Un vasto estudio internacional acaba de desvelar los lugares donde se concentra esta contaminación en Europa. La historia de la química industrial conduce a esta escalofriante constatación: la innovación tecnológica no ha hecho más que sustituir un veneno por otro.
[Esto es una traducción, puedes consultar el artículo original aquí]
En el marco de la encuesta internacional «Forever Project Pollution», el diario Le Monde publicó, el 23 de febrero de 2023, junto con otros diecisiete medios de comunicación europeos, el mapa de la contaminación de Europa por sustancias de perfluoroalquilo y polifluoroalquilo (PFAS por sus siglas en inglés). Para quien lo quiera saber, las PFAS son conocidas desde hace mucho tiempo. Esta familia de sustancias artificiales incluye más de 4.000 moléculas diferentes y tiene su origen en la síntesis del politetrafluoroetileno (PTFE), en 1938, que la empresa química estadounidense DuPont de Nemours comercializó en 1949 con el nombre de teflón para recubrimientos antiadherentes de sartenes de cocina, y cuya toxicidad y las tribulaciones de un abogado denunciante frente a los grupos de presión industriales y los poderes públicos fueron relatadas en la película Dark Waters (Walter Salles, 2019).
Hay que decir que la Food and Drug Administration, el organismo estadounidense regulador de las sustancias químicas, aprobó estos productos sintéticos en 1962. Como en el caso del amianto, las PFAS ofrecen, además de fuentes de beneficios para los productores, cualidades innegables que han relegado a un segundo plano los efectos negativos sobre la salud pública y la alteración del medio ambiente. Resistentes al agua y a las grasas, las PFAS son también potentes retardantes de llama, razón por la cual se añaden actualmente a infinidad de objetos y sustancias (muebles, ropa, utensilios de cocina, pinturas, espumas antiincendios, envases, revestimientos eléctricos, prótesis, etc.).
Las PFAS pueden causar problemas vasculares, daños hepáticos, cáncer, enfermedades tiroideas, son disruptores endocrinos y reducen la respuesta inmunitaria a la vacunación. Su uso masivo ha provocado una diseminación generalizada, hasta el punto de que no hay cuerpo ni entorno en el planeta que escape a ellos, incluidas las zonas deshabitadas, ya que estas moléculas persistentes son transportadas por el agua y el viento. Se trata de un envenenamiento universal del que el periodista Fabrice Nicolino ya rastreó los principales elementos para el gran público hace diez años.
Fuente: Forever Project Pollution
Entonces, ¿qué aporta esta cartografía al público en general? ¿Es posible localizar los entornos contaminados, teniendo en cuenta que la difusión es universal? ¿Puede la cartografía convertirse en un soporte para la acción, ya sea militante o pública? La recopilación, que es colaborativa y se extiende a lo largo de varios años, se basa en una metodología científica utilizada para cartografiar las PFAS en Estados Unidos. Revela la amplitud del problema, identificando los lugares más contaminados, pues, aun siendo universal, la contaminación es más o menos fuerte según las zonas. Este mapa europeo localiza la veintena de plantas de producción de PFAS y los más de 200 establecimientos que los utilizan para diversos tipos de producción; todos ellos son fuentes de emisiones de alta concentración, ya sea a través de vertidos al aire o al agua. Además, al menos 17.000 lugares de Europa están positivamente contaminados, diagnóstico realizado tras las mediciones de las concentraciones de PFAS en el agua y el suelo. Por último, se presume que más de 21.000 emplazamientos están contaminados por la naturaleza de las operaciones que se han llevado a cabo en ellos, aunque no se han medido. Por supuesto, el mapa no muestra la ubicuidad de la contaminación difusa de baja dosis que se encuentra en todas partes. Los investigadores precisan que los datos recogidos son mínimos, basados en mediciones u observaciones reales, pero que podría tratarse de muchos otros lugares: bastaría con apuntar hacia ellos con el ojo y los instrumentos de medición.
