Después de mucho, mucho tiempo, como en cualquier saga intergaláctica que se precie, se formó la Tierra muy parecida a como hoy la conocemos y en ella apareció la vida. No sabemos ciertamente qué había en el lugar que hoy ocupamos en la periferia de la Vía Láctea. Desconocemos si hubo otros soles, otros planetas o, simplemente, espacio vacío; lo que si nos consta, porque lo disfrutamos a diario, es que después de tanta transformación y evolución, tenemos un lugar dónde existir y nuestra obligación es conservarlo. Otra intención sería criminal.
La firma en este día tan especial del Acuerdo de París sobre Cambio Climático en Nueva York, pone de relieve el interés general por preservar esa herencia estelar. Representantes de 166 países rubricaron esta intención y este compromiso que sustituye a los ya lejanos acuerdos de Kioto. Al fin se acepta que “el cambio climático es un problema común de la humanidad” y que es necesaria “una respuesta progresiva y eficaz”; porque el tiempo se acaba para nosotros, si no ponemos los medios.
Como un macabro aviso, se cumplen mañana treinta años del accidente de la central atómica de Chernóbil. Fue un 26 de abril de 1986 cuando, en la central nuclear Lenín a tres kilómetros de la ucraniana ciudad de Prypiat, un aumento súbito de potencia en el reactor nuclear número cuatro produjo el sobrecalentamiento del núcleo y la explosión del hidrógeno acumulado en su interior. La radioactividad liberada fue 500 veces superior a la bomba atómica de Hiroshima; según los testigos, hubo una primera explosión de fulgurante brillo rojo, a la que siguió otra de intenso azul celeste, después de esta se pudo observar la nube de hongo atómico sobre la central nuclear. Tal vez ya no lo recuerden, pero la radiación afectó a trece países de la Europa central y del este.
Hoy Prypiat es una ciudad inhabitable y pasaran cientos de años para que vuelva a serlo. El área donde otrora estuvo la central está rodeada de una zona de exclusión de 30 kilómetros; el desgraciadamente famoso reactor número cuatro está protegido por un sarcófago de cemento y las personas que trabajan en su mantenimiento sólo pueden hacerlo en turnos de pocas horas. La ciudad es una población fantasma como si de repente hubiesen desaparecido todos sus habitantes. Calles y casas vacías, parques infantiles donde se oxidan los columpios y una estación ferroviaria que no volverá a ver circular un tren. El tiempo se ha parado en Prypiat y sin embargo, renace extraña nueva flora con características únicas, pero que se va aclimatando. La fauna ha regresado a Chernóbil y parece que se siente a gusto sin los seres humanos; manadas de jabalíes y de lobos campan libremente y todos los censos indican que alces, corzos y venados han aumentado, caso especial es el de los lobos que se han multiplicado por siete; las aves de la zona van mutando desarrollando mayores niveles de antioxidantes para protegerse de la contaminación. Al parecer perjudica más el “progreso” humano que la propia radiación.
Sin lugar a dudas, es la intervención del ser humano y su codicia la peor noticia para la Tierra y sus criaturas. Si al milagro de que exista en nuestra galaxia un lugar donde hay existencia, seguimos sin otorgarle todo el valor que esto merece, podemos afirmar que sobre nuestro planeta azul no hay vida inteligente; o, al menos, no todo lo inteligente que debería.
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