No es ningún secreto que, con independencia de cuál sea el casus belli oficial que dé origen a un determinado enfrentamiento armado, a lo largo de la Historia de la Humanidad, el hecho de que acabe estallando una guerra entre diferentes facciones, pueblos o países, guarda una estrecha relación con dirimir quién ha de obtener el ejercicio del control sobre los recursos naturales de un determinado territorio. En general, al margen de los posibles conflictos raciales, religiosos o ideológicos subyacentes, el germen de todo conflicto armado tiene una relación directa con la gestión y la disponibilidad de los recursos.

Más allá de la obviedad que supone la necesidad de disponer de ciertos recursos básicos, como el agua o los alimentos, para garantizar la propia supervivencia de nuestra especie, desde el inicio de la Humanidad, el comercio ha supuesto un pilar fundamental para el desarrollo humano, y tener acceso a los recursos objeto de comercio, es lo que ha marcado la diferencia entre el progreso o el declive de una sociedad. Incluso los seres humanos prehistóricos utilizaban el trueque, el intercambio de bienes, como forma de garantizarse el acceso a los recursos que necesitaban y no podían controlar. Si una tribu necesitaba de un determinado recurso que se encontraba en el territorio de la otra, para poder acceder a aquel, solo había dos formas: o tenías algo que ofrecer que pudiera servir como moneda de cambio, o la única solución era un enfrentamiento para tomar el control.

Cuando el hombre descubrió que podía domar animales y plantas y desarrolló la agricultura y la ganadería, llegó la vida sedentaria y, con ello, se pasó de una economía depredadora a una productora. En el Neolítico, parte de las cosechas del grano ya se empezaron a reservar, ya fuese para futuras cosechas o para el comercio. La sociedad comenzó a jerarquizarse en torno a élites que controlaban la producción de alimentos, y de ello derivó la necesidad de buscar soluciones que hicieran más eficiente la producción y puesta en disposición de bienes, lo que se tradujo en inventos y descubrimientos que cambiaron para siempre el devenir de la Humanidad, como la domesticación de los caballos, en las estepas kazajas, hace 5.500 años, o la invención de la rueda, entorno al 3.500 a.C, como consta gracias a los hallazgos arqueológicos de la civilización Sumeria, en el actual Irak. Con la invención de la rueda y la doma de los caballos, las personas y las mercancías podían llegar ahora más lejos y en menor tiempo, lo que puso en contacto a civilizaciones distantes, creando caminos y rutas comerciales por las que no solo viajan humanos y bienes, sino también ideas, culturas, religiones y tecnología.

Conforme las sociedades se fueron haciendo más complejas, sus necesidades se hicieron igualmente mayores. A mayor población concentrada en un mismo espacio físico, mayores eran los recursos que se necesitaban para abastecerla, y cuanto más se expandían las civilizaciones, como resultado del desarrollo de estas nuevas rutas,  más aumentaba la competencia entre ellas para dominar el comercio. Disponer de los recursos, ya era sinónimo por entonces de tener el poder. Se hacía necesario saber dónde estaban los recursos, quién disponía de ellos y cómo podían conseguirse. De estas necesidades, nacieron la escritura, la numeración y el derecho. Las nuevas sociedades necesitaban planificar, ordenar y proteger su economía y así, tal y como demuestran las tablillas de arcilla sumerias, encontradas en Irak, los primeros textos escritos por el ser humano tratan sobre transacciones, sobre contratos, en definitiva, sobre la contabilización de bienes. En el Código de Hammurabi, primer código legislativo de la historia, que data del año 1.760 a.C., se puede observar cómo ya por entonces se establecieron mecanismos legales para regular el comercio, protegiendo los derechos y estableciendo las obligaciones contractuales que afectaban tanto al comprador como al vendedor.

