Ciertos libros alquimistas poseen una nota muy sintomática que quisiera señalar: es la frecuencia de la forma dialogada. Esta forma dialogada muestra que el pensamiento se desarrolla más sobre el eje del yo-tú que sobre el eje del yo-aquello, como decía Martín Buber.
El pensamiento no se dirige a la objetividad, se dirige a la persona. Sobre el eje yo-tú se dibujan los matices incalculables de la personalidad; el interlocutor es entonces la proyección de las convicciones menos seguras, él concreta una duda, un ruego, un silencioso deseo. Más con frecuencia el diálogo prepara mal las dialécticas objetivas.
La personalización de las tendencias señala profundamente las diferencias de lo real. O dicho de otra manera, dos interlocutores, que en apariencia conversan de un objeto preciso, nos informan más sobre ellos mismos que sobre el objeto.
Bajo el mismo signo de pensamiento hablado, confiado, cuchicheado, hay que anotar la verdadera verborrea de ciertos alquimistas. Frecuentemente se ha observado que los alquimistas daban a un mismo principio numerosos nombres y muy diferentes. No obstante, no parece haberse advertido el sentido psicológico de esas multiplicaciones verbales. Se las ha interpretado como simples recursos para mantener en secreto los misterios.
Pero el misterio hubiera sido suficientemente conservado mediante los nombres cabalísticos que abundan. Creo que se trata de algo que es más que un misterio, es un pudor. De allí la necesidad de compensar un género por otro. Así la materia mito-hermética a veces toma nombre de mujer, a veces nombre de hombre. Es Eva y es Adán.
Tal vez un espíritu moderno no acierte del todo a comprender estas variaciones. Por ejemplo, cuando recorre la lista de los nombres que los filósofos herméticos dieron a su “materia”. Para esta “materia de las materias, para esta “piedra no piedra, para esta “madre del oro, para este “esperma no piedra”, se han llegado a contar 602 nombres, y seguramente he olvidado algunos. 602 nombres para el mismo objeto ¡he allí lo suficiente para mostrar que ese objeto mes una ilusión!
Es necesario mucho tiempo, es necesario amor, para cubrir a un solo ser de una adoración tan elocuente. Es de noche, cuando el alquimista sueña al lado del hornillo, cuando el objeto es deseo y esperanza, cuando las metáforas se reúnen. Así la madre, al mecer al niño lo colma de mil nombres. Tal vez sólo el amante pueda dar seiscientos nombres al ser amado. Sólo un amante aportar tanto narcisismo en las promesas de su amor.
Sin cesar el alquimista repite: mi oro es más que el oro, mi mercurio es más que el mercurio, mi piedra es más que la piedra, como el enamorado pretende que su amor es el más grande que jamás haya habitado un corazón humano. Quizá se nos pueda objetar que esta verborrea fluye sobre el objeto sin definirlo, aunque busque cada noche su reflejo en una estrella. Tal vez así procedan los historiadores de la química. La interpretación realista, positiva, les parece que otorga una solidez innegable a ciertos conocimientos alquimistas.
Jaime Kozak es miembro de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional.
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