No les diré que este nuevo modo de relacionarnos esté exento de bondades. Las distancias, los olvidos, las prisas y sobre todo los ladrones del tiempo, están siendo fagocitados por la comunicación a través de las redes. Jamás habíamos escrito tanto, en ninguna otra época hubo tanto movimiento epistolar, nunca nos sentimos tan comunicados, incluso informados; para bien y para mal, que  éste es otro tema que merece comentario aparte.

Todo lo expuesto justifica nuestro sometimiento general a las compañías que gestionan nuestro tráfico de ideas. Y es entonces cuando aparecen los reyes de la cibernética, los que deciden en qué forma debemos comunicarnos y de qué forma deben controlarnos. Porque cada palabra que escribimos, cada frase ingeniosa que colgamos en la red, cada fotografía puede ser clasificada, analizada y utilizada.

Es tal nuestra dependencia que hemos cambiado nuestra percepción de las cosas. Estoy seguro de que muchos serían capaces de vender su alma al diablo informático, si eso les diera más velocidad o más prestaciones. Todo eso ha creado un marco de actuación de las multinacionales de informática y telefonía que prácticamente roza la impunidad. Porque la leyes van siempre por detrás, superadas por los avances tecnológicos y las ofertas comerciales. Tan solo a Bill Gates le tienen vigilado. Pero no se equivoquen, no somos los consumidores o los gobiernos o la ley, son las multinacionales de la competencia, interesadas en controlar y no perder mercado y menos contra un filántropo que empezó de cero.

Pero todo esto, a las gentes normales, nos debería traer sin cuidado. ¿Qué importancia tiene que Nokia sea ya de Microsoft o que siguiera siendo finlandesa? Sin embargo no es así, cualquier cambio en el mercado mundial de las telecomunicaciones afecta a millones de usuarios de todo el planeta. Por eso se sienten tan tranquilos, tan imprescindibles… y tan prepotentes. Facturan lo que quieren, prometen lo que les da la gana, cambian sus condiciones en la forma y manera que más les interesa sin que nadie les pare los pies.

Un pequeño ejemplo. Después de mucha insistencia por parte de los comerciales cambié un contrato de Movistar, libre de permanencia, por otro con ONO mi actual proveedor de linea fija, internet y televisión. No tenía que preocuparme de nada, unos tramitaban la baja y los otros me liberaban de compromisos. Eran finales de julio. Pues bien, en agosto he pagado a las dos compañías y ahora en septiembre Movistar me envía una nueva factura. Les he llamado y como ustedes supondrán, sin ningún éxito. Patente de Corso, dirían unos, chorizos como todos, asegurarían otros. Yo no digo nada, ya lo tenía previsto, es el impuesto revolucionario y el castigo por haberlos “abandonado”, castigo que, presumiblemente, repetirá mi actual suministrador cuando en su momento  le abandone. ¿Quién inicia una querella o  lleva sus quejas a la oficina del consumidor por siete euros?  Yo lo haré por amor propio, pero sé el resultado final.

Sin embargo estoy preparando mi venganza. No podrá ser como la del protagonista de mi cuento que pueden ustedes, amables lectores, leer en mi blog que aparece en “Veintidós Grullas doradas” y que escribí ya hace años; aunque me encantaría. Mi resarcimiento será  volver a contratar con ellos haciendo que bajen notoriamente mi costo y dentro de un año volver a contratar con otra compañía y obtener una nueva bajada. Son las leyes del mercado que ellos imponen, pero de las que nosotros tenemos capacidad de disponer.

Lo peor es esa sensación de impotencia por estar atrapados pero de no querer salir de esta espiral de placer por la comunicación y de masoquismo por cómo nos tratan. Tal vez, amigos, sea lo que nos merecemos…por chismosos, ¡qué todo lo pretendemos saber!

 

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