Mi comentario  oscila  como péndulo de Foucault de oriente a occidente. Allá por el Este, un presentador estrella de la tele rusa pide quemar Berlín, París, Madrid, Londres y Washington, acusándolas de nazis. No se alarmen, Vladímir Solovyov no conoce a Isabel Díaz Ayuso. Los deseos del presentador se basan en los futuros envíos de blindados a Ucrania. El hombre llama basura a Europa sin caer en que Rusia es geográficamente el culo –enorme– del continente.

El clamor y la ira de los Vladímir (el presentador y el presidente) los justifican con el temor de que las armas pesadas serán utilizadas para matar soldados rusos. Es de suponer que los tanques no serán para paseos turísticos; sin embargo, enfrente habrá más mercenarios que soldados de la vieja Rusia. En efecto, no hace tanto, eran los ejércitos occidentales quienes mantenían dictadores e intereses en África con tropas mercenarias, hoy lo hace Putin para evitar justas críticas y lágrimas de madre por su aventura criminal. Incluso empresas rusas ofrecen recompensas por los carros de combate occidentales capturados. La compañía Fores, en concreto, promete hasta cinco millones de rublos, unos 66.000 euros por la destrucción o captura del primer carro de combate de fabricación occidental. Lo siguiente será premiar el incendio de las capitales que menciona el tipo de la televisión rusa.

La guerra es una espiral de miedo, amenazas y muerte. Una sinrazón impropia de países civilizados. Es misión de la ancestral y revolucionaria Rusia –no digo su gobierno ni su presidente, ni los incendiarios–, hablo del Pueblo, quienes deben terminar con la locura sanguinaria del pequeño zar. Solo un cambio de régimen en el país siberiano evitará esta escalada de violencia y odio.

Madrid, como ciudad, no arderá en la forma que pretenden ambos Vladimires, tampoco su Pueblo será destruido por la incompetencia de la administración de Ayuso. No pasarán. La vieja villa del Manzanares  prevalecerá, aunque sea de churro madrileño.