El hombre primitivo, se condujo en forma sumamente curiosa frente a la muerte.

De ningún modo presentaba una actitud uniforme, sino, más bien, contradictoria, como sigue siendo en general.

En verdad, morimos una sola vez, aunque el fantasma de la muerte, siempre nos sobrevuela.

Esta aparente contradicción, fue posible por el hecho de que tenía frente a la muerte del prójimo, del extranjero, del enemigo, una posición radicalmente distinta a la que adoptaba frente a la propia.

La muerte del prójimo era aceptada, le parecía una aniquilación de un ser odiado y el hombre primitivo no tenía escrúpulos en provocarla.

Seguramente era un ser sumamente apasionado, más cruel y malvado que otros animales. Le gustaba matar y lo hacía como algo natural.

No hemos de atribuirle el instinto, que según se acepta, impide a otros animales matar y devorar a individuos de su propia especie.

La prehistoria de la humanidad está por ello, llena de homicidios.

Aun hoy en día, lo que nuestros hijos y nietos aprenden como historia de la humanidad, es básicamente una serie de homicidios colectivos. El oscuro sentimiento de culpa, bajo el cual se encuentra la humanidad desde tiempos ancestrales, sentimientos que en muchas religiones se ha condensado en la aceptación de una culpa de sangre, que la humanidad prehistórica habría arrojado sobre él.

S. Freud, en su libro Tótem y Tabú (1931), dedujo la índole de esta antigua culpa, siguiendo las indicaciones de W. Robertson Smith, Atkinson y Charles Darwin, y creo que hasta la actual doctrina cristiana nos permite inferirla.

Cuando el hijo de Dios debe sacrificar su vida para salvar a la humanidad del “pecado original”, entonces, de acuerdo a la ley del talión, por el castigo de lo idéntico, este pecado debe haber sido una muerte, un homicidio.

Sólo semejante crimen, podría haber exigido, para su redención, la ofrenda de una vida.

Y si el pecado original fue un crimen ante Dios-padre, entonces el crimen más antiguo de la humanidad debe haber sido el asesinato del padre ancestral de la primitiva horda humana, cuya imagen fue esclarecida, más tarde, en el recuerdo, transformándolo en divinidad.

Jaime Kozak es miembro de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional, Capítulo Reino de España.