En una época donde las lealtades se vendían y compraban al mejor postor, todas las casas europeas volvieron sus ojos al monarca más poderoso de la cristiandad y ese plato era muy apetecible para todas las casas reinantes, excepto una. Pero pongámonos en antecedentes. Ante la contundente victoria de las armas hispanas al mando del duque de Alba en Italia, que obligó, benevolentemente, al Papa a aceptar la paz, unido a la victoria en San Quintín gracias al duque de Saboya y la posterior y decisiva en Gravelinas, con las fuerzas de la casa de Austria al mando del Conde de Egmont, hicieron que Enrique II se adviniera también a firmar la paz. Lo cierto es que ambas coronas estaban agotadas financieramente, mientras surgían problemas en su interior. En la corona francesa la creación del partido hugonote (calvinista), amenaza la unidad religiosa e incluso a la propia corona y en los reinos hispánicos a su vez surgen pequeños focos de luteranismo como los de Sevilla o Valladolid. Ante esta asfixiante situación ambas coronas se plantean la paz. Las negociaciones entre las tres coronas inglesa, francesa e hispana, comenzaron en la abadía de Cercamp (Frévent), pero después se trasladaron al castillo de Le Cateau-Cambrésis, territorio que pertenecía a los Países Bajos, perteneciente por tanto a la Casa de Austria y que da nombre al tratado, “Tatado de Cateau-Cambresis”. (Recordemos que Inglaterra intervino a favor de Felipe II al estar casado con María Tudor).En él, Felipe II devolvía a Enrique sus conquistas en territorio francés, entre ellas San Quintín, Ham, Chatelet, etc. Este a su vez entregó Thionville, Marienburg y otras plazas de Flandes, pero lo más importante fue la renuncia francesa a sus intereses en Italia, reconociendo que el Milanesado formaba parte del patrimonio de los Habsburgo hispanos a vez que Córcega fue devuelta a los genoveses. A su vez el Piamonte y Saboya volvieron a la soberanía de su duque, Manuel Filiberto de Saboya. Sin embargo, Francia conservó cinco plazas fuertes en el Piamonte (Turín, Chivasso, Chieri, Pignerolly y Vilanova de Asti). La gran perjudicada fue Inglaterra que renuncia a Calais por un plazo de ocho años, mediante una indemnización de medio millón de escudos, si bien acabó siendo de hecho una cesión definitiva. Su nueva reina, Isabel I, en ese momento rechaza la petición de matrimonio hecha por Felipe, deshaciendo la alianza anglo hispana. Enrique y Felipe, se comprometen a defender la Iglesia Romana y los acuerdos que salieran del Concilio que en ese momento se estaba produciendo en Trento. Se pactó la perpetua amistad entre los dos reyes, así como entre los herederos de ambos reinos y los aliados de ambos países, permitiendo la libertad de trafico de comercio entre ambos territorios. Este Tratado fue el más importante del siglo XVI, pues devolvió la paz a Europa, (momentáneamente), sobresaliendo los Habsburgo hispanos como hegemónicos sobre las demás casas gobernantes. Pero el tratado había que rubricarlo con un matrimonio y se hizo con dos, el de Manuel Filiberto de Saboya, sobrino de Carlos V, que tomaría por esposa a Margarita, hermana de Enrique y el otro seria el del príncipe Carlos con Isabel de Valois,hija de Enrique II de Francia y Catalina de Médici. Pero la repentina muerte de María Tudor, y el posterior fracaso del intento de boda de Felipe con su cuñada Isabel de Inglaterra, hizo que el rey Enrique a través del condestable Anne de Montmorency, insistiera en que Felipe aceptara a Isabel como esposa mientras que Carlos se casaría con Margot, su hija menor. Felipe, todavía era un rey joven y un mejor partido, pues a sus 31 años se había convertido en el dueño y señor de medio mundo, con territorios en Europa, África y América. Otra versión nos dice que fue el propio Felipe el que cambió de idea proponiendo el matrimonio entre el príncipe de Asturias y la princesa Margot, tomando él a Isabel como esposa.
Isabel, era la segunda hija de los reyes franceses, nació en Fontainebleau el 13 de abril de 1546. Recién bautizada, Isabel fue traslada por su madre a Blois junto a su hermano Francisco, para que ambos fueran educados juntos. Pero curiosamente la responsabilidad del cuidado de los infantes en sus primeros años recayó en Madame d’Humières, mujer de confianza de Diana de Poitiers, la amante de Enrique II, que ostentaba el título oficial de “Aya de los Hijos de Francia”.
