Por este motivo las ciudades deben incursionar en las desconcentraciones, incorporando en la mentalidad municipal el equilibrio poblacional entre los espacios, asentamientos y servicios básicos, aunque ya sepamos que es la propuesta más vieja y carcomida de los debates urbanísticos, ya que las migraciones por todos los motivos imaginables, desde las guerras, microguerras, desastres, epidemias, cárteles hasta las modas económicas, coyunturas políticas, cambios culturales y tendencias generacionales siempre caracterizan el desordenamiento territorial latinoamericano.

Sin embargo, surja lo que surja, una de las preocupaciones más elementales es la comida y en toda situación extrema, incluso aquellos rebalses masivos simpáticos como turismo, deporte o música, la comida puede convertirse en conflicto o en catalizador de crisis dependiendo del grado de abastecimiento y accesibilidad.  Por eso es curioso ver que las ferias alimentarias siguen presentándose actualmente muy parecidas a las del medioevo, llegan, instalan sus toldos por unas horas y luego desaparecen como aguaceritos.

La ciudad de La Paz es un ejemplo de este panorama y si bien existen algunas experiencias de pequeñas ferias que se han instalado en zonas alejadas, la ciudad del millón de habitantes -que suena poco en comparación con otras capitales- demanda aún más proximidad con la comida al mismo tiempo que menos proximidad humana, siendo el distanciamiento social la nueva norma de comportamiento obedecida por quienes sí desean evitar contagios.  Esta demanda engrana exactamente con la necesidad de las familias agricultoras de más lugares donde puedan presentar su producción que les permitan desconcentrar los mercados monopólicos donde actualmente entregan sus cosechas a intermediarias mayoristas para quienes solamente son mercancía.

Esos lugares alternativos permitirían a los productores ofrecer de manera directa y al detalle con precios más razonables e interactuar con los consumidores de manera más fluida, no solo con objetivos económicos sino también para saber quién va a comer el fruto de su trabajo, un fenómeno que no ocurre cuando hay tantas intermediarias.

Es muy difícil explicar la relación íntima del agricultor con su producto, pero los espacios de circuito corto donde se encuentran productor y consumidor, comprador, comensal, otorgan esta oportunidad. Solo que a nuestra sociedad que cree que todo se obtiene únicamente mediante el dinero, es muy duro hacerle sentir que los alimentos deben dejar de ser materias primas cotizables. Está tan enraizado el modelo de vida material que hasta se tiene vergüenza de sentir amor por los alimentos, por eso el productor esconde su emoción en el regateo por el precio y el consumidor sufre por tener dinero para comprar. Es preciso y urgente que ambos sepan que aunque siga el dinero de por medio, tienen permiso de la vida para emocionarse juntos por una cebolla o una chirimoya linda.

En este camino, así como otros movimientos activistas, la Red Polinizar integrada por comunidades rurales que impulsan el agroturismo, ha logrado una alianza con la Casa de los Derechos Humanos que queda en pleno corazón de la ciudad para llevar adelante encuentros alimentarios bajo el nombre de Poliniferias y busca que sean momentos clave por una gestión alimentaria integral responsable que no tenga miedo de sentir, lo cual va ser difícil al principio por la costumbre de someter a los alimentos a frías negociaciones, pero si pensamos en la alimentación como el derecho humano en que se ha convertido -a pesar de ser lo más natural- podríamos avanzar juntos hacia su desmercantilización.

También es motivador tener a la Plataforma Boliviana frente al Cambio Climático que apoya la consolidación del espacio con esta temática que debe ir de la mano para transitar hacia la agroecología que va tomar todavía un buen tiempo hasta que tengamos la voluntad de asumir que sin “consumo agroecológico” no es posible tener “producción agroecológica” que descontamine el planeta.