Se trata del argumento favorito de algunos conflictos anteriores, desde Kosovo a Irak, y corre parejo a la idea de implicarse en una guerra limitada en la que la superioridad de “nuestra” fuerza aérea vencerá finalmente con mínimas bajas en nuestro bando –si es que hay alguna–, un número reducido de muertes de civiles y una devestadora destrucción del enemigo.
En los medios se ha asentado el concepto del ius ad bellum, anunciado con orgullo por la clase política en Europa y EE UU. Esta guerra, igual que la mayoría en la era de la post guerra fría, se libra en nombre de la humanidad. El argumento sobre el que se sustenta es que se trata de una guerra justa, asumida desinteresadamente y por el bien de la población libia. Sin embargo, si uno se distancia de esta noble retórica, surge la pregunta ¿puede la guerra clasificarse como algo noble y justo?
El actual ciclo de política y conflictos se basa, al parecer, en objetivos políticos cortoplacistas y en la codicia, y muestra un desprecio absoluto por las consecuencia de sus acciones y su impacto a largo plazo. Ello convierte la “jugada final” más reciente en un acontecimiento de perspectivas muy impredecibles y probablemente amargas. En menos de una hora el Consejo de Seguridad de la ONU resolvió una cuestión que ha conducido a un conflicto abierto y a la implicación en una guerra civil.
En una sesión vespertina donde se expresaron algunas inquietudes pero no una abierta oposición –como habría sucedido si se hubiera utilizado el voto negativo para bloquear la resolución–, con diez votos a favor y cinco abstenciones se dio luz verde a la adopción de «todas las medidas necesarias para proteger a los civiles».
Realmente, se ha dado carta blanca al uso de la fuerza en Libia. De este modo, EEUU y sus aliados se encuentran involucrados en una tercera guerra en un país musulmán, además de la guerra de facto en las provincias fronterizas de Pakistán.
Revoluciones presentes y pasadas
Los regímenes autoritarios de todo Oriente Próximo y el norte de África que llevaban décadas en el poder han sufrido en los últimos meses una oleada de disturbios políticos y sociales. Los neo-cons han aplaudido estos hechos que han interpretado como una confirmación a la idea del presidente George W. Bush de que la invasión de Irak conduciría finalmente a una oleada de democratización en la región. Esto parece exageradamente optimista cuando el polvo de las revoluciones en Túnez, Egipto, Libia y otros países todavía no se ha posado.
La forma en que se han realizado estas revoluciones muestra notables similitudes con las revoluciones de color que barrieron los países de la antigua URSS entre los años 2003-2005 (Georgia en 2003, Ucrania en 2004 y Kirguistán en 2005). Apoyadas en organizaciones juveniles y en las nuevas tecnologías de la comunicación (internet y teléfonos móviles), fueron capaces de sortear los laberínticos mecanismos de control establecidos por los regímenes autoritarios del momento. El objeto de estas revoluciones fue derrocar al presidente correspondiente, aunque dejando esencialmente intacta la estructura política, lo que permitió ganarse el apoyo de la élite política. Si repasamos los líderes de estos movimientos, los “revolucionarios” estuvieron en algún momento sin excepción al servicio de los gobiernos que fueron derrocados. También recibieron el apoyo material, logístico y financiero de EE UU.
Estas revoluciones se presentaron como fruto de movimientos democráticos de base, aunque a la postre se demostró que estaba lejos de ser cierto. Todos estos países han sufrido la inestabilidad económica, social y política (aunque el “villano” de la Revolución Naranja en Ucrania fuera elegido presidente).
Por su parte, el objetivo de los mensajes y medios dirigidos a promover el apoyo y la participación de la población fue inducir una respuesta emocional por parte de los públicos receptores. Además, estas revoluciones se han caracterizado por exhibir eslóganes y mensajes diseñados y dirigidos a atraer la atención y el apoyo de un público internacional. Así, los mensajes se componían en inglés y utilizaban técnicas adecuadas para la audiencia extranjera –en el caso de Libia incluso puede verse un anuncio en inglés remitiendo a un centro de prensa internacional de los rebeldes–, lo que pone de manifiesto la importancia que se concede a la opinión pública internacional, además del evidente uso de eslóganes y símbolos para movilizar a los manifestantes en la calle.