Como en el resto de monarquías las hijas eran moneda de cambio habitual para conseguir alianzas, de manera que se la prometió con el príncipe de Inglaterra Eduardo, pues su padre Enrique VIII era padrino de la princesa francesa, pero esta unión no llegó a realizarse al morir Eduardo VI a los 15 años. De manera que Isabel quedo libre presentándose varios candidatos que fueron rechazados por los monarcas franceses, hasta que la fuerza de las armas hispanas y el agotamiento de ambas monarquías la llevó a ser prometida del príncipe Carlos de Austria primero y posteriormente de su padre Felipe II, por el tratado de Cateau-Cambresis, del que ya hemos hablado.
Aunque Felipe se encontraba en Bruselas, no se dirigió a París para su boda si no que envió al duque de Alba como representante, acompañado del príncipe de Orange y del conde de Egmont, celebrándose una boda por poderes en la catedral de Notre Dame de París el 28 de junio de 1559.
Dentro de las celebraciones que se hicieron para festejar la paz y la boda, se decidió hacer una justa, un torneo. Este se preparó en la calle Saint-Antonie, la calle más ancha de parís y en él participo el rey. Enrique II se enfrentaría a Gabriel de Lorges, Conde de Montgomery, capitán de la Guardia Escocesa del rey. En el choque la lanza de Montgomery se rompió y una astilla atravesó el casco clavándose en el ojo del rey. Atendido inmediatamente por los mejores médicos y cirujanos de la época: François Pidoux y Ambroise Paré, cirujano del rey, que registró la historia y la autopsia, así como de André Vésale (Vesalio), cirujano privado de Felipe II, que fue llamado urgentemente desde Bruselas para atender al monarca, nada pudieron hacer, falleciendo Enrique II diez días después.
De esta forma Isabel tuvo que esperar a que terminaran las exequias por su padre y la proclamación como rey de su hermano Francisco, retrasando su partida hacia la Península Ibérica.
Acompañada de un gran cortejo partió hacia los Pirineos siendo recibida en Roncesvalles por Íñigo López de Mendoza, IV duque del Infantado y Francisco de Mendoza, cardenal-arzobispo de Burgos, haciendo de intérprete entre ambos y el duque de Vendôme, que entregaba a la reina y el obispo de Pamplona, Álvaro de Moscoso. Pero tal y como había ocurrido a la llegada de Isabel de Portugal, pronto comenzaron las desavenencias entre ambos cortejos, esta vez entre las damas francesas e hispanas, en el séquito de la reina venia la prima de la reina, Ann de Bourbon-Montpensier, y el rey consideró que la princesa francesa tenía que tener preferencia sobre las castellanas. El séquito continuó en dirección a Guadalajara, donde tendría lugar la boda, entonces Isabel de Aragón, duquesa del Infantado, negándose a admitir un papel secundario en tan importante ceremonia, fingió una enfermedad, haciendo un plante a la reina y su damas, que fue respaldado por otras damas castellanas, finalmente la ceremonia tuvo lugar en el Palacio del Infantado el 29 de Enero de 1560, siendo los padrinos la princesa Juana (hermana menor del rey) y el propio duque del Infantado.
Cuentan los cronistas que Isabel no era una mujer excepcionalmente bella, a cambio irradiaba encanto y un gran poder de seducción, pero dejemos que Luis Cabrera de Córdoba, cronista e historiador de Felipe II nos la describa: «[…] pequeña, de cuerpo bien formado, delicado en la cintura, redondo el rostro trigueño, el cabello negro, los ojos alegres y buenos, afable mucho…» CABRERA DE CÓRDOBA (1876-1877), p. 244.
Amante del lujo y del refinamiento, se decía que jamás repetía un vestido y exigía verse rodeada de un considerable ejército de damas y camareras. Entre las damas que la acompañaban, hay que destacar a Sofonisba Anguissola, excelente pintora italiana que por su condición de mujer en una época de hombres ha sido injustamente olvidada. El duque de Alba, al que había pintado un retrato (hoy desaparecido), quedó muy impresionado por la habilidad de la pintora, sabedor del gusto por el dibujo de Isabel de Valois, la invitó a Madrid como dama de la reina. Alba cursa una invitación a Amilcare Anguissola (su padre), quien en septiembre accede a dejar partir a su hija a España. Desde febrero de 1560 hasta el verano de 1573 Sofonisba vivió en la corte española, primero como dama de Isabel de Valois y, tras la muerte de la reina, como tutora de las infantas. Protagonista de un periodo donde las mujeres solo eran un objeto para el arte y no parte de él, consiguió destacar con luz propia superando todas las trabas y complejos sociales del momento solo por ser mujer. Afortunadamente hoy día su figura se está recuperando y rescatando del olvido, pudiendo admirar algunas de sus obras en el Museo del Prado, la Pinacoteca Nacional de Siena o el Museo Nacional Poznan, Polonia.