Al menos 17.000 lugares europeos están contaminados positivamente (agua y suelo), más de 21.000 lugares se presume que lo están
A efectos de salud pública y de información, siempre es útil cartografiar los lugares de riesgo; útil pero delicado, en la medida en que la revelación de puntos negros tiene consecuencias sobre el precio de los terrenos, la búsqueda de responsabilidades y la urgencia de las medidas de saneamiento que deben llevarse a cabo y financiarse. En este sentido, los investigadores, denunciantes, periodistas y activistas que han intentado hacer públicos unos datos que los industriales o las autoridades públicas encargadas de la reglamentación se resisten a revelar se han topado a menudo con la denigración o la obstrucción. Es el caso de Frédéric Ogé, investigador del CNRS, que rompió el tabú de los suelos contaminados en Francia a principios de los 2000, a raíz de un estudio realizado por el Ministerio de Medio Ambiente, en 1998, que había permanecido secreto. Hoy en día, las autoridades dan acceso a algunos de los datos públicos recogidos. En Suiza y Bélgica, el análisis de la contaminación del suelo es incluso obligatorio para todas las ventas de terrenos y existen catastros de suelos contaminados. En Francia, los inventarios históricos regionales son la fuente de difusión de datos de la Base des anciens sites industriels et activités de service (BASIAS). Desde 2021, se puede acceder a una referenciación geográfica de estos datos mediante SIG (Sistema de Información Geográfica) a través del portal Géorisques. No obstante, son incompletos y su exhaustividad depende también de la presión y de investigaciones independientes.
En un momento en el que Europa se plantea una revisión de la regulación y el control de las PFAS que podría llevar a su prohibición, la investigación periodística internacional resulta oportuna. ¿Será suficiente para desencadenar una acción pública enérgica y definitiva? La historia aporta algunos elementos de respuesta, al poner la genealogía de los productos de síntesis y la lucha contra la contaminación en perspectiva con la evolución y las trayectorias industriales de nuestras sociedades.
Las sociedades antiguas recurrían a menudo, sin tabú, al principio de prohibición, incluso cuando no existían sustitutos
Eternos de cara al futuro, las PFAS no pertenecen al pasado: tienen fecha de nacimiento. Aunque esta familia de compuestos sintéticos apareció en 1938, es el resultado de una línea de moléculas químicas artificiales creadas en el siglo XX. Hasta entonces, todas las moléculas manipuladas por las sociedades humanas eran de origen natural. «Natural» no significa necesariamente compatible con la vida: algunas de ellas son evidentemente nocivas, como los metales pesados (cadmio, plomo, mercurio, arsénico, etc.), y desde Paracelso, médico y alquimista del siglo XVI, cuando se administran estas sustancias o se entra en contacto con ellas, es la dosis la que hace el veneno. A pesar de esta máxima, que conduce al principio de los umbrales de aceptabilidad, las sociedades antiguas recurrían a menudo, sin tabú, al principio de prohibición, incluso cuando no existían sustitutos. Estos firmes principios, cuya aplicación estaba en manos de una policía de los daños especialmente severa, tenían su origen en la necesidad de garantizar la supervivencia de comunidades humanas especialmente vulnerables, sin más medios para satisfacer sus necesidades que el abastecimiento local de agua, alimentos y materiales: de ahí la obligación absoluta de preservar, a escala local, las condiciones adecuadas para la perpetuación de la vida, es decir, la no alteración del medio ambiente.
Todo cambió en el siglo XIX. No sólo la comercialización de un gran número de productos y la competencia internacional condujeron, bajo la presión de los industriales, a normas medioambientales lo más ligeras posibles y a niveles de contaminación antes impensables: se produjo una verdadera aculturación a la contaminación. Sin embargo, la revolución de los transportes permitió abastecerse fuera del entorno local -lo que hizo tolerable la contaminación local-, mientras que la innovación técnica y la revolución química dieron lugar a moléculas nuevas y artificiales, algunas de ellas incompatibles con las formas de vida existentes en la Tierra.
En 1828 se produjo lo que se considera un punto de inflexión histórico: el alemán Friedrich Wöhler consiguió crear urea sintética a partir de la orina, que se utilizó para abonos. A continuación, las investigaciones del químico francés Marcellin Berthelot contribuyeron al desarrollo de la química sintética: de 1850 a 1865, reconstituyó metano, metanol o benceno a partir de sus elementos, antes de publicar en 1860 una de las biblias de la nueva disciplina: La chimie organique fondée sur la synthèse (la química orgánica basada en la síntesis). La segunda mitad del siglo vio florecer los tratados de química, las cátedras y los laboratorios.
