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Al fin, una pulmonía

mató a don Guido, y están

las campanas todo el día

doblando por él: ¡din-dan!

Murió don Guido, un señor

de mozo muy jaranero,

muy galán y algo torero;

de viejo, gran rezador.

Dicen que tuvo un serrallo

este señor de Sevilla;

que era diestro

en manejar el caballo

y un maestro

en refrescar manzanilla.

Cuando mermó su riqueza,

era su monomanía

pensar que pensar debía

en asentar la cabeza.

Y asentóla

de una manera española,

que fue casarse con una

doncella de gran fortuna;

y repintar sus blasones,

hablar de las tradiciones

de su casa,

escándalos y amoríos

poner tasa,

sordina a sus desvaríos.

Gran pagano,

se hizo hermano

de una santa cofradía;

el Jueves Santo salía,

llevando un cirio en la mano

—¡aquel trueno!—,

vestido de nazareno.

Hoy nos dice la campana

que han de llevarse mañana

al buen don Guido, muy serio,

camino del cementerio.

Buen don Guido, ya eres ido

y para siempre jamás…

Alguien dirá: ¿Qué dejaste?

Yo pregunto: ¿Qué llevaste

al mundo donde hoy estás?

¿Tu amor a los alamares

y a las sedas y a los oros,

y a la sangre de los toros

y al humo de los altares?

Buen don Guido y equipaje,

¡buen viaje!…

El acá

y el allá,

caballero,

se ve en tu rostro marchito,

lo infinito:

cero, cero.

¡Oh las enjutas mejillas,

amarillas,

y los párpados de cera,

y la fina calavera

en la almohada del lecho!

¡Oh fin de una aristocracia!

La barba canosa y lacia

sobre el pecho;

metido en tosco sayal,

las yertas manos en cruz,

¡tan formal!

el caballero andaluz.

 

 

 

 

 

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