El matrimonio no se consumó hasta que Isabel alcanzó la edad núbil, Felipe entre tanto seguía visitando a sus amantes, lo que causaba mucho sufrimiento a la reina ya que le traía recuerdos de lo mal que lo había pasado su madre ante la misma situación. Alrededor de ella se formó un grupo encabezado por la princesa Juana, quien sintió un profundo afecto por su cuñada, el príncipe Carlos, D. Juan de Austria y otros cortesanos de confianza entre los que se encontraban Alejandro Farnesio y la mujer más atractiva de la corte, Ana de Mendoza, princesa de Éboli y por supuesto el propio rey.
Este grupo hacia las delicias de la reina, llegando Felipe poco a poco a sentir gran atracción hacia ella, de manera que saltándose las rígidas normas de la corte le consentía todo, gracias a eso mantuvo setenta y cinco criados franceses a su servicio, un derroche excesivo al que la reina contribuía con una vida desordenada, sin hora fija para levantarse o acostarse, comiendo cuando quería o le venía en gana, lo que traía de cabeza a los médicos pues mermaba su frágil salud. Hay que recordar que el principal objetivo de una reina era dar un heredero al trono, pero Isabel indolente e hipocondriaca contribuía a este desconcierto provocando una falta de orden y disciplina en su Casa que socavaba su autoridad, y que su inadaptación a las costumbres castellanas agravaba.
Su madre Catalina, enterada por el embajador francés, pidió al rey que le ayudase a reformar la Casa de su esposa y que utilizara su autoridad con Isabel para que ésta moderase su comportamiento. El resultado de estas consultas secretas fue una reforma sustancial del entorno íntimo de la reina. Se aceleró el matrimonio de su prima Ann de Bourbon-Montpensier en Francia, aprovechando su viaje para sacar otras damas de España y renovar poco a poco el personal de la Casa de la Reina, lo que llevo al embajador francés Limoges, a quejarse de la reducción del número de sirvientes franceses, aunque admitió que el rey había nombrado «una multitud infinita de otros hombres y mujeres» y que la nueva Casa estaba «tan bien guarnecida que no hay dama de la cristiandad que pueda decir que es superior a ella».
Toledo no fue del agrado de la joven reina, su clima extremo, el incómodo y duro alcázar sin el lujo y comodidad de los palacios construidos por su abuelo en París, la hacía añorar sus jardines y bosques por donde paseaba, practicaba la equitación y la caza de niña, e hizo que pusiera sus ojos en Madrid, rodeado de bosques y huertas, con abundantes, finas y buenas aguas y con un clima más benigno que el manchego. Pero en aquel entonces Madrid, no era más que una villa sin ninguna infraestructura para soportar tal carga, esto que al principio parecía un inconveniente, finalmente fue una ventaja pues le permitió a Felipe acometer todas las reformas necesarias para una incipiente maquinaria administrativa y a la vez alejarse de las intrigas locales y conflictos entre los estamentos cortesano y arzobispal de Toledo.
Además su cuñada Juana, intima ya de Isabel, era partidaria del traslado, pues había comprado la antigua mansión nobiliaria de los Gutiérrez, donde nacieron ella y su hermana María, con el objetivo de fundar las Descalzas Reales, contribuyendo de esta forma a apoyar el deseo de la reina, y a facilitar la decisión del rey, haciendo que Madrid acabara siendo la sede de la corona hispana.
La vida en Madrid era relajada y feliz, como buena amante de la música, la pintura, la poesía, el teatro, el lujo y los juegos cortesanos se rodeó de una corte de artistas, consentida por el rey que favorecía todos sus deseos. Contagió la alegría a la Corte llegando a organizar frecuentes bailes en los que Felipe II llamaba la atención por su excelente disposición. Durante el estío se trasladaban a Valsaín en Segovia o a Aranjuez, lugares próximos a Madrid que favorecían la caza y el ejercicio a caballo (la reina introdujo la monta a la amazona al igual que había hecho su madre en Francia), precisamente en Aranjuez, Isabel persuadió a la princesa Juana para que montara a caballo a la francesa, lo que le costó más de una caída. Aquí gozaba de una libertad impensable en la corte, paseando por los jardines y bosques acompañada de sus damas, en una de estas salidas ordeñaron una vaca, poniendo la leche en el sombrero de la reina que luego sirvió también de fuente para mojar el pan en ella, disfrutando enormemente de la espontánea merienda.