Con este desarrollo floreciente del comercio internacional, gentes de todos los rincones del entonces mundo conocido, entraban en contacto. Gentes con culturas y religiones diferentes, o con distinto color de piel, interactuaban y comerciaban bienes  y recursos de toda clase. Su raza, religión, cultura, vestimenta o idioma, marcaban diferencias importantes entre unas y otras civilizaciones, pero había algo que las igualaba a todas: la ambición por hacerse con el control y el dominio de los recursos más preciados. Está claro que las religiones, las razas, ideas o culturas son un importante factor diferenciador, pero lo que convertía a esas personas diferentes en enemigos potenciales, era que ahora ellas también competían por los mismos recursos. Desde entonces, hasta la actualidad, los enemigos no lo eran, principalmente, porque vinieran de otras regiones, creyesen en otros dioses o tuvieran un aspecto diferente, lo eran simplemente porque sus intereses comerciales y económicos estaban enfrentados.

Estas características diferenciadoras son las que han servido para aglutinar a los individuos en un pueblo, cultura o religión concretos, para crear identidades de grupo, para homogeneizar hacia dentro y diferenciar hacia fuera. Ninguna civilización ni pueblo suponía una amenaza porque fuera diferente, sino porque se podían instrumentalizar esas diferencias para crear grupos más numerosos que pudieran ser lo suficiente grandes y fuertes como para, llegado el caso, reemplazar a los que en ese momento estaban ejerciendo el control sobre esos recursos escasos y necesarios. Así se han construido los imperios, y por eso se han gestado las guerras. No deja de ser significativo que, durante los albores de muchos de los imperios de la historia, pese a que las conquistas se realizaban por la fuerza, una vez que se iban consolidando los primeros territorios, la tolerancia religiosa y cultural con los pueblos conquistados era elevada. Se permitía que lenguas, tradiciones y rituales autóctonos se siguieran practicando en libertad. Sin embargo, a medida que estos imperios se iban haciendo más grandes y nuevas ideas, religiones o identidades diferentes a las propias de la civilización que detentaba el poder, entraban con fuerza a través de, especialmente, las propias rutas comerciales que habían permitido expandirse a los conquistadores, estos comenzaban entonces a declarar una guerra abierta a todas aquellas corrientes que difirieran de las suyas y, pasado un tiempo, sino podían vencerlas, entonces acababan aceptándolas como propias y se convertían en los nuevos baluartes y defensores de las nuevas corrientes, atacando incluso a sus antiguas costumbres e identidades.

Así es como, por ejemplo, se expandieron el cristianismo o el islam. El cristianismo pasó de ser perseguido a convertirse la religión oficial del Imperio Romano. Cuando una religión, cuyos cimientos eran diametralmente opuestos a los valores romanos, empezó a propagarse a tan gran escala entre todos los estratos de la sociedad romana, incluyendo a la espina dorsal del Imperio, el ejército, la única manera de que el emperador mantuviese el poder era uniéndose a los que, hasta entonces, habían sido considerados enemigos del Imperio, y, así, el emperador Constantino se convirtió al cristianismo y otorgó libertad de culto, por medio del Edicto de Milán en el año 313., Finalmente, el Emperador Teodosio la convertiría en religión oficial del Imperio por medio del Edicto de Tesalónica, en el año 380. Las autoridades romanas cayeron en la cuenta de que, enfrentarse al cristianismo suponía, en definitiva, enfrentarse al propio Imperio, y con buena parte del ejército convirtiéndose al cristianismo, combatirlo pondría al Imperio en una situación crítica que podría hacer que los romanos perdieran el control sobre todos los territorios y recursos que controlaban. Era más práctico, si se quería conservar ambos, convertirse que luchar, y después utilizar su posición de poder para construir una nueva identidad romana.

