Cuenta la leyenda que Elena de Zapata, era hija de Pedro Ledesma, montero real o mayoral de Carlos V y posteriormente de Felipe II. El monarca prendado de la joven la corteja y para mantener sus relaciones dentro de la privacidad le regala una casa en Madrid, situada en el nº 1 de la plaza del Rey, la Casa de las Siete Chimeneas. Pero en ese mentidero de habladurías que era la Corte, los amoríos del rey están en boca de todos, entonces para acallarlas le busca un marido, un capitán de los Tercios llamado Antonio Zapata, quien al poco de la boda es enviado a Flandes, muriendo en la batalla de San Quintín en 1557. El fallecimiento de su marido sumió en una gran pena a la desconsolada viuda, hasta el punto de fallecer de pena, siendo encontrada muerta en su alcoba, pero cuando las autoridades llegan a la casa el cadáver ha desaparecido.
Felipe ordena de inmediato una investigación para aclarar lo sucedido que se zanja al aparecer ahorcado Pedro Ledesma, en las caballerizas de la casa, concluyendo que el montero para lavar su honor, mató a su hija suicidándose después. Tras esto la gente aseguraba ver por las noches una figura femenina caminando por los tejados con una antorcha en la mano, mientras con la otra señala en dirección al Alcázar, arrodillándose a la vez que con en un gesto de lamento se golpea el pecho y desaparece. Entretanto su cadáver no aparece, posteriormente a finales del siglo XIX mientras se trabaja en unas reformas realizadas en el sótano de lo que entonces era el Banco de Castilla, apareció el esqueleto de una mujer junto a un puñado de monedas del siglo XVI, que hizo reavivar la leyenda aunque se desconoce la identidad de dicha mujer. Otra leyenda sobre este edificio, dice que pudo ser el lugar de reclusión para una supuesta hija ilegítima de Felipe II, que enloqueció durante el encierro.
Pero vayamos a los datos históricos y entonces nos aparecen las dudas sobre la veracidad de la leyenda, para empezar el personaje de Elena de Zapata se presupone, aunque algunos historiadores la dan como real pero con referencias lejanas e inconclusas. Por otro lado la construcción de la casa es posterior a los acontecimientos que cuenta la leyenda pues se realizó entre 1574 y 1577, a partir de planos de Antonio Sillero y con modificaciones de Juan de Herrera, siendo posiblemente el edificio civil más antiguo de Madrid. Continuaremos con que la muerte de la protagonista tiene distintas versiones, en una aparece su cadáver sonriendo y en otras con signos de violencia, pero también ofrece dudas los motivos del suicidio de su padre, pues unos dicen que fue la pena, otros que al ser acusado de asesinato, otros por el horror de haber matado a su hija, en una versión se ahorca de una viga en las caballerizas, en otra en el patio, pero ningún documento a aparecido que las sostenga siendo todo muy contradictorio. Por último, lo más atractivo de la leyenda es el paseo del fantasma de Elena por el tejado, mientras sortea las siete chimeneas, pues se dice que Felipe las puso en representación de los siete pecados capitales, pero esto no pudo ser, pues las chimeneas se añadieron un siglo más tarde.
A pesar de considerar la casa como maldita, esta ha sobrevivido hasta nuestros días pasando a lo largo del tiempo como: residencia de los condes de Polentinos, residencia del marqués de Esquilache, el famoso ministro de Carlos III, protagonista del motín que lleva su nombre, sede del Banco de Castilla, del Lyceum Club Femenino, asociación cultural feminista, destinada a defender la igualdad femenina y actualmente es la sede del Ministerio de Cultura, estando declarada Monumento Histórico Artístico.
Finalmente vamos a ver a una de las mujeres más fascinantes del siglo XVI, cuya vida a pesar de ser de sobra conocida ha creado sobre su persona un halo de misterio y leyenda, con muy pocas o ninguna certeza: para unos al principio se la representa como fiel a su marido, pero también amante o amor frustrado del monarca, enemiga para otros, pero para todos, mujer poderosa, inteligente, culta, decidida y de fuerte personalidad que debió de impactar sobremanera en la corte filipina. Envuelta en misterio cultivó hasta su propia figura, con ese parche en el ojo que realzaba más su belleza y que no se sabe si fue por un accidente en un lance de esgrima, una enfermedad degenerativa del ojo o simplemente por coquetería para realzar su persona y carisma, portando un distintivo que en la época solo llevaban piratas y gente de baja estofa.
