Hay tardes en que todo
huele a enebro quemado
y a tierra prometida.
Tardes en que está cerca el mar
y se oye la voz que dice:”Ven”.
Pero algo nos retiene
todavía
junto a los otros: el amor,
el verbo transitivo,
con su pequeña garra de lobezno
o su esperanza apenas.
No ha llegado el momento.
La partida no puede improvisarse,
porque sólo al final de una savia prolongada,
de una pausada sangre,
brota la espiga
desde la simiente enterrada.
En esas largas tardes
en que se toca casi el mar
y su música, un poco
más y nos bastaría
cerrar los ojos para morir.
Viene de abajo la llamada,
del lugar donde se desmorona
la apariencia del fruto
y sólo queda su dulzor.
Pero hemos de aguardar
un tiempo aún: más labios,
más caricias,
el amor otra vez, la misma,
porque
la vida y el amor
transcurren juntos
o son quizá una sola
enfermedad mortal.
Hay tardes de domingo
en que se sabe
que algo está
consumándose entre el
cálido alborozo del mundo,
y en las que recostar sobre
la hierba la cabeza
no es más que un tibio
ensayo de la muerte.
Y está bien todo entonces,
y se ordena todo,
y una firme alegría nos inunda
de abril seguro.
Vuelven las estrellas
el rostro hacia nosotros
para la despedida.
Dispone un hueco exacto
la tierra. Se percibe
el pulso azul del mar.
“Esto era aquello”.
Con esmero el olvido
ha principiado
su menuda tarea…
Y de repente
busca una boca nuestra boca,
y unas manos oprimen
nuestras manos
y hay una amorosa voz
que nos dice: “Despierta.
Estoy yo aquí. Levántate”.
Y vivimos.
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