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2015 cuenta con varias citas importantes en el calendario de Naciones Unidas: Adis Abeba será la primera, acogiendo en julio la conferencia internacional sobre financiación para el desarrollo; Nueva York en septiembre verá celebrar la Cumbre en la que se adoptarán los objetivos de desarrollo sostenible y, finalmente, en diciembre, París está llamada a establecer un marco de cooperación renovado y estable para afrontar los desafíos del cambio climático. La comunidad internacional tiene, por tanto, la ocasión de sentar las bases de un futuro distinto, trabajando conjuntamente para que la prosperidad y el bienestar de las personas queden garantizados mediante respuestas incluyentes y coherentes con los límites de los recursos naturales.

No son agendas sólo para ricos o sólo para pobres. Ni siquiera son agendas que respondan a la división tradicional del mundo en estas dos categorías. Son agendas que buscan convertir en normal lo que hoy sigue siendo una excepción, que persiguen integrar patrones de decisión basados en una valoración diferente de los riesgos y las oportunidades, más incluyentes, congruentes con los límites del planeta y con la legítima aspiración de todos sus habitantes de disfrutar de una vida próspera y en paz.

La idea de impulsar objetivos de desarrollo sostenible (ODS en adelante) empezó casi dos años antes de la Cumbre sobre Desarrollo Sostenible de Río de Janeiro en 2012, cuando Colombia se decidió a explorar la posibilidad de adoptar unos objetivos capaces de superar la aparente contradicción entre desarrollo, progreso social y medio ambiente. No se trataba de una novedad conceptual -la descripción de la necesidad de integrar los tres pilares de la sostenibilidad viene de lejos-  pero sí de unintento renovado de superar el gran fracaso de los últimos 30 años: gran desarrollo institucional, gran crecimiento del producto interior bruto acumulado y estrepitosa senda de degradación ambiental con desiguales resultados en términos de distribución de la riqueza.

Con Colombia y Guatemala a la cabeza, comenzó entonces un interesante proceso que, salvo sorpresas, debe conducirnos a la adopción de 17 ODS y sus 169 metas el próximo mes de septiembre en Nueva York.

Ha sido un esfuerzo original y edificante, cuyo resultado es fruto de un nivel de participación inédito hasta la fecha en el sistema de Naciones Unidas. Sin embargo, su verdadera legitimidad como motor de cambio deberá ganarse en el terreno cuando se haga evidente si, de verdad, se produce un viraje colectivo en la concepción del desarrollo y la prosperidad y las decisiones que lo garanticen o si, por el contrario, mantenemos una concepción parcial de la realidad en la que la sostenibilidad no es lo habitual sino una especie de producto exótico residual que acompaña como ilustración elitista y minoritaria al gran modelo cortoplacista en el que todavía estamos.

El resultado –provisional- ha recibido críticas variadas: no es perfecto, no distingue entre fines y medios, el nivel de caracterización y desarrollo de los objetivos es desigual, etc. Es verdad que los enunciados no responden a categorías homogéneas y que la sistemática empleada no es perfecta ni equilibrada, pero también lo es que la propuesta responde a la trabajada integración colectiva de sensibilidades muy distintas, frente a  la factura tecnocrática de procesos anteriores. Y flaco favor haría a esta nueva bocanada de aire fresco quien, en aras de un argumento académico, pretendiera defender que 10 y 100, ó 12 y 60 son números más estéticos y redondos que 17 y 169, o que conviene reordenar el resultado con arreglo a criterios homogéneos estableciendo un sistema en cascada capaz de diferenciar con precisión obligaciones de resultado frente a orientaciones instrumentales. En una sociedad plural en la que cada cual aspira a ser responsable de su propio futuro no hay que despreciar el inmenso valor que supone la voluntad de apropiarse de la agenda, y en el caso de la formulación de los 17 ODS cada participante está en condiciones de decir con orgullo: «no son perfectos, pero son los míos».

Pero su vocación de inclusión va más allá del modo en que se ha construido esta propuesta. La agenda de los ODS es una agenda para todos. No se trata de un conjunto de objetivos pensados en exclusiva para los más pobres y vulnerables. Su finalidad es convertirse en patrón común en todo el mundo, completando y superando la perspectiva de los objetivos de desarrollo del Milenio y poniendo de manifiesto que la sostenibilidad no sólo es incompatible con la extrema pobreza y el subdesarrollo sino que también lo es con las desigualdades y los desequilibrios de un modelo económico y social en el que el desarrollismo mal entendido constituye una amenaza real para el entorno y para la prosperidad social y el progreso de las clases medias. Es decir, se trata de una agenda marcada por tres grandes ejes: culminar la erradicación de la extrema pobreza y el subdesarrollo, asentar procesos incluyentes y equilibrados de las clases medias y asegurar un futuro sostenible en el que los recursos naturales limitados sean tomados en consideración para garantizar el bienestar de todos los habitantes del Planeta.