Finalmente en julio de 1564 se confirma el primer embarazo de la reina, la noticia fue tomada con júbilo celebrándose fiestas en la nueva capital. Pero la alegría no durara mucho, pronto a los vómitos se sumaron procesos febriles que unidos a las consiguientes sangrías y purgas debilitaban a la paciente empeorando de tal forma que llegó a estar en peligro de muerte. Hay que tener en cuenta que desde que en la antigüedad Hipócrates, divulgara la teoría de los humores y que más tarde Galeno, la ratificara y teorizara sobre ella, la sangría se convirtió en el tratamiento médico por excelencia gracias al cual los malos humores saldrían del cuerpo, este se equilibraría y el enfermo sanaría, dicha práctica duró hasta el siglo XIX.
A pesar de sus múltiples obligaciones el rey sumamente preocupado no se aparta de su lado, finalmente a los tres meses se produce el aborto de dos niñas. Isabel se sumió en una depresión que curiosamente unió más a la pareja real pues Felipe dejó a sus amantes, entre las que destacaba Eufrasia de Guzmán, dama de honor de su hermana Juana y que al quedar encinta fue casada discretamente con Antonio Luis de Leiva, III príncipe de Áscoli, nieto del vencedor de Pavía.
Pero no hay tiempo para lamentos, Isabel es la reina y al año siguiente fue designada por Felipe para representar los intereses hispanos en Bayona, donde tuvo lugar una conferencia en la que se reencontró con su madre Catalina, quien comprobó como aquella princesa niña que partió de la corte francesa se había convertido en una reina que defendía los intereses de la corona hispana o lo que es lo mismo, la alianza abierta con el bando católico francés, lo que hizo exclamar a su madre: «muy española os veo». A lo que Isabel respondió «Sí lo estoy, porque tengo la razón para ello; pero soy la misma hija vuestra que cuando me enviasteis a España». Lo que nos habla de la madurez de la reina anteponiendo su deber aunque en su interior seguía sintiéndose francesa.
A finales de año se anuncia un nuevo embarazo de la soberana, con el alcázar madrileño sin terminar y aconsejada por su madre de respirar aires campestres y dar largos paseos a pie prohibiendo los de a caballo, se trasladaron a Valsaín, cuyo pabellón de caza fue transformado en un palacio de estilo flamenco, dando importancia a las chimeneas y a las cubiertas de pizarra que había descubierto Felipe en Flandes y que tanto le gustaron, así como un jardín con fuentes y elementos decorativos de trazado entre flamenco y francés al gusto de la reina, atendida en todo momento por el monarca, que sacaba todo el tiempo posible para estar con su esposa sin desatender sus obligaciones de estado.
Allí nació el 12 de agosto de 1566, una niña, que fue llamada Isabel Clara Eugenia, nombre que la reina al quedarse embarazada prometió poner al recién nacido, al traer las reliquias de San Eugenio, que tenía fama de milagrero. El rey, que tras una puerta esperaba a conocer el sexo de su vástago, oculta su decepción por no ser varón e inmediatamente escribe a su suegra exponiéndole que la reina estaría más contenta de haber tenido un niño, pero él se felicita del resultado: «Yo estoy tan alegre de verla buena y haber tenido tan buen parto que con esto lo demás tengo y tendré‚ por muy bueno». Suplicándole que ella haga lo mismo: «[…] porque si fuese lo contrario creo que le daría mucha pena la cual sé‚ que Vuestra Majestad no le desea dar». La infanta fue bautizada el domingo 25 teniendo como padrinos a don Carlos y doña Juana, aunque fue llevada a la pila por su tío don Juan de Austria, por el estado ya avanzado de incapacidad de su padrino.
A principios de febrero de 1567, la reina dio síntomas de un nuevo embarazo que se desarrolla en Madrid sin más preocupaciones que alguna terciana y el 6 de octubre da a luz a otra niña, Catalina Micaela. Poniéndola como primer nombre el de su abuela Catalina y por segundo Micaela, al haber nacido dentro de la octava del arcángel san Miguel. Aunque Felipe se siente de nuevo decepcionado de no haber tenido un varón, confidencialmente le confiesa al duque de Alba su alegría por ser padre de dos niñas: «Las tomo muy en paciencia y me parece que me están muy bien… y hasta ahora tengo harta más causa de hallarme mejor con ellas que con el Príncipe».
