Pero es conveniente realizar una reflexión retrospectiva para evitar una visión deformada que podría llevarnos a apreciaciones parciales. Para ello, se puede dar un vistazo a la situación interna de Rusia y a su política exterior. En este sentido, debemos partir de la base de que, pese a lo que algunos pregonaban con cierto alborozo, Rusia sigue siendo una potencia mundial. Ciertamente, ha pasado por un periodo de desastre económico y moral, pero inevitablemente conserva su capacidad nuclear e influencia geoestratégica.
“Europa es nuestro hogar común” afirmó Mikhail Gorbachev al plantear su idea de la perestroika. Junto a esto, añadía: “La construcción del hogar europeo precisa un material de base: la cooperación constructiva en diferentes campos”. Y abría un camino al completar que “bajo el espíritu de la cooperación, podría hacerse mucho en el campo denominado humanitario”.
Estas ideas del ex dirigente soviético podrían ser la muestra del camino por el que el gigante de Europa oriental quería avanzar. Rusia, como heredera de la antigua URSS, ha progresado en esa senda de la democracia y del respeto a los derechos humanos. Sin embargo, parece que, para los países occidentales, siempre surgen cuestiones oscuras que empañan la marcha decidida hacia un Estado de Derecho en el más amplio sentido de la palabra.
Como es obvio, el tratar de medir a Rusia con la misma vara que se mide a una democracia tradicional es imposible y poco práctico. Y esto por dos motivos principalmente: Primero, su historia, la idiosincrasia de sus gentes y las dimensiones geográficas de su territorio han configurado una forma de ser y de pensar en el pueblo ruso diferente y particular. Y, en segundo lugar, Rusia siempre ha sido una potencia con vocación de imperio y, se quiera o no, se comprenda o no, siempre conservará esa inercia que le lleva a ser un imperio; lo cual ha producido un recelo sistemático por parte de Europa occidental.
Cerca del 60% de los rusos viven por debajo del umbral de pobreza. El 2% de la población acapara más del 60% de la riqueza. La deuda externa y la deuda interna tienen proporciones inimaginables
Debemos recordar que tras el desplome del sistema soviético y la marcha del incomprendido Gorbachev, en 1991 asumió el poder Boris Yeltsin. La corrupción financiera sin límites, la degradación nacional y la hecatombe económica en la que el presidente Yeltsin abocó al país nunca se podrá cuantificar. Los apparatchiks de Yeltsin, la nueva oligarquía y sus cómplices occidentales saquearon el país.
Después de que miembros destacados de la nomenclatura del partido comunista se apropiaran en beneficio propio de los bienes que administraban, especialmente del aparato productivo y financiero, Rusia entró en una pesadilla que deshizo su capacidad de reacción interna y externamente. Cerca del 60% de los rusos viven por debajo del umbral de pobreza. El 2% de la población acapara más del 60% de la riqueza. La deuda externa y la deuda interna tienen proporciones inimaginables. Los oligarcas y las compañías transnacionales evadieron ilícitamente del país 250.000 millones de dólares, a los que hay que añadir las multimillonarias transferencias financieras intrafirmas. La infraestrucutura científica y tecnológica se convirtió en un recuerdo del pasado. El trabajo no pagado a los rusos de a pie afecta a millones de personas (hasta hace poco, los salarios atrasados representaban el 30% del PIB). El rublo es un vestigio sustituido por el dólar. El trueque ha vuelto a imponerse. La esperanza de vida masculina (de 55 años) ha caído a niveles del Sahel.
Este corolario, siendo gravísimo, quizás no sea lo peor. La hipotética libertad de mercado implantada por los secuaces de Yeltsin condujo a una criminalización de la economía y benefició a un puñado de predadores y estafadores. Por supuesto, no se pagan impuestos. Algunos cálculos afirman que la mafia rusa da empleo directo a un millón de personas. Esta mafia ha extendido su actividad delictiva fuera de las fronteras de Rusia creando una auténtica multinacional del crimen organizado.