Hay que decir que la química del carbón, material rey del siglo XX, combinó ciencia, intereses industriales y comerciales, y políticas estatales en el advenimiento de un sector estratégico, la carboquímica, base de la mayor parte de los productos sintéticos. Este contexto explica el extraordinario desarrollo de la química industrial, en particular del carbón, un mineral de composición variada y valioso potencial, sobre todo en el sector de los tintes. El primer tinte sintético -el malva- se produjo en la década de 1850 por la acción del ácido sulfúrico sobre la anilina procedente del alquitrán de hulla. Esto condujo rápidamente a una contaminación a gran escala del Rin, a partir de 1863, a lo largo del cual se estableció la nueva y muy poderosa industria química industrial alemana (Bayer, Hoechst, BASF); en 1875, sus orillas albergaban más de 500 fábricas, y ningún otro río del mundo había sido colonizado aún a tal escala por la industria química. La gama de productos sintéticos se amplía: nitrocelulosa (1846), benceno (1868), celuloide (1870), caucho (1909) y nitrógeno (proceso Haber-Bosch, 1909-1913), que abre la vía a los abonos químicos industriales. En la década de 1900, los Estados Unidos se pusieron a la cabeza de la química sintética industrial, con DuPont de Nemours, fundada en 1802 para la industria de los explosivos, pasando a la química industrial, Dow Chemical (1889) y Monsanto (1901).
Las dos guerras mundiales fueron aceleradoras de la química industrial estadounidense, que se impuso en los mercados internacionales a partir de 1945. En pocas décadas, decenas de miles de sustancias salieron al mercado, a veces para productos muy populares como el nailon o el teflón, e invadieron la vida cotidiana de las personas, sin evaluación previa de su peligrosidad ni control real por parte de las autoridades.
Después de 1945, en el espacio de unas décadas, se comercializaron decenas de miles de sustancias, sin evaluación previa de su peligrosidad ni control real por parte de la Administración
Con los productos petroquímicos surgen moléculas completamente nuevas. Algunas son especialmente conocidas por su nocividad. Es el caso del diclorodifeniltricloroetano (DDT), una sustancia sintetizada ya en la década de 1870, pero que no pasó de ser una simple hazaña de laboratorio hasta que el científico suizo Paul Hermann Müller descubriera su eficacia como insecticida en 1939, recibiendo el Premio Nobel de Medicina en 1948 por este descubrimiento; entonces se utilizó masivamente en la agricultura, hasta su prohibición, a partir de 1972, en los países de la OCDE debido a su toxicidad.
La petroquímica condujo, sobre todo, a la producción de monómeros y polímeros, base de la industria del plástico, con propiedades consideradas milagrosas. Tras la primera síntesis de un polímero derivado de los hidrocarburos en 1910 (baquelita, el primer plástico), el periodo de entreguerras fue testigo de una explosión de patentes de plásticos sintéticos, tanto en la Alemania de Hitler como en Estados Unidos y la URSS. Así se extendieron el cloruro de polivinilo (PVC), cuya producción industrializó la empresa alemana IG Farben en los años 30, el nailon (DuPont de Nemours), los poliuretanos (1937, para pinturas y barnices), el poliestireno (BASF, Dow Chemical), el plexiglás (1948) y el polipropileno (1954, utilizado, por ejemplo, para parachoques y salpicaderos de automóviles). En esta serie se sintetizó, en 1938, el politetrafluoroetileno, antepasado de las PFAS.
El PCB, que los productores consideraban inofensivo, a pesar del rápido descubrimiento de sus efectos tóxicos ya en 1937, puede considerarse un antecedente similar a las PFAS en cuanto a su toxicidad, persistencia y regulación
En cuanto al policlorobifenilo (PCB), asimilado a los plásticos y considerado inofensivo por los productores, a pesar del rápido descubrimiento de sus efectos tóxicos, ya en 1937 se sintetizaba y utilizaba por sus propiedades dieléctricas y de conducción térmica como aislante eléctrico en transformadores, pero también en condensadores, fluidos hidráulicos, pinturas, adhesivos, etc. Puede considerarse un antecedente similar a las PFAS por su toxicidad, persistencia y regulación; Monsanto se convirtió en el principal productor a partir de 1929, contaminando la ciudad de Anniston, en Alabama, principal centro de producción. Los PCB se utilizaron masivamente hasta los años ochenta, antes de su prohibición progresiva. Su concentración especialmente elevada en las zonas de producción provoca un exceso de mortalidad localizada, de ahí el nombre de Cancer Alleys, por ejemplo a lo largo del río Mississippi, en Estados Unidos – o, a menor escala, en el «corredor químico» petroquímico al sur de Lyon en Francia. En la actualidad, se trata de una zona también muy afectada por las PFAS.