Cobertura del conflicto: cuando creíamos que ya no podía empeorar…
La revolución en Libia comenzó el 15 de febrero de 2011. Inicialmente, las fuerzas opuestas a Gadafi cosecharon algunos triunfos militares, aunque pronto se encontraron a la defensiva y acorralados. La resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU del 17 de marzo de 2011 dio carta blanca al uso de la fuerza militar en Libia con una operación militar llamada Amanecer de la Odisea, que comenzó a las 4:00 del 19 de marzo de 2011. Aunque se afirma enérgicamente que los ataques aéreos no van dirigidos en modo alguno a apoyar a los rebeldes, la naturaleza de los objetivos y las zonas bombardeadas indica lo contrario.
No es la primera vez que la fuerza aérea se ha dirigido contra Gadafi. En 1986 EE UU atacó Libia. El presidente Ronald Reagan explicó el bombardeo como «la misión pacífica de América para contrarrestar la violencia de un enemigo brutal dondequiera que amenace la libertad». Una vez más se hizo patente el doble rasero sobre el uso de la guerra para fines “pacíficos”.
Es muy preocupante cómo los medios de comunicación están realizando la cobertura de la crisis en Libia. Creí que el nivel informativo ya estaban bastante mal con Irak y Afganistán, pero los medios han logrado rebajar aún más los estándares. Ni siquiera existe la pretensión de presentar una cobertura equilibrada de este último espectáculo de los medios. Una vez más, la voz a favor de la guerra se amplifica y la voz contra la guerra se silencia, como puede fácilmente observarse con el uso de ciertas técnicas sutiles pero detectables.
Todas las declaraciones de las autoridades libias se ponen en cuarentena con la coletilla de que la información «no ha sido verificada de forma independiente». Sin embargo, cuando se cita a representantes políticos o militares occidentales no se incluye esa circunstante condicionante, y, por supuesto, se asume de forma natural la veracidad de su información pública en relación a la «guerra global contra el terrorismo» (GWOT, por su sigla en inglés). Quizá pueda considerarse en cierta manera una buena señal el hecho de que los medios han desarrollado, al menos, un entendimiento selectivo de su deber profesional de verificar las fuentes. Sin embargo, este estándar debe aplicarse de forma consistente –especialmente en tiempo de guerra–, y no sólo contra lo que se entiende como la parte “mala” del conflicto.
De este modo, la «guerra global contra el terrorismo» se ha expandido más allá de las bien asentadas “marcas” de los taliban y Al Qaeda –o, simplemente, AQ–, convirtiéndose en la «guerra global contra los déspotas y los tiranos» (aunque se trata de una guerra muy selectiva). Una vez más, la atención se centra en cuestiones tácticas y no en las estratégicas. Preguntas tales como «¿debemos librar esta guerra?» están ausentes en los medios. Se bombardea a la audiencia con el mantra de la guerra justa y el mensaje de fondo se centra en cuál es la mejor manera de llevar a cabo esta guerra, lo que implica que la narrativa de los medios asume que se trata de una guerra justificada.
Como en el caso de Kosovo en 1999, la de Libia se ha presentado como una guerra asumida a regañadientes y una carga para la alianza occidental en nombre de una causa buena y justa. También como en el caso de Kosovo, se describe como una guerra limitada, con un riesgo o peligro para nuestros soldados pequeño o cercano a cero, y que se combate desde lejos; una guerra que se libra con misiles de crucero Tomahawk y desde el aire para imponer en este fase una zona de exclusión aérea sobre Libia.
El 21 de marzo de 2011 The New York Times anunció que:
«La campaña miltar liderada por EE UU para destruir las defensas aéreas del coronel Muamar El Gadafi y establecer una zona de exclusión aérea sobre Libia ha logrado prácticamente sus objetivos iniciales. EE UU va a ceder el mando a los aliados en Europa de forma inmediata, según señalaron el lunes oficiales estadounidenses».
