Como siempre, la actualidad ha proporcionado nuevos filones a los medios de comunicación hasta dejar en un segundo plano el conflicto en el Mar Negro, pero quizá por eso, sea una buena ocasión para reflexionar sin la intoxicación del momento sobre cuanto ha acontecido.
Tras meses de protestas del pueblo ucraniano contra el tiránico gobierno de Víktor Yanukóvich, a finales de febrero la situación en Kiev se volvió insostenible, con la violencia desatada en las calles y las fuerzas gubernamentales tirando a matar contra los manifestantes. En aquel momento, planteé en un artículo los recelos que la actuación de occidente me causaba con su postura de tibio apoyo a los sublevados, como ocurriera en la Hungría de 1956, en la que valerosos ciudadanos murieron haciendo frente a las tropas soviéticas engañados por una falsa idea de que el mundo libre los apoyaría. En este caso, la ambigüedad occidental fue de nuevo una realidad, pero las terribles imágenes de televisión generaron tal descrédito en el Ejecutivo ucraniano, a nivel interno y externo, que Yanukóvich hubo de marcharse.
Todo el mundo pensó que los “buenos” habían ganado, pero en el Kremlin comenzaba a fraguarse una sonrisa que pronto derivaría en carcajada. Pocos días después, las protestas de la población rusa en suelo ucraniano contra el cambio de gobierno en Kiev favorecieron una invasión de Crimea por parte de Moscú con tropas disfrazadas de paramilitares sin bandera. Como diría el maestro Yoda, del lado oscuro el velo había caído, y Estados Unidos y sus socios europeos se revolvieron contra un intento de anexión que amenazaba con romper el equilibrio de fuerzas en el este del viejo continente y devolvernos a los tiempos de la Guerra Fría.
Rusia había echado un órdago, mientras Ucrania protestaba, impotente ante el descomunal potencial militar de su vecino, y reclamaba el prometido apoyo de sus nuevos amigos. Una oportunidad más para comprobar si occidente cumpliría su palabra o, como en el 56, sería un traidor. Y occidente lo intentó: amenazas, duras palabras de Obama, sanciones económicas… pero nadie se atrevió a ver el envite y la Federación Rusa se salió con la suya. Nadie reconoce la anexión oficialmente, pero nadie duda ya de que la incorporación de Crimea a Rusia es irreversible.
Ahora, la estrategia es amenazar a Rusia incluso con la fuerza, pero sólo si la de Crimea no es la última anexión que realiza. Es decir, se da por válida la insólita apropiación de territorio ucraniano, a pesar de todas las advertencias previas, y esperan que con estos ridículos precedentes Moscú tenga en cuenta sus palabras. La respuesta de Kremlin, por supuesto, una carcajada.
Y es que esto tampoco es nuevo en la historia. Cuando en 1938 el III Reich se anexionaba Austria, la condena internacional se quedó en nada por el miedo al poder militar de Alemania. Con el mismo objetivo de evitar una guerra, occidente se quedó en las amenazas cuando, ese mismo año, Hitler le arrebataba a Checoslovaquia la región de los Sudetes, habitada mayoritariamente por germanos (una situación muy similar a la de Crimea y su población rusa). Entonces, como hoy, se aceptó el ultraje con la condición de que fuera la última vez (prácticamente las mismas palabras que ha empleado ahora la Unión Europea).
Pero en entreguerras lo de los Sudetes no fue la última vez. Consciente de la debilidad de sus rivales, Hitler ocupó toda Checoslovaquia ante la pasividad de los aliados, hasta que llegó un momento en que éstos tuvieron que decir basta en Polonia y se desató la Segunda Guerra Mundial.
Con tales precedentes y tan terribles, sería una inconsciencia por parte de este periodista dar lecciones a los mandatarios mundiales sobre qué hacer. Todo es muy fácil desde la barrera, y a buen seguro lo más sensato es evitar las armas. Pero desde luego, cuando se echa un ojo hacia atrás y se oyen determinadas amenazas, es inevitable pensar en una cosa.
En la carcajada del Kremlin.
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