Joaquim Brugué.

Joaquim Brugué.

El afán manipulador de unos y otros nacionalistas está llegando a unos extremos tan esperpénticos que terminan por casi deslegitimar cualquier postura razonable.

El primero de estos absurdos postulados fue el inmovilismo del Gobierno central ante el clamor de cientos de miles de personas en las calles de Barcelona el pasado 11 de septiembre y su empeño en parar la consulta prevista para el 9 de noviembre, una consulta que, tal como se preveía, no podrá celebrarse por la suspensión cautelar decidida por el Tribunal Constitucional de la ley autonómica que la ampara y del decreto que la convoca.

En su momento, fui uno más de los que rechazó que, amparándose en la ley, se prohibiera la consulta al pueblo. Flaco favor se hacía así a la democracia, pero flaco favor se hace también si dicha consulta se celebrase sin las mínimas garantías de limpieza exigibles en cualquier país serio, cosa que quizá sea mucho presuponer en estas Españas nuestras.

Así empieza el segundo de los esperpentos, el promovido por el presidente de la Generalitat de Cataluña y su séquito de independentistas. Probablemente a sabiendas de que no va a producirse la consulta, se siguen dando pasos para su hipotética celebración. Para ello, se creó una comisión electoral con el encargo de supervisarla cuya primera baja se ha producido de forma casi inmediata.

De esta forma, el catedrático de Ciencias Políticas Joaquim Brugué ha renunciado a formar parte de ella ante la falta de garantías democráticas, tal como ha señalado él mismo al presentar su dimisión, una dimisión que, como suele ocurrir cuando el fanatismo y el pensamiento único se instala en una sociedad, le ha valido una catarata de insultos a través de las redes sociales.

Por lo tanto, de celebrarse finalmente la consulta, ésta no sólo carecerá de validez, sino que se convertirá en un churro en el que no participarán más que los convencidos de la independencia, con un resultado previsiblemente favorable a la secesión que para nada representará la voluntad de toda Cataluña, pero que servirá de excusa para que Esquerra Republicana, la Asamblea Nacional Catalana y la CUP continúen con su legítima ambición nacional y la fractura social continúe en aquella comunidad.

Los catalanes tienen derecho a votar, pero si no se puede hacer con las debidas garantías, es mejor evitar cualquier paso en falso que no sirva para más que para dividir. Eso que debería entender el jefe del Gobierno catalán, choca con la posibilidad de convertir la consulta en un gran recurso propagandístico, como tal vez pretendan ahora sus promotores, para lo cual siguen despilfarrando el dinero público a pesar del gravísimo endeudamiento de Cataluña y de los brutales recortes que los catalanes han sufrido en sus servicios públicos.

Votar siempre es legítimo, pero cuando se explota la sensibilidad nacional como cortina de humo para tapar otros problemas y manipular al pueblo, el responsable del despropósito no es un héroe, sino alguien indigno.