Cuando los acontecimientos no resultaron como anticipaban los políticos y los medios, se produjo una grieta en los medios de comunicación. El éxito inicial de la coalición rebelde contra Gadafi se celebró en la esfera informativa como el triunfo de las masas oprimidas clamando por democracia y libertad, y anticipando el “inevitable” fin del régimen muy pronto. Sin embargo, cuando lo “inevitable” no ocurrió y de hecho Gadafi reunió sus fuerzas y comenzó a aplastar la rebelión, la narrativa cambió para urgir a la protección de los rebeldes de la ira del dictador, que había jurado actuar sin compasión.
La farsa: debates públicos en los medios
Existe un movimiento activo en Suecia de apoyo a los bombardeos. Se realizan todo tipo de sondeos dudosos que ofrecen la impresión de que existe un apoyo público a la “intervención”. Un ejemplo tuvo lugar en un “debate” en TV 4 después de las noticias de las 7:00. El bando contra la guerra lo defendía una mujer con un tono de voz bajo (un “ratón gris”, como se dice aquí para describir a una persona gris, común). Su oponente era un hombre alto vestido con traje y que tenía una voz potente que eclipsaba completamente a su oponente. Esta supuesta muestra de pluralismo y debate sobre el tema acabó antes siquiera de haber comenzado. El representante a favor de la guerra cuadraba mucho mejor con los gustos del público y fue capaz de ofrecer una presentación mucho más convincente, no por la potencia y lógica de su argumentación, sino por su capacidad de proyectar su voz desproporcionadamente y lanzar así sus argumentos por encima de la voz de su oponente. La TV sueca logró reforzar esta situación con las técnicas utilizadas a favor de la posición pro-guerra con el uso de entrevistas a oficiales militares suecos antes y después del debate. Hubo una muestra sutil pero notable de imparcialidad en la cobertura mediática y en sus llamadas a favor de una contribución militar de Suecia, un país supuestamente neutral.
Se han realizado varios sondeos que, de algún modo, se hacen eco de la falta de un debate público serio sobre la intervención militar en Libia. De acuerdo a los sondeos realizados en Suecia por Demoscopia para el periódico sensacionalista Expressen, nueve de cada 10 suecos apoya la decisión de intervención aprobada por la ONU, y el 65% de los encuestrados afirmó que Suecia debe participar. Los sondeos, más que una herramienta inamovible, son un medio de transmitir una cierta percepción sobre una cuestión y, en el mejor de los casos, pueden considerarse como indicio del sentimiento público (dependiendo del tamaño del sondeo y las preguntas realizadas). Sin embargo, en este caso parece dar la impresión de que hay un consenso público. Suecia, según parece, está dispuesta a tirar a la basura 200 años de neutralidad y reputación acumulada pareja a esta posición en una empresa de organización precipitada y definida pobremente.
El dictador que todo el mundo puede odiar
Toda guerra “buena” y “justa” necesita un objeto o sujeto que se pueda presentar en los medios y al que todos puedan odiar. En muchos aspectos, el coronel Muamar Gadafi es perfecto para este objetivo. Sus pasados lazos con el terrorismo, su estilo de vida extravagante en sus viajes al extranjeros, su forma de vestir y su comportamiento, extraños a veces, y foco de malentendidos y antipatía, lo que le convierte en el candidato ideal. Un factor decisivo para asentar esta imagen de dictador “loco” y brutal es el hecho de que no es exactamente fotogénico. Su aparente locura se genera más fácilmente cuando no hay intento alguno de ofrecer antecedentes o explicar las potenciales diferencias culturales con la audiencia occidental.
Algo vinculado a la etiqueta de locura es que las personas son incapaces de razonar y, por tanto, no se puede negociar con ellos o entrar en razones para buscar un fin con “sentido común”. Gadafi ha sido el dictador de Libia desde 1969, cuando un golpe de Estado le llevó al poder. Hasta los acontecimientos de febrero de este año no había signos de una oposición interna capaz de derrocarle. Para sobrevivir en esta región tanto como él lo ha hecho hace falta algo más que suerte y, ciertamente, son necesarias cualidades como la astucia y la habilidad, características que no son precisamente el distintivo de un loco. En cuanto a su brutalidad, sí, estoy totalmente de acuerdo, pero en cuanto a su locura tengo serias dudas.
