También llueve en el alma, como llueve en los ojos un amor sin esperanza. El agua anhela el conflicto de los girasoles.

Arroyos, montañas, lagunas, mares y bosques petrificados, lunas y enhiestos cipreses, lirios y azucenas, todas las bocas del agua caben en el alma. Pero hay que buscar hasta encontrar el alma, sembrando palabras de trigo limpio. Yo digo que el alma es el temblor de las cosas, su espejo íntimo y secreto, el estremecimiento de los sentidos por alcanzar los tibios pechos del agua, el cántaro de la vida, la belleza del agua o de la niebla que nos lleva en sus dedos de polen, misterio de barro o de humo.

Porque no es el tiempo ni el espacio ni la ira de las lenguas frías, es la luz que se presiente en la melodía de las ondas, en su reflejo enamorado y preñado de misterios, allí donde el caracol desiste y triunfa la culebra y el nenúfar, donde tú, ninfa del agua, amor mío, te encaramas a una estrella y donde yo, niño azul sin nombre y sin edades, más me temo y más te amo.

El agua pinta humedales en el cielo y se derrama en nuestras sombras de nube o de manzana podrida, por ello surge y se evapora y vuelve a surgir y así siempre. Y es la gloria resumida en una llama que se apaga o en una nube que retorna al abrazo corpóreo de la tierra o en un viento que se gira hasta mancharnos las manos de polvo, sangre de todos los planetas y de todas las lunas que alumbraron aquellos viejos romances quemados en la frente de ópalo y tiniebla de los enamorados, esos que se despedazan todos los días peñas abajo, que cercenan sus dedos como gajos de cebolla y comen la hiel de los elefantes.

No hay hombre o mujer para las rosas que prendes en mi frente ni para las dudas que siembras en mis labios, que es zozobra de barco que se escora hacia el abismo, ni pájaro que aguante el brillo amargo en la campana del bronce de los días… Sin embargo, en un meandro sereno del río peino con los dedos, como si fuera tu larga y deslumbrante melena, las ondas calladas de una estrella que ha caído en el agua.

En el fondo, muy escondido, el niño azul y sin nombre, canta: Cántaro roto,/ agua de rocío,/ luna de amor/conveniente o convenido./Chufla de miriñaque,/arras para la que has querido./¿Para qué son las palabras?/¿Adónde va lo aprendido? (Todo va del agua a las estrellas). En nuestra particular cosmogonía ponemos la palabra a parir en las zonas oscuras del alma: Una palabra de amor en cada estrella, en cada luna que se desvanece, en cada viento, en cada gota de lluvia que nos cae. Hoy las veletas nos señalan.

¿O es que ya no hay veletas en el sur?

 

Francisco Vaquero Sánchez es miembro de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional.