La  nueva Ley de Educación, la llamada ley Celaá, es una más de las que nos ha dado la Democracia. Pese a los votos en contra de los que tienen algo que perder con la difusión del saber, la ley sigue adelante y pasa a su aprobación en el Senado. Contra lo que parece una digresión continua, el cambio de ley en casi cada legislatura se engloba dentro del intento de unos y de otros para que la enseñanza tenga los matices ideológicos de sus promotores. Valido, si se tiene en cuenta lo plural de nuestra sociedad. Pero en lo que sí deberían estar siempre y todos de acuerdo en cualquier momento, es en que un país cuyas bases educativas públicas sean buenas y alcancen a toda la población es indispensable para seguir avanzando.

La educación es cultura y ambas deben de ser lo más amplias y plurales posibles. Dos temas han sido controvertidos no solo en la Cámara, sino también en la calle. El primero el de las subvenciones a las escuelas concertadas, el segundo el de aceptar como lenguas vehiculares las que sean cooficiales. Respecto a esto último dice la ley: El castellano es lengua vehicular de la enseñanza en todo el Estado y las lenguas cooficiales lo son también en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos y normativa aplicable. No hace falta decir más ni contravenirlo, porque sería no reconocer que los Estatutos de Autonomía que consagran una lengua propia, además del castellano, son ley y cultura más amplia para todos. Por tanto es una discusión inútil e interesada apuntar lo contrario. Hacer  cumplir el artículo 3 de la Constitución, garantiza que los alumnos puedan aprender en esos dos idiomas, allí donde hay lenguas cooficiales. Cualquier intento de tergiversar esa premisa está fuera de lugar en la enseñanza pública.

Otra cosa es, y con ello entramos en el primer punto, las escuelas privadas. Todo ciudadano tiene derecho a darle a sus hijos la educación que crea más conveniente con los credos y lenguas que considere oportunos, eso sí, pagando. Si alguien quiere educar a sus retoños en una sola lengua, donde existen dos cooficiales o educarles exclusivamente en una u otra religión, están en su derecho, pero cubriendo el gasto.

La educación pública debe o debería ser laica, gratuita, lo más extensa posible y capaz de formar mejor al ciudadano. Es un derecho que consagran no solo la Constitución, también las leyes internacionales y solo deberían recibir  ayudas estatales los centros que estén de acuerdo con ello. Porque cada euro que se dedique a la educación debe tener el valor de la formación plural y universal.

Les dirán que los padres que llevan a sus hijos a las escuelas privadas o concertadas, con tintes clasistas y elitistas, también pagan sus impuestos. Claro, como que los que no tienen automóviles ven como parte de los suyos van a carreteras y autopistas; como a quienes no les gusta el teatro ni el cine ven que reciben ambas artes –demasiado escasamente–, subvenciones; como a quienes no les gusta el deporte y ven que la televisión pública invierte en eventos que les traen sin cuidado. No es argumento el destino de los impuestos, es excusa.

La difusión del saber debe llegar a todos, si así no fuese, solo los que pudiesen costearla tendrían cultura, aunque fuese sesgada.