Por otra parte, en el siglo VII, el Imperio Persa de los Sasánidas se había expandido hasta convertirse en el más grande de su tiempo, gracias a la conquista de territorios más allá de los límites de su propia civilización y cultura, lo que le produjo enfrentamientos con sus competidores, especialmente contra los bizantinos, que derivaron en sangrientas batallas entre unos y otros en los territorios de Siria o Palestina, provocando la extenuación y el desgaste de ambos. Este proceso coincidió con la agrupación de las tribus árabes, especialmente tras el surgimiento del Islam, que aprovechando la debilidad de ambos Imperios se lanzaron al ataque y, pocas décadas después, se hicieron con el control de territorios antes pertenecientes a uno y otro Imperio. En el caso de Persia, al principio la relación con quienes practicaban el Zoroastrismo, la religión oficial del Imperio Sasánida, fue de bastante tolerancia, pero el hecho de que los musulmanes vetasen el acceso a los altos cargos políticos y económicos para los no musulmanes, propició que muchos miembros de la antigua élite se convirtieran voluntariamente al Islam. Convertirse al Islam significaba tener más oportunidades para acceder a los mercados, así, el Islam se fue convirtiendo en la religión dominante y los propios Zoroástricos se convirtieron en víctimas de aquellos que antes compartían su misma fe, y comenzaron a ser perseguidos y asesinados por estos y obligados a exiliarse hacia el sur (especialmente hacia la India), hasta casi desaparecer. En Persia, era más práctico convertirse al Islam aunque tolerasen tu propia fe, que combatir a los nuevos conquistadores, pues los conquistadores eran los que tenían el acceso al control de los recursos y de las rutas comerciales, no solo allí, sino en buena parte del mundo conocido por los persas, mientras que el Zoroastrismo era la religión propia de un Imperio que ya no existía en ningún lugar del Planeta. Convertirse al Islam era, en cierto modo, pasar de ser el vencido, a convertirse en el vencedor.

Fue el desarrollo del comercio el que reforzó las brechas identitarias y religiosas, y no al revés. Todos los pueblos que han sido conquistadores se han proclamado como “Pueblo Elegido por Dios”, si lo han hecho en nombre de la religión, o como “Raza o Cultura Superior”, cuando lo han hecho por estos motivos. Sin embargo, no ha sido ni Dios, ni la raza, ni la cultura, lo que ha determinado que sean más poderosos, sino que tuvieran acceso a los recursos necesarios en el momento oportuno.

Ni Dios, ni Alá se han propagado por el mundo gracias a sus “pueblos elegidos”, sino a través de las rutas comerciales que se han ido creando a lo largo de la Historia. No fue Dios lo que motivó a los Reyes Católicos a financiar el Viaje de Cristóbal Colón que le llevó a descubrir América, sino la necesidad de encontrar una ruta más rápida a la India que les hiciese menos dependientes de los recursos que estaban en manos de otras potencias (uno de los propios motivos esgrimidos por Colón en su diario para justificar el viaje, era la de encontrar a un supuesto gobernante cristiano de la India, el legendario “Preste Juan”, que eventualmente podría resultar un aliado para liberar Tierra Santa de los musulmanes). No fue la superioridad racial de los europeos lo que les llevó a colonizar África y Asia, sino la necesidad de evolucionar tecnológicamente para alcanzar aquellos lugares donde se encontraban muchos de los productos y recursos que consumían, muy lejos de Europa. Quienes ya tenían un acceso directo a las especias, piedras preciosas, o tejidos más demandados de la época, no necesitaban idear ni pensar la manera de llegar hasta ellos. Que las naciones de Europa Occidental se convirtieran en potencias navales y militares capaces de subyugar a los pueblos de otros continentes y arrebatarles el control sobre la producción y comercialización de esos productos, no fue una cuestión de superioridad racial, sino de necesidad. Los enfrentamientos y conflictos de la Guerra Fría, no pretendían tanto medir la superioridad ideológica entre el capitalismo norteamericano o el comunismo soviético, y exportar las ideas y sistemas políticos de uno y otro por todo el mundo, sino asegurarse el control indirecto, a través de un acceso preferente, a los recursos de los países en los que se desarrollaron estas guerras. Ayudar a uno u otro bando a llegar al poder, significaba la oportunidad de garantizar, en caso de que la facción apoyada tomase finalmente el poder, la presencia de sus respectivos ejércitos y empresas en el territorio y, por ende, conseguir un acceso privilegiado al mercado de esas materias primas.

