En parte también porque la calidad de la educación es muy deficiente. Hay dos factores que afectan a esa calidad: por el lado de demanda, la falta de motivación de las familias para educar a sus hijos, debido a las limitadas oportunidades laborales generadas por el sistema económico y por determinadas preconcepciones de la época colonial que el escaso crecimiento económico no ha conseguido romper; por el lado de la oferta, la deficiente formación y escaso esfuerzo (alto absentismo y concepción elitista del sistema educativo) de los docentes. En definitiva, pobres incentivos de docentes y de discentes; similares a los escasos incentivos que ha tenido el conjunto de la población para producir y ser eficiente y condicionados por el mismo conjunto de factores institucionales.
El estado de la salud en África subsahariana sigue siendo dramático. Pandemias como la malaria y el sida siguen muy presentes en distintas áreas geográficas, pese a algunos leves avances. La evidencia parece sugerir que las pandemias no son una causa del subdesarrollo de los países africanos, siendo la relación más bien la inversa, al menos en el caso de la malaria — el bajo PIB per cápita es un factor relevante en la incidencia de la enfermedad; en cambio, la incidencia de la malaria no explica las diferencias en el PIB per cápita. Pero las pandemias sí afectan negativamente a la distribución de la renta y muy concretamente a la posición del afectado en esa distribución. En este sentido se podría argumentar que restan potencial de crecimiento a largo plazo, por la posibilidad de que estén reduciendo capital humano. Además de contribuir al mantenimiento de las bolsas de pobreza, incluso en los países que han empezado a crecer.
La subida de los precios de las materias primas en la primera década del siglo XXI ha contribuido al crecimiento del PIB (de esos países y de otros productores de petróleo y de otros recursos naturales). Pero es posible demostrar que en los países emergentes mencionados se han dejado sentir los cambios en las políticas económicas. Ellos junto a Sudáfrica, Botsuana, Mauricio, Namibia y otros como Kenia (al que solo le falta estabilizar su conflictividad étnico-política, un ejemplo de las consecuencias destructivas de utilizar banderas étnicas en la lucha política), constituyen la esperanza de que la economía subsahariana pueda despegar.
La evolución de este conjunto de países ha suscitado, efectivamente, favorables perspectivas acerca de la posibilidad de que África subsahariana esté iniciando un proceso de convergencia con el mundo más desarrollado y despegando económicamente, tras tantas décadas de estancamiento. Aunque es prometedor el comportamiento de los países emergentes en lo que va de siglo, y representa un cambio bastante radical respecto a la evolución de los treinta años anteriores, hay muchos motivos para ser cautos. Y no sólo porque una mayoría de la población subsahariana, el 60%, vive en países que no están en ninguno de los dos grupos considerados. También porque el proceso tiene algunas fragilidades importantes.
Hay aún una cierta fragilidad institucional en los países emergentes y pre-emergentes: existen algunas dudas sobre si la estabilidad política es sostenible en todos los casos; se mantienen niveles altos de corrupción e ineficiencia administrativa, aunque no mayores que en algunos países latinoamericanos como Ecuador y Bolivia; y persiste un mal funcionamiento de los mercados, especialmente el de créditos y el de la tierra. Por otro lado, factores demográficos y algunos asociados a lo que se conoce como desarrollo humano pueden constituir también una traba al sostenimiento del proceso de convergencia: la tasa de natalidad sigue siendo excesivamente alta, la calidad de la educación muy deficiente y los avances en la reducción de las pandemias muy lentos. Este último factor, junto al atraso agrícola causado por las deficiencias institucionales y por el retraso en formación, está perpetuando bolsas de pobreza intolerables. Por último, África puede sufrir con especial crudeza las consecuencias del cambio climático, especialmente por la incidencia de las sequías sobre la agricultura africana.
En definitiva, la evolución del África subsahariana en los comienzos del siglo XXI da motivos para albergar esperanzas, pero también para ser cautos.
Carlos Sebastián
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