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Como muestra de la situación baste recordar algunos episodios pasados. Así, cuando se llevó a cabo un programa de exportaciones de aviones de combate Mig 29 a India, ni un céntimo de los 168 millones de dólares que fueron pagados por los compradores llegó al Combinat moscovita de producción aeronáutica. Otro episodio similar ocurrió con motivo de la ayuda destinada a la reconstrucción de Chechenia por valor de 3.000 millones de dólares. Menos de 150 llegaron a su destino.
El Kremlin ha diseñado su nueva fuerza en la escena mundial basada en cuatro variables: la todavía importante herencia soviética, el nacionalismo, las diferencias entre las políticas exteriores de Estados Unidos y de Europa, y una sinuosa utilización del petróleo
Este es el legado que los actuales dirigentes de Rusia heredaron y que deben remontar. Es el contexto que heredó Vladimir Putin cuando accedió al poder de la mano de Boris Yeltsin. Posteriormente, el domingo 26 de marzo de 2.000, con una mayoría absoluta sin que hubiera que proceder a una segunda vuelta electoral, Putin fue proclamado presidente. La elección de este ex espía de la KGB fue controvertida a raíz de la utilización de la guerra de Chechenia para obtener el voto nacionalista, humillado por los desastres de la madre patria.
Putin, inmediatamente de conocido el resultado, dispuso el lanzamiento de tres misiles intercontinentales, sin carga nuclear. Como se evidenció, fue un aviso: internacionalmente se indicaba que Rusia buscaría un papel como superpotencia e, internamente, se ponía en claro su firmeza sobre la base de las fuerzas armadas.
El recién elegido Putin debió enfrentarse a tres retos: la política “autonómica centrífuga” (las tensiones entre Moscú y la periferia de casi un centenar de repúblicas), la relación con el tradicional adversario de occidente y la estabilización económica de Rusia.
Con la segunda reelección de Putin en marzo de 2004, el influjo de Rusia en el escenario geoestratégico aumentó sin cesar. Así como al desaparecer la URSS el predominio ruso decayó en la Europa oriental, en cambio, se mantuvo en Asia Central. Yeltsin pudo mantener al país en los principales foros internacionales. Estados Unidos dio la entrada a Rusia en el G-8 para contentarla y para poner de manifiesto la poca relevancia de ésta en el contexto mundial. No obstante, el 11-S fue aprovechado por Putin para legalizar sus actuaciones bélicas en Chechenia y su presencia en el Cáucaso, y para acercarse a Estados Unidos y a occidente. Después, la oposición rusa a la guerra de Iraq fue manejada por la política exterior de Putin con vistas a tomar protagonismo en el escenario internacional.
El Kremlin ha diseñado su nueva fuerza en la escena mundial basada en cuatro variables: la todavía importante herencia soviética, el nacionalismo, las diferencias entre las políticas exteriores de Estados Unidos y de Europa, y una sinuosa utilización del petróleo.
En esta reelaboración del rompecabezas de influencia internacional, Putin se ha apoyado en el control económico y político que ejerce sobre sus vecinos Bielorrusia y Moldavia. Otra cosa ha sucedido con Ucrania, en donde el Kremlin ha perdido su tradicional relación privilegiada después de la Revolución Naranja. Lo cual provocó el corte de gas a Europa Occidental.
Putin reconoce como única opción de poder e influencia en las próximas décadas el hacer valer la excepcional riqueza natural del vasto territorio ruso
En Asia Central, Putin ha sabido reconquistar el terreno perdido a favor de Estados Unidos, con todo lo que esto supone en el gran juego de apoderarse de los recursos energéticos y de materias primas que abastecerán al mundo en el siglo XXI.
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La política exterior rusa ha tomado fuerza en Oriente Medio, no solamente con la zancadilla a Estados Unidos en la guerra de Iraq, sino tomando posiciones contrarias a las mantenidas por Europa y Estados Unidos. Así, se ha convertido en valedor de Hamas, ha apoyado el enriquecimiento de uranio del programa nuclear iraní y se ha convertido en la pieza clave para la paz en Oriente Medio y en Iraq sin haber movido ni un soldado.
