Le vi sentado en una rancia cama de madera casi podrida, desgastada por el tiempo; en ella, se mostraba el sello de los golpes y patadas que había recibido, sin querer o queriendo. Las paredes ennegrecidas, desprendían el olor a humo de ese maltratado cigarrillo que de entre sus amarillentos y agrietados dedos se desprendía.

El, era delgado y despeinado. En su viejo y ya anticuado ordenador plasmaba sus ilusiones de un mañana que nunca llegaban.

La aureola del penetrante humo que le envolvía, hacía que el aire fuese casi irrespirable, pero El, fiel a sus cuatro paredes, su ordenador y su cigarrillo, inamovible junto a sus pensamientos en la habitación permanecía.

Pequeños atisbos de sonrisa terciada, de nuevo seriedad en su rostro, carcajadas solitarias bruscamente cortadas para de nuevo fruncir el ceño y levantar sus manos y bajarlas como enloquecidas alas. Todos sus movimientos en solitario, desde la cama a la pequeña ventana, de la ventana a una puerta cerrada y de nuevo de la puerta a la cama, un triángulo vicioso del que no se despegaba.

El, era un compuesto de altivez y de conciencia secreta cerrada. Era la locura, era el  resultado de la sin razón.

Los fracasados e inadaptados son la mejor medida para juzgar las debilidades de una civilización.  El, era un Kikapú, vigilante del universo, caminante de la tierra, representante del mundo y fue encerrado simplemente por tener otra visión.

El kikapú sin nombre, quedo por siempre allí, recorriendo su triángulo, encerrado entre sus muros simplemente por contradicción. Qué paradojas tiene la vida medicando y encerrando la autenticidad, liberando y aplaudiendo lo verdaderamente enfermo y espurio.

María del Carmen Aranda es escritora y autora del blog mariadelcarmenaranda.blogspot.com
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