Cada uno de los ODS marca una aspiración y orienta la acción para conseguirlo, integra dimensiones plurales de la realidad, compatibles con el medio ambiente y el progreso social, respetuosos con los llamados Principios de Río y pensados para poder marcar la agenda en entornos nacionales y culturales muy diferentes; persiguiendo, en definitiva, vincular el medio y largo plazo con el futuro y la acción inmediatos. Entre los 17 se incluye terminar con la pobreza y el hambre, garantizando la seguridad alimentaria y un modelo agrario inteligente, asegurar patrones de vida saludables promoviendo el bienestar a todas las edades, modelo  económicos y educativos incluyentes e igualdad de género, acceso al agua y a la energía sostenible, al pleno empleo, promover la innovación industrial y la reducción de desigualdades…

El conjunto es ambicioso y potente, capaz de cambiar el futuro común y la agenda de instituciones y sociedades si es tomado en serio. La situación en la que España se encuentra con respecto a cada uno de los ODS es dispar y, sobre todo, existen indicios claros de una pérdida generalizada de calidad con respecto a muchos de ellos como consecuencia de la crisis y las medidas adoptadas con la intención de superarla.

Es hora, por tanto, de elaborar un diagnóstico correcto sobre dónde estamos; de debatir nuestras prioridades nacionales y decidir sobre la mismas; de impulsar un mejor conocimiento sobre las medidas para alcanzarlas; de establecer criterios claros y transparentes para facilitar la participación y el seguimiento en la eficacia de las políticas y la consecución de los objetivos.

Esto significa que tenemos por delante unos cuantos desafíos. Por ejemplo, será importante explorar de forma práctica y participativa cómo alcanzar cada uno de los ODS y las ventajas de hacerlo simultáneamente. No basta disponer de un buen conocimiento teórico sobre cada una de las metas que cada país se marque ni un buen entendimiento intelectual sobre las razones que explican su prioridad. Para movilizar al conjunto de la sociedad deberemos cubrir la brecha que todavía existe entre conocimiento y acción, pensar no sólo qué queremos sino, sobre todo, cómo conseguirlo. En ese proceso tendrá especial trascendencia saber medir y explicar, escuchar y decidir sobre una base participativa cómo organizar las prioridades, en qué secuencia, qué actuaciones concretas son más eficaces, qué obstáculos y oportunidades pueden descubrirse en el camino, etc.

Otro gran reto será el de superar la desconfianza que existe sobre nuestra capacidad de actuar colectivamente para transformar la agenda del desarrollo y la realidad económica. Hoy por hoy perdura un elevado nivel de escepticismo con respecto a si las instituciones saben o no identificar objetivos concretos y el modo en que alcanzarlos, su nivel de compromiso político para poner en práctica las medidas adecuadas para ello y su capacidad real para vencer las inercias existentes.

En términos similares, puede describirse la desconfianza entre otros actores económicos, para los que el temor a un desequilibrio en la asunción de responsabilidades entre unos y otros deriva en un retraso en el cambio de estrategia y prioridades. Se trata, sin embrago, de un error por dos razones: la primera, porque las limitaciones físicas en un mundo más poblado obligarán a generar esos cambios y cuanto antes se gestionen y más compartido sea el proceso más sencillo será. La segunda, porque si bien la opinión pública y los consumidores pueden tardar en reaccionar lo cierto es que cuando lo hagan es más probable que premie a quien intentó responder a estos retos y sancione a quien quedó anclado en un modelo insostenible, pudiendo incluso llegar a pedir responsabilidades por el retraso en actuar.

Además, deberemos trabajar para transformar el modo en el que abordamos estas cuestiones, de forma que dejemos atrás la mentalidad de ‘caso piloto’ en la que se priman los buenos ejemplos –que quedan como tales: ejemplos excepcionales de gran calidad, no como patrón habitual- para transversalizar y generalizar un enfoque coherente en todos los ámbitos, integrando la premisa de la sostenibilidad de forma natural en cualquier proceso de toma de decisión.

Y, por último, conviene abordar la tarea sabiendo que se trata, en gran medida, de un proceso de aprendizaje en el que conviene acertar con las prioridades y asumir la necesidad de revisión y adaptación de las medidas con arreglo a la evolución de los resultados.

A modo de conclusión: a la vista de estos ODS, ¿cómo queremos que sea España en 25 años? ¿Sabemos qué debemos hacer para conseguirlo? Y la mejor respuesta incluye, seguro, la voluntad de asumir responsable y participativamente nuestro futuro así como la necesidad de ser transparentes y críticos para, durante el camino, aprender a corregir lo que no funcione y construir sobre lo que sí lo haga.

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