Eran gentes menudas, que corrían desnudos y felices sin demasiadas preocupaciones por sus playas. Sydney Parkinson, un naturalista cuáquero, componente de la expedición de Cook, describía a los Guugu Yimithirr, la primera tribu que les salió al paso, como unos bajitos simpáticos, alegres y bromistas; concretamente decía: La mayoría de ellos eran de unos cinco pies y cinco pulgadas, y se pintaron de rojo y blanco con varias figuras. El color de su piel era como la de la madera de hollín.

Pero los aborígenes descritos por el naturalista escocés, no eran solamente unos tipos amables. Su cultura se remontaba a un génesis todavía no clasificado. Eran un antiguo pueblo costero que se autodenominaba “pueblo de agua salada” y probablemente, ellos y otros aborígenes del continente, fueron los primeros astrónomos de la historia. Todavía algunos pobladores australianos siguen utilizando, como hicieron sus ancestros, los movimientos de los cuerpos celestiales como calendario. Su cultura se recoge en el Tjukurpa o “El Tiempo del Sueño”, un grupo de  leyendas  que revelan sus orígenes, sus vitales relaciones con el entorno natural heredado de sus mayores, y el futuro de este hábitat, al que deben proteger y conservar.

Pero todo cambió con la encallada del intrépido Cook, en uno de los bretes con los que tropezó al navegar por la Gran Barrera de Coral,  frente a Cape Tribulation.  Tuvo que pasar seis semanas con su tripulación en esta región australiana que hoy alberga a Cooktown, junto a la desembocadura de un  río, bautizado Endeavour, como su viejo carbonero, y del que hace unos años un grupo de arqueólogos estadounidenses decía haber encontrado sus restos, asegurando que era uno de los trece barcos hundidos por los propios británicos frente a la costa del estado norteamericano de Rhode Island, en 1778, en su intento por repeler un ataque francés contra el puerto de Newport.

Sea como fuere, en las siguientes expediciones los británicos llevaron al continente australiano a lo mejorcito de su sociedad vitoriana,  desposeyeron a los aborígenes de sus tierras  y trataron de imponerles su cultura basada en el expolio y la piratería. Me dirán que aquello sucedió en épocas coloniales, de infausto recuerdo.

Pero hoy salta la noticia de que el organismo australiano encargado de proteger el frágil ecosistema de  la Gran Barrera de Coral, ha dado luz verde al vertido de tres millones de metros cúbicos de barro  procedentes de  la  expansión del mayor puerto de carbón del mundo, el de Abbot Point. Los sedimentos del volcado de tamaña cantidad de sábulo  podrían ahogar los corales y los pastos marinos. Dos empresas indias y un multimillonario australiano, metidos en estos proyectos, pretenden  cargarse algo que los aborígenes llevan protegiendo en sus leyendas desde hace miles de años. No importa que científicos y activistas ambientalistas hayan advertido de los efectos de tal barbaridad. Y que la cadena de televisión australiana ABC difunda que: Los sedimentos del barro extraído podrían ahogar a los corales y los pastos marinos y exponerles a venenos y cantidades de nutrientes demasiado elevadas. La  explotación de todo por parte de unos pocos tiene, como siempre y lamentablemente, prioridad.

Sin embargo creo firmemente que los que tienen derecho a pronunciarse son los verdaderos “poseedores” o guardianes de aquellas latitudes: los aborígenes. Tienen razones ancestrales y milenarias, porque la tierra y los corales son de quienes les aman no de quienes lo explotan. No he leído el Tjukurpa, pero estoy convencido de que en sus leyendas se cuenta algo sobre los hombres-mierda que vendrán desde muy lejos para tratar de destrozar lo que los dioses legaron a los pueblos del agua salada y a las gentes que pretendemos trasmitir este legado a las generaciones futuras. Por eso el Endeavour era un carbonero, y por eso les causaba extrañeza a sus tripulantes ver a los indígenas libres, sanos y en pelotas. Eso, para unos victorianos, cargados de birretes, casacas, chupas, calzones  y  puñetas, de enfermedades venéreas y de sumisión a la Royal Navy y a la reina más encorsetada y revestida de Europa, tenía que ser más que chocante a pesar de su flema.