La turbia señal de los tiempos en que la voz de los niños no habitaba ya en los parques. Se había recluido en sus hogares. Las calles adolecían de almas y el silencio de las máquinas era un entumecedor eco que voceaba la distancia.

La mañana, la tarde, la noche se igualaban. Quietud en las calles, asombro en las miradas. Las horas y los relojes acumulaban tiempos de calma. Soledad en los hogares, todos atentos a las pantallas. En ellas minuto a minuto se desgajaba la cifra de los enfermos, la cifra de los muertos. Y cada alma con sus miedos, se acurrucaba sobre sí, temblando en su pensamiento el deseo de que la vida le devolviera los abrazos, las miradas, los besos de los enamorados, la alegría de sus niños sobre el arco iris de los parques.

Quietud, silencio, apatía…Mas, pronto surgió la luz de la esperanza. El amor se hizo fuerte, desecharon en el borde del camino todo lo que les separaba. Unieron sus almas, sus fuerzas, avaladas por la resistencia. Esa luz se hizo hueco y venció con las mismas armas que la amenazaban. Muy pronto el virus de la muerte sucumbió a los imparables avances impulsados por expertas y heroicas manos de hombres y mujeres que prestaron sus vidas para salvar otras vidas.