Y no lo digo con ánimo de ofender, pese a lo poco claros que son los intereses y motivos de los organizadores, el país elegido, las fechas o la explotación de los que han construido estadios bajo 50 grados de calor. La llamo así porque no deja de ser un gran circo mediático en el que millones de personas buscarán su momento de esparcimiento, de distracción, incluso de gloria –solo reservada a los vencedores–. Todo muy lícito.

Pero desde mi modesta opinión hay varios puntos a tener en cuenta y que justifican el título del artículo. En primer lugar está el hecho indiscutible de que esos millones de espectadores vamos a pagar la juerga y el beneficio económico o promocional de unos cuantos. Todo el mundo se queja, con razón, de la subida de la luz y no obstante, no se alza ninguna voz por los precios de tener el privilegio de ver el mundial en casita. Y no excluyo los partidos de las selecciones nacionales, porque si por honor patrio lo retransmitirán las cadenas nacionales, no nos olvidemos de que las cadenas estatales las paga el ciudadano con su esfuerzo, le guste o no el fútbol.

Aceptemos que, el balompié, ha dejado de ser un deporte para convertirse en un enorme espectáculo cirquense con miles de pistas a lo largo y ancho del mundo. Aceptemos que cada cuatro años –casi cada año, si contamos con campeonatos continentales o el invento de la Copa de Naciones– tengamos que adorar a los nuevos gladiadores, flamear nuestras banderas si hacemos un buen papel, soportar a seudo periodistas despotricar del entrenador si fracasamos o elevarlo a los altares si somos campeones, o contratar partidos televisivos con el precio a que se ha puesto la cesta de la compra.

Todo esto está en la reglas del juego, nunca mejor dicho.

Lo que ya no deberían consentir nuestras tragaderas es la insoportable corrupción de este mundial que ha sido vinculado con un plan de sobornos a diferentes miembros del Comité Ejecutivo de la FIFA. Todo  para favorecer a un ambicioso emirato de nula tradición futbolística, con temperaturas agobiantes, falta de libertades y evidentes demostraciones de homofobia y desprecio a las mujeres.

Por las conveniencias del país organizador, destacado miembro de esa OPEP que recorta la producción de carburantes para subir los precios, los sufridores hemos tenido que parar las ligas de todos los países desvirtuando los campeonatos, soportar que den instrucciones de cómo tendrán que comportarse las visitantes femeninas o consentir desde la complacencia que todos los payasos futboleros se den cita en sus ardientes arenas y repito, no les llamo payasos en el sentido peyorativo de la palabra, sino porque serán parte fundamental del espectáculo.

No entienden de fútbol, solo de petrodólares; no entienden de democracia, nunca la han tenido; no entienden de solidaridad, sus chilabas tienen que seguir llenándose, las suyas no las de su pueblo; no entienden de tolerancia, solo de la intención de establecerse como capital ¿deportiva? del Golfo Pérsico.

No obstante, nada diremos porque poderoso caballero es don dinero y con él se compran voluntades, votos, albañiles a pleno sol, directivos y ambiciones futbolísticas.

Y nos sentaremos, yo también, para ver rodar al balón, incluso muchas familias pagarán –yo, no – por visionar un partido de dos lejanas selecciones de quienes conocemos los nombres de sus delanteros, pero ignoramos –o queremos ignorar– una larga guerra en sus fronteras o un endémico problema de hambre y desnutrición en su territorio.

Eso, amables lectoras y lectores, se llama circo. Con leones tristes, osos hambrientos, trapecistas de calzones zurcidos, jefes de pista corruptos, olor a estiércol, mucha arena, mucho calor y muchos payasos, unos ejerciendo de payasos listos y otros de payasos tontos. La gran payasada.