Pero lo importante para destacar en medio de esta pesadilla, es que existen familias que desean resistir con su producción alimentaria y llevar gente de la ciudad para que testifiquen lo que está ocurriendo en el trópico de La Paz, que son tierras bajas de clima cálido con una tradición productiva que deslumbra porque conviven y son felices enseñando a sus hijos a producir manjares paradisíacos como chocolate, aceites, harinas variadas, condimentos, especias, arroz, té, cítricos, plátanos, yuca, porotos y tantas otras variedades de alimentos que se obtienen actuando en equilibrio con la naturaleza, que reproduce las vidas sin necesidad de dinero y donde un visitante llega a sentirse pequeño o débil caminando en una hora lo mismo que sus anfitriones hacen normalmente en 10 minutos, una diferencia que hace sentir ese otro tipo de poder.
En medio de esta realidad, tenemos el hecho concreto de que los minerales son tan frágiles en la economía nacional que, si su precio internacional cae en cualquier momento por la política mundial u otros factores como el cambio de la tecnología que ya no los usa como materia prima, ellos dejan de servir, produciendo deudas individuales y colectivas, como ocurrió en 1985 cuando el gobierno boliviano aplicó una medida para salvar la economía y salir de la devaluación acelerada, despidiendo a 50 mil trabajadores mineros que eran asalariados públicos, porque las minas estatales ya no generaban ingresos y fueron denominados relocalizados.
Hoy en día una gran parte de la minería está cooperativizada, es decir, en manos de pequeños grupos empresariales privados que no rinden cuenta a nadie sobre cómo contratan, subcontratan y contaminan, pero esta vez multilocalizados, porque no solamente son mineros, sino que tienen rubros económicos alternos como salvavidas en función de los cambios económicos que vayan surgiendo, conformando así una economía formal, informal, mixta y superpuesta, donde inclusive conviene mantener la pobreza y el victimismo como mercancía de reserva.
Podemos además decir que se trata de cooperativistas y empresarios extranjeros, bolivianos, citadinos, urbanos, campesinos, indígenas, blancos, oscuros y de todos los sectores sociales imaginables, que negocian distintas formas de intervenir en la naturaleza al ritmo de la demanda internacional sin una regulación estatal competente. Es así que, cuando a la población local agricultora se le pregunta ¿Por qué lo hace? Responde: “Porque si no lo hacemos nosotros, vienen de afuera y lo hacen de todas maneras sin que nadie nos defienda”.
Por eso es que sacude la dignidad cuando encontramos en el campo familias campesinas que desean resistir ante el avance de la minería que, en este momento avanza sobre la biodiversidad devorando con maquinaria pesada, miles de hectáreas de selva.
Recordemos siempre que cuando decimos familia, hablamos de ancianos, adultos y niños que nos piden nuestra cuota de acción de una forma que nos es perfectamente posible a todos participar y es en nuestra condición de consumidores.
Ellas y ellos no se quedan sin hacer nada en medio del avance de la maquinaria pesada, continúan plantando machete y picota contra excavadora.
Así es que compremos sus productos que son una necesidad nuestra de cada día, masifiquemos mercado con precios coherentes para ellos y para nosotros, desequilibremos la balanza en desmedro de la soya con sus derivados y a favor del cacao, la yuca y todo su complejo ecosistémico alimentario.
Mientras como consumidores no asumamos la responsabilidad en nuestras decisiones de compra, la economía extractiva nos seguirá destruyendo.
No dejemos que los conformistas nos digan que no se puede y “qué le vamos a hacer” cuando tenemos cada día la necesidad de comer y hay gente que produce levantando en puño las semillas como arma de lucha contra la minería.
Unámonos a la batalla comprando esa comida que es justo la que nos hace falta, así no solo preservaremos los bosques, sino que podremos tener agua, aire y un poco de respeto.
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