Igualmente, en la mayoría de los conflictos que se producen en la actualidad, no es la enemistad racial, étnica, nacional o religiosa la principal responsable de que acabe estallando una guerra, sino que una determinada raza, etnia, nación o religión tenga el control de un área geográfica privilegiada que le facilite el acceso a una fuente importante de recursos, mientras que la otra queda relegada a un segundo plano, o incluso deliberadamente excluida de ella por parte de quienes ejercen el control sobre aquella. No quiero decir con esto que las tensiones raciales, religiosas, étnicas o nacionales no existan, evidentemente, son un factor de polarización, y no hay que pasarlas por alto,  pero se ha analizado que, en la mayoría de los conflictos armados de las últimas décadas, los recursos naturales juegan un papel determinante y pueden inclinar la balanza a favor de uno u otro bando. Al fin y al cabo, tanto en la Antigüedad, como en la actualidad, son estos factores identitarios los que ayudan a crear una conciencia de grupo,  y el ser humano, como ser social y gregario que es, biológicamente necesita pertenecer a una comunidad de personas para garantizar su propia supervivencia. Desde un punto de vista sociológico, cualquier individuo se reagrupará con aquellos otros individuos que compartan sus mismas características antes que con aquellos con los que no comparte nada, por ello, ante una amenaza, buscará protección dentro de su mismo grupo, y, ante un conflicto, muy probablemente lo que determinará que se sitúe en uno u otro bando, serán estas propias cuestiones identitarias. Por ello es importante ser consciente de que estos factores son lo suficientemente relevantes, por sí solos, como para generar tensiones que amenacen la paz y la convivencia. El germen del conflicto puede que se encuentre en diferencias culturales o religiosas irreconciliables, pero el detonante definitivo se produce cuando los recursos no se reparten por igual entre ambas, momento en el que el enfrentamiento se transforma en una guerra. La tensión étnica, racial o religiosa es la bomba, la escasez, el detonador.

Ejercer el control de los recursos esenciales en el momento oportuno, marca la diferencia entre someter o ser sometido. En un conflicto armado, los recursos naturales no solo juegan el papel de “manzana de la discordia”, no son solo un fin de la guerra, sino también un medio de la misma. Por ejemplo, el comercio de ciertos recursos naturales se ha utilizado en innumerables ocasiones para conseguir financiación para alimentar el propio conflicto. En otras tantas ocasiones, los recursos no son ni un fin, ni un medio, sino un objetivo. Por medio de la destrucción de los recursos del enemigo, se consigue privar a este de sustento y poner en jaque sus medios de vida, lo que, en la práctica, condena su propia supervivencia. Existen pruebas considerables de que los recursos naturales pueden contribuir a los conflictos violentos, aunque por lo general no son una causa necesaria o suficiente de guerra, en la mayoría de los casos son el catalizador del conflicto y pueden contribuir de una manera tan transversal al desarrollo de la contienda, que es imposible lograr una paz duradera sino se asegura que las partes implicadas se involucren en la gestión de los mismos. De esto se han percatado analistas internacionales, oenegés, Organizaciones Internacionales, Gobiernos y académicos y, por ello, cada vez más, en todas las negociaciones de paz, así como, y especialmente, en la reconstrucción post-conflicto, la gestión de los recursos naturales se considera un elemento esencial del debate y ocupa una posición central en las estrategias de pacificación posterior.

Es de sobra conocido, por ejemplo, el caso de los “diamantes de sangre”. En el contexto de la Guerra Civil en Sierra Leona, el Frente Revolucionario Unido de Foday Sankoh se hizo con el control de las provincias sierraleonesas ricas en diamantes, por otro lado, en la vecina Liberia, el nuevo líder del Frente Patriótico Nacional de Liberia, Charles Taylor, quien había conocido personalmente a Sankoh en los Campos de entrenamiento de Libia, se hizo con el control del país. Sankoh necesitaba financiar sus campañas militares para enfrentarse al Ejército de Sierra Leona; Taylor estaba furioso después de que, años atrás, el Gobierno del país vecino participase activamente, en una campaña militar internacional, para impedirle tomar Monrovia, capital de Liberia y, además, conocedor de la riqueza mineral que poseían sus vecinos, vio una oportunidad para matar dos pájaros de un tiro: enriquecerse y acabar con el Gobierno de Sierra Leona y expulsar a las tropas extranjeras del país. Y, así, los diamantes fluían desde Sierra Leona hacia Liberia, y las armas y los mercenarios lo hacían en sentido contrario.  Durante una década el terror se adueñó de Sierra Leona, de los cuatro millones de sierraleoneses, alrededor de dos millones emprendieron la huida y se convirtieron en refugiados, más de 12.000 niños se usaron como soldados, miles de niñas fueron explotadas sexualmente, decenas de miles de personas perdieron la vida y se estima que más de 100.000 quedaron mutiladas. Y mientras todo esto ocurría, los diamantes salían desde Liberia hacia el resto del mundo.