Ana de Mendoza y de la Cerda, había nacido en Cifuentes, provincia de Guadalajara, España, en 1540, dentro de una de las familias más poderosas del momento, pues era hija de Diego de Mendoza, conde de Mélito y de Catalina de Silva, hija de los condes de Cifuentes, por lo tanto era biznieta del gran cardenal y arzobispo de Toledo, Pedro González de Mendoza. Como hija única de dicho matrimonio era heredera de dos de las mayores fortunas de Castilla. Su infancia la pasó en Alcalá de Henares, siendo su niñez desdichada ante el tratamiento que su padre daba a su madre, con continuas y reiteradas infidelidades y la falta de cariño hacia ella de su progenitor, circunstancia que labraran su carácter despótico y que aparecerá a la muerte de su marido Ruy Gómez de Silva, amigo íntimo del príncipe Felipe, perteneciente a la aristocracia menor portuguesa que había llegado a Castilla acompañando a su madre la emperatriz Isabel, como menino. Asignado desde el nacimiento del príncipe a su Casa y a pesar de que les separaban diez años, desde el principio fue su amigo fiel, convirtiéndose en su confidente y consejero. Cuando no estaba de viaje en comisiones particulares para el príncipe, dormía en la misma cámara con él, siendo la primera y última persona con la que este hablaba cada día.
Los Mendoza vieron en el matrimonio una manera de acrecentar todavía más su poder acercándose al hombre más cercano al príncipe y futuro rey, y Felipe lo autorizó como una manera de recompensar a su amigo, un simple hidalgo, uniéndole a una de las casas más grandes de España, concediéndole para ello el título de príncipe Éboli, ciudad de la Campania, en el reino de Nápoles, unido en este momento a la corona hispana, siendo el propio Felipe el padrino de boda. Es en este momento cuando comienza a fraguarse la facción cortesana de Gómez de Silva, “el partido ebolista”, más dialogante, liberal y federalista, enfrentado al otro partido del momento, más dominante y belicoso encabezado por el duque de Alba. Como Ana no había cumplido aún los trece años el matrimonio no se consumó, habiendo de esperar los novios dos años, aunque estos se prolongaron pues Ruy tuvo que acompañar a Felipe a Inglaterra, para su boda con María Tudor, y posteriormente a Flandes para la abdicación del emperador Carlos, no regresando hasta cuatro años más tarde.
Entre tanto Ana junto a su madre se traslada a Valladolid para entrar en la corte de la princesa Juana, gobernadora de los reinos hispánicos ante la ausencia de su hermano. En Valladolid también estaban las tías de Juana, las reinas viudas María de Hungría y Leonor de Portugal y Francia, conformando una corte femenina donde la joven Ana pronto comenzó a destacar, culminando su ascenso al ser nombrada “dama de honor” de la reina Isabel de Valois, convirtiéndose en íntima amiga de la reina que la destacaba sobre las demás.
El matrimonio de Ana lejos de ser gravoso fue una liberación, pues como ya hemos dicho su infancia no había sido fácil, las continuas infidelidades de su padre y el rechazo hacia ella hacen su matrimonio muy desgraciado hasta el punto que este termina en divorcio, algo muy raro en la época. Pero aunque el matrimonio de Ana había sido por interés (como todos en la época), funcionó, la pareja se quiso y respetó teniendo diez hijos de los que sobrevivieron seis. En 1569 compran la villa de Pastrana y se trasladan allí, construyen un palacio impresionante de estilo renacentista y enriquecen la localidad trasladando familias moriscas de las Alpujarras, para trabajar en la recién creada y próspera industria sedera y tapicera, elevan la iglesia a categoría de colegiata, trayendo a santa Teresa de Jesús para que funde dos conventos el de San José para mujeres y el de San Pedro para hombres donde veremos el choque entre dos de las personalidades más fuertes del momento, la de la santa y la de la princesa. Pero todo cambió con la súbita muerte de Ruy en 1573, su partido fue encabezado a partir de entonces por Antonio Pérez, secretario del rey que comprometerá trágicamente el futuro de la princesa de Éboli.