Sobre el futuro del dictador libio parece haber también una falta de consenso. Por una parte, hay llamamientos de Obama y Clinton a que Gadafi dimita. Por tanto, esta operación militar puede verse como un medio para suprimirle (y, sin duda, si se ataca su residencia). Sin embargo, el primer ministro británico, David Cameron, descartó esta posibilidad cuando se dirigió a la Cámara de los Comunes antes de la votación de la acción militar. «Explícitamente, [la resolución] no proporciona autoridad legal de acciones dirigidas a derrocar a Gadafi por medios militares». Desafortunadamente, tampoco la extrema vaguedad de la resolución 1973 de la ONU lo excluye explícitamente.
Se ha hablado mucho sobre la posibilidad de sentar a Gadafi en el tribunal internacional con cargos por crímenes de guerra. Esto no solo contradice el argumento de que la guerra no está dirigida a derrocar a Gadafi, sino que es también pura hipocresía. Se responsabiliza a Gadafi de las acciones de sus fuerzas armadas y, ciertamente, como comandante en jefe, la responsabilidad última recae en él. Sin embargo, esta norma debería aplicarse equitativamente, en lugar de selectivamente como está ocurriendo. En igualdad de condiciones y utilizando este mismo criterio, debería investigarse al presidente Obama porque como comandante en jefe del ejército estadounidense es el responsable último de su conducta. Los soldados de EEUU han matado a civiles afganos desarmados y se están produciendo continuados y crecientes ataques con aviones no tripulados en Pakistán que ya han provocado la muerte de numerosos civiles en los últimos años (el uso de esta táctica ha ido en aumento en la presidencia de Obama). ¿O es que los ataques sobre civiles no importan cuando se utiliza la etiqueta “talibanes sospechosos”, lo que justificaría ejecuciones sumarias de civiles sin derecho a un juicio con las mínimas garantías legales o el derecho a recurso? Es destacable que, tras una leve condena, se ha hablado muy poco de la represión de los disturbios en Bahrein y, de hecho, no hay indicios de que el Tribunal Penal Internacional vaya a investigarlo.
Reconsideraciones y desencuentros
Contra todo pronóstico, las cosas no han progresado tan fácilmente como se anticipaba y ya han aflorado en algunos espacios signos de descontento y recelo. La Liga Árabe ha vivido una revelación. A pesar de haber apelado a Occidente para que iniciara este ataque, las realidades de la guerra moderna empiezan a mostrarse patentes y ha reconsiderado su decisión solo días después de haber empezado los ataques. Al parecer, hay muertes de civiles y no les agrada que se produzcan ataques sobre la población. ¿Quién podría haber previsto ese desenlace?
Todo el “espectáculo” resulta una farsa bastante ridícula. El secretario general de la Liga Árabe, Amr Mussa, llegó a decir que «lo que ha ocurrido en Libia difiere del objetivo de imponer una zona de exclusión aérea; lo que pretendemos es la protección de los civiles, no bombardearles». Tal reconsideración se basa en lo que, de hecho, es una forma de respuesta pavloviana creada por la cobertura mediática de la nueva guerra “humanizada”, es decir, la idea de que en Occidente disponemos de mejores soldados y tecnología armamentística y que nuestra forma de combatir minimiza las víctimas civiles. El uso de bombas “inteligentes” y etiquetas similares crea en el público la expectativa de que se producirán pocas víctimas civiles –si es que alguna– como producto de la guerra.
Los militares fomentan esta idea con conceptos como el de la guerra con una cara humana. Sin embargo, también supone que cuando se produce la muerte de civiles la respuesta es inmediata –y en algunos casos muy seria– debido a la disonancia con las expectativas de la audiencia.