El caso de Sierra Leona no es exclusivo, de hecho, es la norma. Los recursos naturales juegan un papel fundamental en el desarrollo de los conflictos armados y, aunque lo primero que se nos puede venir a la mente al pensar en estos recursos, sean los diamantes, el petróleo o el gas, lo cierto es que estos recursos son tan variados, como variadas son las formas en las que se utilizan para tratar de subyugar al enemigo. En Costa de Marfil, por ejemplo, durante décadas considerado un país modélico en el África subsahariana por sus largos períodos de estabilidad y prosperidad que siguieron a su independencia, mientras el resto del continente estaba inmerso en terribles conflictos, un recurso natural aparentemente “inofensivo” y consumido por todos nosotros, se convirtió pronto en un medio para financiar dos sangrientas Guerras Civiles en el país, durante las primeras décadas del siglo XXI, se trata del cacao.

En Costa de Marfil, desde su independencia, en 1960, el Gobierno estuvo en manos de  Felix Houphouët-Boigny, quien consiguió posicionar al país como uno de los más prósperos del continente (a pesar de los sonados casos de corrupción). El padre de la patria supo mantener al país unido y estable, lo que junto a las exportaciones del café y el cacao (del que es primer productor mundial), trajo consigo un largo periodo de paz y prosperidad. Sin embargo, tras su muerte, en 1993, las cosas empezaron a cambiar. Las tensiones entre los musulmanes del norte y los cristianos del sur, por un lado, comenzaron a aumentar y, por otro, la prosperidad del país en comparación con el de sus países vecinos, atrajo durante décadas a muchos inmigrantes procedentes de los países colindantes, cuyos descendientes, nacidos en el país, no eran considerados “ivoritiés”. La caída brusca de los precios de su recurso más preciado, junto con las tensiones religiosas, étnicas y nacionalistas, y los sucesivos golpes de estado que llegaron tras el vacío de poder que se generó con la muerte de Houphouët-Boigny, y que tendían a marginar a la población que no perteneciese a la etnia o religión que ostentase el poder, estaban generando un caldo de cultivo propicio para un conflicto.

Cuando el gobierno aprobó una ley que definía quién podía postularse para el cargo de presidente: (sólo los que tienen dos padres marfileños), se descartó a un candidato popular de la región norteña (Alassane Dramane Ouattara), en su mayoría musulmana. La creciente tensión siguió a la elección del Presidente Gbagbo en 2000. En septiembre de 2002, un motín en una guarnición degeneró en guerra civil. En 2003, crearon las Forces Nouvelles de Costa de Marfil, compuestas por rebeldes musulmanes y norteños (de hecho, su líder, Guillaume Kigbafori Soro era católico, igual que Gbagbo, lo que da una idea de la complejidad étnico-religiosa del problema, que no se limitaba a un enfrentamiento de musulmanes contra cristianos). En el año 2007, la violencia terminó con la firma del Acuerdo de Paz de Uagadugú, pero las tensiones volvieron a estallar en 2010 después de que el Sr. Ouattara ganara las elecciones y el presidente Gbagbo se negara a dimitir, concluyendo definitivamente en el año 2011 la Segunda Guerra Civil costamarfileña.