Una vez viuda decidió ingresar en uno de los conventos que había fundado, pero no era mujer para la vida monacal y tras el abandono de las monjas del convento por orden de santa Teresa, se trasladó a la Corte desoyendo la recomendación del monarca que la animaba a cuidar del patrimonio de sus hijos. En Madrid de nuevo volvió a destacar, por su linaje, su cultura y su belleza, “animal imperfecto” la llamaban, haciendo referencia a su parche en el ojo. “Prima” la llamaba el rey, con quien compartía el gusto por lo que en la época se llamaba “libros prohibidos”, libros heréticos, de magia y alquimia y otras materias prohibidas por la inquisición del momento, pero que el soberano cultivaba profusamente en su biblioteca particular en El Escorial, desarrollando como viuda un poder sobre su vida personal y patrimonio, que no era entendido ni querido por la sociedad de la época.
Esta cercanía con el rey daría pie a una de las primeras leyendas que hay que desmentir, las relaciones entre la princesa y Felipe II, relaciones que no existieron, no hay ninguna prueba de ello, cosa que no ocurrió con las demás amantes del monarca y que fue difundida por alguien con quien sí parece que tuvo Antonio Pérez, conspirador en la muerte de Juan de Escobedo, secretario de D. Juan de Austria, al parecer junto a Ana. Pérez, encarcelado a la vez que la princesa, huyó primero a Aragón y posteriormente a Francia, muriendo en Paris, siendo el gran difusor de la leyenda negra de Felipe II. Pero las leyendas llegan más lejos, ya en la época se dijo que el primogénito de los príncipes de Éboli era hijo del rey, pero además corrió la acusación de unos nuevos amoríos esta vez con el propio Escobedo, el secretario de D. Juan de Austria y protegido del príncipe de Éboli, por lo tanto amigo de la princesa y del propio Pérez, todo fruto de leyendas posteriores.
Pero también está el intento de hacerse con el trono de Portugal tratando de casar a una de sus hijas con el heredero de la casa de Braganza, con lo que se convertiría en reina madre, justo a la par de la anexión de dicho reino por parte de Felipe II, motivo por el cual se supone que la encierra y castiga con ahínco sin perdonarla jamás. Pero realmente nunca fue acusada de nada, no se la juzgó, solamente se sabe de su reclusión primero en Pinto, después en Santorcaz y finalmente en su palacio de Pastrana.
Pero en su encierro también hay misterio: en Santorcaz, la princesa no está aislada puede recibir a sus hijos y en Pastrana, al principio de llegar la podemos verla en la calle en dirección al monasterio de San Francisco para asistir a los oficios religiosos, pero su encierro poco a poco se fue agravando según discurren los acontecimientos con Antonio Pérez, acabando encerrada en su habitación, con ese balcón enrejado donde solo podía asomarse una hora al día. Ana de Mendoza morirá finalmente en su palacio en 1592, dejando un legado de leyenda y misterio que aun hoy pervive. Mujer poderosa y empoderada, inteligente y culta a la vez que apasionada y de fuerte carácter. Su presencia enigmática, causó sensación en la sociedad de la época, realzada por una belleza singular que ella misma quiso y supo alimentar envolviendo su figura en un manto de misterio que ante la ausencia de pruebas, nos dificulta distinguir entre realidad y mito, elevando su figura a la categoría de Leyenda.
Con Elena de Zapata y Ana de Mendoza hemos llegado al final de esta saga sobre las Mujeres que rodearon a Felipe II. Lo que en un principio pretendía ser un solo artículo finalmente se han convertido en seis. Felipe II, fue un monarca rodeado e influido a lo largo de su vida por mujeres. Mujeres, a las que quiso, amó y respetó. Mujeres, en las que confió plenamente delegando en ellas (al igual que hizo su padre) el gobierno de sus reinos. Mujeres, que sin embargo cuando sintió que sus intereses se veían amenazados, no dudó en mostrarse implacable con ellas. Mujeres, inteligentes, cultas y sumamente preparadas cuyo papel fue transcendental en los acontecimientos de la época, un siglo XVI que bien podía llamarse el siglo de las Mujeres.
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