Se cree que durante el siglo XX se han sintetizado diez millones de compuestos químicos, de los cuales 150.000 han tenido aplicaciones comerciales. Aunque muchas de estas sustancias sintéticas escapan a una evaluación medioambiental seria, no estamos en un mundo totalmente ajeno a los efectos adversos de estas moléculas sobre la salud humana y la preservación de un medio ambiente que sustente la vida. A principios de los años 70, la cuestión de los plásticos ya se había recalificado como un problema de salud pública y una fuente de contaminación persistente importante. También hace casi treinta años, al menos desde el libro de Theo Colborn Nuestro futuro robado (1996), que somos conscientes de su papel como alteradores endocrinos y metabólicos que afectan a los seres vivos en diversos grados. Su difusión es, a menudo, el resultado de fomentar la innovación, luego de estrategias empresariales para minimizar sus impactos sobre la salud – a veces incluso mintiendo y ocultando, como se ha demostrado en lo relativo a la cerusa o, más recientemente, al tabaco o el amianto, por ejemplo: un proceso de fabricación de la duda o de producción de ignorancia, en otras palabras: de agnotología.
Otro obstáculo a la supresión de los contaminantes eternos es que se consideran necesarios para la vida moderna, que son indispensables, y su prohibición se supedita, la mayor parte de las veces, a la posibilidad de producir y comercializar sustitutos sin poner en peligro la viabilidad de las empresas afectadas, o indemnizándolas. Por ejemplo, en los años 70 se prohibió el DDT como plaguicida en Europa y Estados Unidos porque aparecieron otras sustancias: los piretroides, la atrazina (prohibida definitivamente en Francia en 2002) o los neonicotinoides, que afectan al sistema nervioso central de los insectos (como Gaucho, producido por Bayer y prohibido parcialmente en Francia en 2009), así como los herbicidas sistémicos (o «totales»), cuya sustancia activa es el glifosato, y más recientemente aún, la familia de los fungicidas SDHI.
Por último, cada nueva generación de productos químicos conlleva su cuota de intoxicaciones. No sólo las sustancias químicas de ayer siguen estando ampliamente presentes en el medio ambiente, sino que se siguen comercializando nuevas por cientos de miles, innumerables moléculas complejas con dosis ínfimas y efectos inciertos, difíciles de detectar, pero fuente de un «escándalo invisible de enfermedades crónicas».
La carrera por innovar, apoyada en la retórica del progreso y la promesa de la salvación tecnológica, hasta ahora sólo ha sustituido un veneno por otro
La lucha contra las PFAS (eliminación, mitigación de la exposición, prohibición, etc.) está, por tanto, fuertemente constreñida e inscrita en esta historia, que demuestra que el mundo actual está literalmente bajo el dominio de estas moléculas sintéticas, aunque sólo sea por su acumulación en el medio ambiente, sin que exista ninguna solución real para destruirlas, ya que los enlaces entre los átomos de carbono y flúor sólo pueden destruirse calentándolos a más de 1.200 grados. Además, y este es un tema recurrente a lo largo de la historia, la carrera por la innovación, apuntalada por la retórica del progreso y la promesa de la salvación tecnológica, por el momento sólo ha sustituido un veneno por otro, en un marco de fronteras precisas: se trata, sobre todo, de no promulgar normativas contrarias a los intereses económicos de las empresas o a la competitividad de las naciones, con el argumento de la creación de empleo y el valor añadido; un paradigma mortífero que impide la aplicación del principio de precaución y frena la rápida prohibición de los productos nocivos.
Esta recurrencia de la historia no es, sin embargo, una fatalidad, porque este paradigma no es antropológico, es político, económico y social, ya que la historia demuestra que las sociedades preindustriales se dotaron de los medios para prohibir los agentes destructores del medio ambiente y de los cuerpos. Dado que la acción pública es el resultado de decisiones y luchas de poder, y del arbitraje entre intereses divergentes, y que el conocimiento es un elemento de la ecuación, esta investigación, a la que se añade una representación cartográfica precisa, contribuirá, sin duda, a mover las líneas. Del mismo modo, los activistas podrán utilizarla para informar, alertar y actuar en lugares que ahora están bien identificados.
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