Durante las dos guerras civiles, ambas partes obtuvieron considerables beneficios políticos y económicos al aprovechar el comercio mundial de cacao, tanto de manera lícita como ilícita. El cacao fue fundamental para financiar las actividades militares del gobierno a través de un conjunto de instituciones establecidas por el presidente Gbagbo. En el momento de la elección de Ghagbo, el sector del cacao se gestionaba a través de la “Autorite de regulation du café et du cacao”. El gobierno de Gbagbo estableció cuatro nuevas instituciones, supuestamente para apoyar a los productores de cacao y regular su comercio. Para financiar estas instituciones, el gobierno impuso impuestos a todo el cacao que se exportaba. Sin embargo, los gravámenes y las instituciones que financiaban carecían de transparencia, y el gobierno fue capaz de canalizar el dinero de los gravámenes de vuelta a sí mismo y luego utilizar estos fondos para hacer la guerra. En última instancia, estos impuestos al cacao contribuyeron con más de 20.3 millones de dólares al esfuerzo bélico. Además, el presidente Gbagbo retuvo el control de las instituciones nacionales del cacao y usó al menos 38.5 millones de dólares de sus ingresos del cacao para financiar también la guerra. Si bien la parte rebelde, las Forces Nouvelles, contrabandeaba diamantes ilícitos a través de países vecinos para comprar armas, también dependía del cacao para financiar sus actividades. Las empresas exportadoras de cacao de la zona controlada por los rebeldes se vieron obligadas a pagar un impuesto a los rebeldes, y se establecieron bloqueos para hacer cumplir la ley. Aunque sólo alrededor del 10% del cacao de Costa de Marfil se cultivaba en territorio controlado por los rebeldes, las estimaciones indican que se exportaban más de 77.500 toneladas anuales de cacao desde esa zona, lo que generaba alrededor de 30 millones de dólares en impuestos cada año el de los recursos madereros.

Los recursos del conflicto pueden generar ingresos sustanciales; en Sierra Leona, el RUF ganaba entre 25 y 125 millones de dólares al año con los diamantes de zonas en conflicto. En su punto álgido, el Estado Islámico ganaba entre 1 y 3 millones de dólares al día con el petróleo, sumando un total de 550 millones de dólares en 2015 y un total de 1.250 millones de dólares desde 2014. En Colombia, se estimó que las FARC ganaban cientos de millones de dólares anuales con el comercio de la coca, y esto sucedió cada año durante dos décadas a partir de la década de 1990.

Lo ejemplos siguen y son innumerables: el  oro, estaño y otros minerales en el este de la República Democrática del Congo, la madera en Liberia, la coca en Colombia, el carbón, la pesca y los plátanos en Somalia; o el opio y lapislázuli en Afganistán. Cualquier recurso natural que proporcione una fuente de ingresos a los rebeldes y/o al Gobierno para financiar el conflicto armado es utilizado para tal fin. Sin embargo, el papel que juegan los recursos naturales en estos conflictos, no es solo como medios de financiación, sino también como objetivo directo, para privar al enemigo de sus medios de vida. El medio ambiente también puede utilizarse como arma de guerra. Durante la Guerra de Vietnam, las tropas estadounidenses utilizaron el Agente Naranja, un potentísimo defoliante, en el norte de Vietnam para frenar el avance militar del Viet Cong, privando a la guerrilla de cubierta donde protegerse. Y en la Guerra del Golfo de 1990-91, Irak prendió fuego a más de 600 pozos de petróleo y abrió las válvulas de una terminal petrolera en el mar que creó el derrame de petróleo más grande que el mundo ha visto. Los talibanes explotaron una represa en la provincia del sur de Kandahar en Afganistán y, ha habido preocupaciones similares de que el Estado Islámico haga estallar represas en Irak. Y en una serie de guerras caracterizadas por la limpieza étnica, como las de Darfur y las antiguas Repúblicas Yugoslavas, los combatientes han envenenado los pozos para desplazar a personas de sus comunidades.

