Poco se está hablando en realidad del Acuerdo Trasatlántico de Libre Comercio e Inversión entre Estados Unidos y la Unión Europea, un tratado que tendrá enorme trascendencia en la economía y la soberanía de los estados del Viejo Continente, pero que por su complejidad y densidad, y por la falta de interés de sus promotores, se mantiene alejado del debate democrático.
La semana pasada, en la redacción en la que trabajo, comentábamos entre risas el hecho de que en una diputación de provincia discreta en el interior de España como era la de Valladolid, se anduviera debatiendo un asunto tan alejado de su jurisdicción como es el TTIP (según las siglas del acuerdo en inglés). Lo cierto es que lo que se tratara en una administración tan local y con nulas competencias en el asunto, no sería más que un brindis al sol que alargaría la sesión plenaria y complicaría el trabajo del periodista de turno que tuviera que soportar la tediosa dialéctica política, que por suerte no fui yo.
Porque hay que admitir que el asunto es tedioso. Números, normativas comerciales, supuestos, cláusulas, terminologías extrañas… ¿Quién, al margen del Pequeño Nicolás, puede estar interesado en participar de semejante pestiño librecambista? Tal vez por eso, su negociación está pasando tan desapercibida para los medios de comunicación y la opinión pública en general.
Desde luego, ningún director de informativo o periódico generalista desperdiciaría sus mejores minutos o páginas con un asunto tan complejo y técnico que adormecería a la audiencia, más pendiente del menú que ese día ha recibido Isabel Pantoja en prisión o de si Mariano Rajoy y Artur Mas echan de una vez el polvo de la reconciliación para dejar de marear a los aduladores de una u otra bandera. Pero no da la impresión de que esta indiferencia moleste a los promotores del acuerdo de libre comercio, que en lugar de sentirse frustrados ante la falta de interés por su trabajo, parecen encantados por la posibilidad de trabajar en la sombra, o a la sombra, y eso que ya no hace calor.
Algo simplificado, se trata de un acuerdo que traerá posiblemente enormes beneficios económicos, y hasta generará empleo con alta probabilidad, pero que también tendrá algunas contrapartidas más inquietantes, como un aumento del ya exagerado poder de los mercados sobre los estados antaño soberanos que pone una vez más nuestros derechos a los pies de los designios de los pontífices monetarios de Frankfurt, Wall Street o la city londinense.
Habrá quien, tras analizar pros y contras, siga defendiendo legítimamente este acuerdo, pero puede que tras enterarse bien de lo que supone, haya quien, en cambio, se muestre reacio a su aprobación, y si algo da miedo a estos caballeros de la oscuridad, es la voluntad del vulgo, tanto que no dudaron en hacer caer un gobierno socialdemócrata en Grecia por cometer la imprudencia de convocar un referéndum para consultar al pueblo si debía o no aceptar las condiciones del rescate económico de la Unión Europea. Eso ni es moderno, ni razonable, así que mejor no tratar el asunto, y que una cuestión que condicionará de forma irreversible la soberanía de las naciones sea aprobada a hurtadillas y al margen de la ciudadanía. Para qué aburrirla con tecnicismos que no entenderá.
Es verdad, resulta algo muy complejo que no es fácil de entender y que difícilmente logrará interesar a una mayoría de la sociedad. Yo mismo, bastante negado para los números, he de reconocer mis limitaciones a la hora de abordar este asunto, pero resulta de vital importancia fomentar la pedagogía para que todos entendamos lo que pretenden imponernos y podamos decidir si lo queremos o no. De lo contrario, el tratado internacional, a pesar de tal rango, carecerá para siempre de legitimidad democrática.
Los días de gobernar de espaldas a la ciudadanía deben quedar atrás, la gente lo clama en la calle y se refleja ya en las encuestas electorales, pero hay quien sigue sin querer entenderlo, y continúa en el discurso del miedo y en las componendas de salón mientras se reparte su trozo de tarta y se llena los bolsillos.
Así no.
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