Adicionalmente, están apareciendo grietas en la alianza occidental en torno a quién debe asumir la responsabilidad después de que EE UU ceda el mando. El primer ministro británico David Cameron aseguró en una declaración pública que la OTAN debería hacerse cargo, lo que fue rebatido por el ministro francés de Asuntos Exteriores, Alain Juppe, quien a su vez indicó que se deben tener en cuenta los intereses y deseos de la Liga Árabe. Turquía, país que se oponía al ataque, señaló que no quiere ver que esta guerra termina con la ocupación de Libia. Dentro de EEUU también hay disputas. Los congresistas denuncian de que Obama autorizó la guerra sin el consentimiento ni la aprobación del Congreso, y por tanto, excediendo su autoridad constitucional.
La aparente inclinación de Obama a que la OTAN tomara el relevo de EE UU parece también problemática. El ministro italiano de Asuntos Exteriores, Franco Frattini, advirtió que si la Alianza Atlántica no asume rápido el mando, Italia retomará el control de las bases de la OTAN en su territorio. La situación se ha enturbiado aún más por la declaración de Juppe sobre la posibilidad de que la OTAN adopte un papel de apoyo (en lugar del liderazgo). Este tipo de declaraciones no solo muestran en público las desavenencias en cuanto a cómo proceder a partir de ahora dentro de la OTAN y de EE UU, sino también que ha habido desde las fases iniciales muy poca reflexión sobre cómo gestionar la guerra.
Rusia y China, pese a que han expresado su objeción al conflicto –aunque sorprendentemente no han utilizado sus respectivos votos para vetar la resolución en el Consejo de Seguridad–, han aumentado su retórica crítica. El 22 de marzo de 2011 el primer ministro ruso, Vladimir Putin, afirmó que aunque el régimen de Gadafi no es democrático no era razón suficiente para embarcarse en una intervención militar.
También comentó que «la resolución es defectuosa y falla desde la base. Permite todo […] Recuerda a las llamadas medievales a las cruzadas». Si bien la retórica parece bastante dura, en el fondo es solo simbólica: el poder real, el veto a la resolución, no se utilizó.
Se han producido llamamientos del secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon, a la comunidad internacional para suscitar el sentido de unidad. «Como resultado de las terribles masacres de las últimas décadas en las que la comunidad internacional ha sido acusada de no hacer nada –masacres que incluyen el genocidio de Srebenica, Ruanda y Camboya– después de esos terribles incidentes el mundo dijo “nunca más”. […] Es imperativo que sobre esta base la comunidad internacional hable con una sola voz».
Su retórica emocional, sin embargo, se puede invalidar fácilmente utilizando la lógica y los hechos. Sin duda, el mundo no quiere ver una repetición de los genocidios mencionados, pero Ban Ki-Moon sugiere que solo la intervención de la comunidad internacional podría haber evitado estos oscuros episodios. ¡Eh!, un momento, y corrígeme si me equivoco: ya había presencia internacional tanto en Bosnia como en Ruanda cuando tuvieron lugar las masacres, aunque la fuerza de paz se quedó a un lado y dejó que ocurrieran. En el caso de Camboya se puso punto final no con una intervención “desinteresada” de los países democráticos, sino con una invasión de las fuerzas comunistas vietnamitas. Estos hechos ridiculizan el intento de justificar el silenciamiento de un debate abierto y pluralista sobre asuntos de tal importancia.
Preguntas y dudas pendientes
Queda sin responder un número significativo de preguntas y es improbable que reciban respuesta en el contextro del férreo control informativo de los medios. ¿Qué intereses hay detrás de la revolución?, y ¿por qué se ataca ahora a Gadafi, después de tan cercana “amistad” con Occidente? No puede tener que ver con el petróleo ni con los recursos naturales en modo alguno, porque, después de todo, esta guerra se libra en nombre y por el bien de la población libia.
El consenso de la intervención internacional militar en Libia se ha generado sobre la base de objetivos muy vagos y por medios que no se han explicado. Las contradicciones entre los diferentes actores políticos involucrados parecen aún más alarmantes, con declaraciones en ocasiones contradictorias. Parece como si el barco estuviera en alta mar, pero no hay nadie al timón. Y da la sensación de que, además, nadie quiere tomarlo.
A la larga, Obama está consolidando su bien ganada reputación como “presidente de la paz”. El comité del Premio Nobel puede estar orgulloso y congratularse de una decisión tan acertadamente politizada.
Greg Simmons
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