Algo extraordinariamente importante es que Putin ha sabido mover sus piezas para convertirse en el gran abastecedor para el futuro y de una manera segura de gas y de petróleo a los países occidentales y a otras áreas del planeta. Esta maniobra, propia de un gran estratega, la ha llevado a cabo sin que algunos dirigentes de poco calado y autodenominados intelectuales occidentales se dieran cuenta.
El hipotéticamente gris Putin ha rediseñado la geopolítica de Asia, y posiblemente del planeta, trazando dos oleoductos: China y Japón dependen inexorablemente del petróleo ruso. La miopía de algunos al no darse cuenta que las salidas de tono de Chávez, lo incierto de la extracción nigeriana, la bomba de relojería que pudiera suponer Irán, el cada vez más incierto futuro de un Oriente Medio en manos del extremismo y los vaivenes del indomable Cáucaso han jugado a favor del maestro de ajedrez Putin.
Gazprom es un gigante nacionalizado que reúne el 16% de las reservas mundiales de gas natural y el 20% de la actual producción mundial de gas. Putin forzó la nacionalización de este coloso y lo utiliza hoy como instrumento central del Kremlin en su visión geopolítica para el futuro de Rusia. De este modo, Putin reconoce como única opción de poder e influencia en las próximas décadas el hacer valer la excepcional riqueza natural del vasto territorio ruso por un lado, y jugar la carta de la privilegiada situación geográfica de “eslabón de conexión terrestre” entre estas megapotencias asiáticas emergentes por otro lado.
Para susto de muchos, Rusia demuestra que es lo que siempre ha sido: un actor potente y autónomo en las relaciones internacionales, es decir, una potencia imperial
Rusia ha logrado desmontar el sentido negativo que estaban tomando los acontecimientos en su barriga: en el Cáucaso. Los problemas con Georgia han llevado a Rusia a ratificar un acuerdo bilateral con ese país para la retirada de las bases militares rusas y un régimen para el tránsito de tropas por ese territorio hasta Armenia. Además, otro asunto concerniente al ámbito de la geopolítica en Transcaucasia es el conflicto que enfrenta a la administración georgiana desde hace más de 15 años con las repúblicas separatistas de Abjasia y Osetia del Sur, cuyos gobiernos manifiestan una abierta orientación pro rusa, y que posiblemente acabe en una guerra abierta.
Igualmente, la pérdida de influencia que venía registrando Rusia en la zona tras los reposicionamientos de los enconados enemigos Armenia y Azerbaiyán, por sus disputas por el Alto Karabaj (y la utilización del petróleo como arma) a favor de intereses occidentales ha sido parcialmente neutralizada con las maniobras de Putin en el rediseño del suministro de hidrocarburos. Sin embargo, el Cáucaso por su importancia estratégica y energética, su inestabilidad crónica y los intereses que conectan con Asia Central y Oriente Medio será una fuente de conflictos casi inevitablemente.
Algún avezado analista se pregunta cómo es posible que un país desarticulado por los más graves problemas estructurales, con un paro disparado, con la deuda externa por las nubes, con una falta de límites total entre el aparato estatal y un sistema mafioso, con un ejército cuarteado, tenga actualmente la llave de la política mundial. Y, ante esto, surgen dos evidencias: la irrealidad de una supuesta hegemonía norteamericana que no resuelve los viscosos problemas de Afganistán e Iraq, y la incapacidad de que esa nebulosa que sigue siendo la Unión Europea pueda tener algún día una política exterior de verdad.
A todo esto se suman actuaciones como la de que Rusia respondió en la Asamblea General de la ONU al documento estadounidense de Política Nacional en el Espacio Cósmico (que trata de impedir el libre derecho de otros países a utilizar la ingravidez) con el documento de Medidas para Garantizar la Transparencia y Robustecer la Confianza en la Actividad Espacial, aprobado con el respaldo de 167 de los 192 estados miembros, y el único voto en contra de Estados Unidos.
Para susto de muchos, Rusia demuestra que es lo que siempre ha sido: un actor potente y autónomo en las relaciones internacionales, es decir, una potencia imperial.