El príncipe Carlos daba muestras constantes de que tenía perturbadas sus facultades mentales, las cuales se agravaron al caer por las escaleras de su residencia en Alcalá de Henares, cuando acudía a una cita amorosa. La caída fue tan grave que necesito un trepanación para salvarle la vida y que fue practicada por el mejor anatomista de la época, Vesalio. A partir de aquí su carácter ya de por sí difícil fue volviéndose más complicado, proyectando una ira feroz contra su padre, al que culpaba de la anulación de su matrimonio con Isabel de Valois, para ser sustituido por el propio rey, curiosamente solo Isabel parecía calmarle en sus ataques de ira.
En un intento de que tomara contacto con el gobierno Felipe le nombró miembro del Consejo de Estado, pero el agravamiento de sus problemas mentales no lo hicieron posible.
Felipe que había aplazado el viaje a Flandes debido al delicado estado de salud de Isabel, vuelve a proyectarlo de nuevo preparando una flota al mando de Pedro Menéndez de Avilés. La reina que de nuevo esta embarazada le acompañaría hasta que su estado aconsejara su vuelta a Castilla, entre tanto la princesa Juana asumiría de nuevo la regencia. Pero las circunstancias se pondrían en contra, el estado cada vez más delicado de la reina, unido a la conspiración del príncipe de Asturias contra su padre, quien intentó salir de la corte hacia Flandes para encabezar la rebelión allí, cancelaron el viaje.
El rey con gran dolor y pesar, aunque duro e inflexible recluyó a Carlos en sus aposentos quitándole su espada y un arcabuz que tenía bajo la cama, siendo trasladado más tarde al torreón del alcázar. El encierro agravó su estado de salud mental, con cambios de humor constantes en los que el príncipe se volvía violento y actuaba con agresividad, intentó agredir al propio Alba, llegando a amenazar con quitarse la vida. Felipe entonces ordenó retirarle todos los cuchillos y tenedores para que no se hiciera daño a sí mismo, dejó de comer intentando una huelga de hambre, pero no aguanto y pasó al otro extremo, a comer insaciablemente. El sofocante calor de aquel verano le hizo pedir nieve sobre la que se tumbaba en su lecho, poco a poco la salud del príncipe se resintió provocándole una disentería, con la consiguiente deshidratación, falleciendo el 24 de julio de 1568.
Entre tanto la salud de Isabel no mejora, al contrario, debido a las purgas y sangrías que se le practican se va agravando, el embarazo es tomado al principio por los médicos como una obstrucción, la reina intenta resistirse a los tratamientos sin conseguirlo. La muerte del príncipe Carlos la afecta sobremanera, pues junto al cariño que le procesaba la deja en la tesitura de que ya no hay heredero y se espera de ella que tenga uno, la tristeza y la depresión se apodero de ella a pesar de que el rey no se aparta de su lado dándole el cariño y el consuelo que necesita. En contra de la opinión general los médicos insisten en el tratamiento, llegando a retirar de su lado a las matronas y comadres, mientras su estado se va agravando poco a poco, llegando a no poder tomar ningún alimento ni medicina. El 3 de octubre de 1568 tiene un aborto de cinco meses, es otra niña, que nace viva y que se bautizara con el nombre de Juana, pero fallece casi inmediatamente, hora y media más tarde fallece la reina, tenía 23 años.
Tras el fallecimiento de Isabel de Valois, Felipe II se sumió en un profunda tristeza y melancolía, llorándola desconsoladamente mientras se refugiaba en el monasterio de San Jerónimo de Madrid, negándose a atender ningún asunto de estado, dos semanas más tarde partiría para El Escorial.
A partir de aquí su carácter se fue haciendo cada vez más melancólico y reservado, en cuestión de meses el rey más poderoso del mundo se había quedado sin su hijo y heredero y sin su querida mujer, todo bajo unas circunstancias que hubieron de ser explicadas en todas las cortes europeas y que aprovechadas de sus enemigos Antonio Pérez y Orange, propiciaron el comienzo de una leyenda negra que el romanticismo del siglo XIX agravó y que a pesar de las investigaciones que lo desmienten, hoy día continua.
Aunque es cierto que ningún matrimonio real es por amor, Felipe II llegó a sentir un profundo afecto por Isabel de Valois, llegando a estar “enamorado” a su manera. Isabel, cambió la profunda rigidez de la corte borgoñona que se había instalado en Castilla, fue un viento fresco que aireó y renovó la voluntad del rey quien rompiendo los protocolos la dejó hacer, demostrándole un amor y cariño que trasladaría tras la muerte de la reina a sus hijas.
Si con María Manuela de Portugal Felipe II descubrió la sexualidad en la adolescencia y con María Tudor aceptó resignado y obediente la voluntad de su padre, con Isabel de Valois descubrió el amor y la felicidad, “a su manera”, siendo la etapa más feliz y hogareña del rey.
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