Los recursos naturales han sido, desde el origen de la Humanidad, un elemento sustancial de todos los procesos bélicos, aunque no hayan sido, per se, la causa última del conflicto, una vez que este ha estallado, se convierten en un elemento central y acceder a ellos, o privar de su acceso al bando opuesto, pasan a ser una cuestión prioritaria que, de hecho, puede marcar la diferencia entre vencer o ser vencido. Llama la atención que los recursos naturales se contemplen con un medio para la guerra, pero, sin embargo, tradicionalmente no se han considerado su potencial como medio para la paz. En los Acuerdos de Paz, aspectos políticos, religiosos, étnicos o territoriales son tratados, no obstante, nada o poco se comenta acerca del papel de los recursos. Si son un vehículo para la guerra, ¿no deberían serlo también para la paz?, si juegan un papel fundamental en la destrucción, ¿no deberían también jugarlo en la reconstrucción?

Los recursos naturales y el medio ambiente también proporcionan puntos de entrada para el diálogo y un incentivo económico para terminar el conflicto armado. Cada vez más, los negociadores de paz y las partes beligerantes han reconocido la importancia de los recursos naturales en el proceso de paz. De hecho, los acuerdos de paz más importantes entre 2005 a 2016 han incluido disposiciones sobre recursos naturales y el medio ambiente, muchas veces conteniendo dimensiones múltiples. Durante la consolidación de la paz postconflicto, los recursos naturales son particularmente importantes para generar empleo y medios de vida, al igual que los ingresos necesarios para que el gobierno proporcione servicios básicos.

Se han hecho avances significativos para tratar de controlar que los recursos naturales  no se utilicen para financiar conflictos armados. El más destacable es, quizás, el Proceso Kimberly, en relación a la exportación de diamantes, que se trata de un riguroso procedimiento cuyo fin es crear un sistema de certificación para el comercio internacional de los diamantes en bruto, lo que obliga tanto a países exportadores, como importadores a no vender o adquirir estos diamantes sino se puede probar fehacientemente el origen de los diamantes. Por otra parte, el PNUMA, el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, se encarga, de un tiempo a esta parte, de realizar evaluaciones ambientales y asesoramiento en zonas en conflicto alrededor de todo el mundo, con el fin de que las comunidades locales puedan encontrar, a través de una buena gestión de los recursos, una vía para el entendimiento y la reconstrucción.

Además, hay que tener en cuenta que, tras un conflicto armado, la situación en la que se queda el territorio es todavía más susceptible de generar un nuevo conflicto que con anterioridad. Con miles de excombatientes en el paro, sin instituciones de gobernanza fuertes, con las infraestructuras destrozadas, con el odio entre las comunidades más presente que nunca, con un nulo control sobre la propiedad de la tierra y unos recursos naturales expoliados y más limitados que antes del conflicto, es imposible garantizar la seguridad en el territorio, sino se asegura un acceso justo y equitativo de los recursos entre los ciudadanos. La mera presencia de Fuerzas de Mantenimiento de la Paz de la ONU, la UE, o de cualesquiera otros organismos o coaliciones internacionales, puede evitar que el conflicto armado estalle de nuevo, pero en cuanto estas fuerzas se retiren, el conflicto estallará de nuevo si nadie se ha preocupado por crear redes de cooperación entre las comunidades locales y si se deja el control de los recursos al que primero llegue.

Las oportunidades que ofrecen los recursos como medio de reconstrucción de la paz son, al igual que cuando se trata de alimentar el conflicto, innumerables: Desde un punto de vista de generación de empleo, los recursos naturales ofrecen una gama de opciones potenciales como la reforestación; rehabilitación de ecosistemas; programas de energía renovable; creación de empleos verdes; apoyo al desarrollo de cadenas de valor en productos agrícolas o forestales; acción contra las minas; incorporación de excombatientes en proyectos de rápido impacto sobre los recursos naturales relacionados con la reconstrucción o rehabilitación de la infraestructura. Desde un punto de vista social, los recursos naturales pueden ser un medio para aumentar la cooperación entre las partes enfrentadas, al fin y al cabo, ambas necesitan de los mismos recursos para sobrevivir, son su sustento y su medio de vida, y ambas están “condenadas” a compartir el territorio, por ello, la paz solo podrá ser garantizada si se entiende que los recursos del territorio en el que se ha desarrollado el conflicto armado tienen que ser administrados y gestionados de una manera eficiente, sostenible y justa, a fin de que no sean utilizados ni como un medio para hacer la guerra, ni como un objeto de discordia.

Los recursos naturales y el medio ambiente también pueden ayudar a los estados a desarrollar una visión común y una estrategia conjunta para mejorar los medios de subsistencia. Un proyecto de gestión de cuencas hidrológicas, en Wadi El Ku, en el norte de Darfur, ofrece un ejemplo de cómo la comunidad internacional trabajó con el gobierno de Darfur septentrional, con las ONG y con la sociedad civil para diseñar un programa que redujera la vulnerabilidad a los peligros relacionados con el agua, como las sequías y las inundaciones, y que ayudara a fomentar los medios de subsistencia. El Wadi es un canal que se llena en la temporada de lluvias, con el incremento de la población en la zona, la disponibilidad del agua empezó a verse comprometida y, por ello, la tensión entre los pobladores de la zona, principalmente ganaderos nómadas de origen árabe, y agricultores negros, ha ido incrementando con los años. Con la instalación de terraplenes, canales de agua y reservorios, se ha aumentado la disponibilidad de agua y se ha podido diversificar la agricultura. Gracias a este proyecto, se han reducido las tensiones, especialmente entre pastores y agricultores.

Otro ejemplo en el que los recursos naturales pueden fomentar el diálogo y la cooperación se refiere a la gestión de los recursos para demostrar los beneficios compartidos. Los llamados Parques de Paz proporcionan otro ejemplo ilustrativo. Existe un Parque de Paz en la región de la Cordillera del Cóndor entre Ecuador y Perú. Entre enero y febrero de 1995, el lado oriental de la Cordillera del Cóndor y la cuenca del río Cenepa fueron escenarios de una disputa territorial que dejó casi un centenar de muertos. En el territorio que en su día fue escenario de la Guerra del Cenepa, hoy existe un punto de reencuentro para los pueblos indígenas asentados en los lados peruano y ecuatoriano de la cordillera. El ejemplo más reciente es el naciente Parque de Paz en los Balcanes entre Albania y Kosovo y Montenegro, que está trabajando para reunir a las comunidades para identificar intereses compartidos a lo largo de sus fronteras.

 

Como vemos, los ejemplos de cómo los recursos naturales pueden ayudar y, de hecho, ya están ayudando, a contribuir al mantenimiento y consecución de la paz, son tan variados y diversos como en los casos opuestos. Como reza el nombre de esta revista, otro mundo es posible, a veces lo único que necesitamos es cambiar nuestra visión o percepción y convertir aquello que, para muchos es una amenaza, en una oportunidad. Mucho se ha hablado de la “maldición de los recursos naturales”, la que, supuestamente, condena a un país o territorio a la pobreza y al enfrentamiento por la riqueza de sus recursos, no obstante, ¿no podríamos invertir la situación y convertir una maldición en una bendición?, para ello hace falta conseguir un cambio de rumbo y entender que los recursos naturales pueden ser y, de hecho, deben ser bien gestionados allí donde se encuentran. Lo dije al principio, y lo digo ahora al final, un enemigo no es enemigo porque tenga una religión, color de piel, etnia o condición diferente, lo es porque compite con nosotros por unos recursos limitados. Todas estas características se han instrumentalizado, desde el inicio de la Humanidad, para crear una idea de “ellos” y “nosotros”, y, es verdad, resulta innegable que somos diferentes, la cuestión es si queremos utilizar esas diferencias para competir o para cooperar. Los grandes avances de la Historia han surgido de la mezcolanza y la interconexión entre unos pueblos y otros, gracias a que las ideas han viajado de unos lugares a otros es por lo que tenemos una escritura, unos medios de transporte, un idioma o un sistema jurídico, que convivamos no es una opción, es una realidad, por ello, en aras de nuestro progreso, en vez de aprovechar unos recursos para destruirnos, deberíamos aprovecharlos para crecer.