La película Avatar es una fantasía, un sueño ambientado en el futuro de una lejana luna imaginaria habitada por un pueblo indígena de piel azul y orejas felinas, los na’vi. Viven profundamente conectados a su tierra ancestral: una fértil selva de palmeras gigantes, montañas flotantes y musgo luminoso.

El futuro de la selva y la supervivencia de su gente son amenazados por invasores agresivos que buscan beneficiarse de los depósitos minerales que hay en el subsuelo. Para los buscadores, el pueblo indígena no es más que una molestia: son “salvajes” que “amenazan la operación”; son gentes “hostiles” que tienen la audacia de defender sus vidas y sus tierras con lanzas untadas de veneno. Deben irse de su hogar para dejar paso a las excavadoras. Y si se resisten, los invasores “les darán duro”.

La película es una bella pero trágica visión de un pueblo ecológicamente ilustrado que se enfrenta a la aniquilación de su comunidad y de sus tierras ancestrales. Están a pocos días de ser bombardeados con gas y ametrallados por crueles imperialistas avariciosos armados con robots-soldado gigantes.

No es real. Pero sí lo es.

En muchos sentidos, es demasiado real. Porque la historia fundamental de Avatar, si no tienes en cuenta los lemures multicolores, los caballos de largos cuerpos y los androides guerreros, se da una y otra vez, en nuestro planeta y en nuestro tiempo.

Desde las selvas del Amazonas hasta la taiga helada de Siberia y los picos nevados de Colombia, los últimos pueblos indígenas del mundo, quienes durante muchas generaciones han llevado formas de vida muy autosuficientes y que son claramente distintos de la sociedad mayoritaria y dominante, están en peligro de extinción. Como los na’vi, están siendo acosados para que abandonen las tierras de las que dependen por completo para su supervivencia, y en las que han vivido con éxito durante miles de años. Sus tierras son expropiadas para la colonización, la industria maderera, la minería, la exploración petrolífera y otros muchos motivos avariciosos. Como los na’vi, los pueblos indígenas rara vez son consultados, son frecuentemente expulsados y, en el peor de los casos, masacrados a manos de poderosas fuerzas para las que la propiedad indígena de esas tierras es incómoda.

Y cuando han sido desplazados de sus tierras, o cuando sus tierras han sido destruidas, llega la desintegración catastrófica de un pueblo. “Además de disparar a los pueblos indígenas, la manera más segura de matarnos es separándonos de nuestra parte de la Tierra”, dice Hayden Burgess, un nativo norteamericano. Así como los na’vi describen la selva de Pandora como “su todo”, para la mayoría de los pueblos indígenas vida y tierra siempre han estado inseparablemente conectados. La Tierra es la base de su existencia: les provee de comida y refugio, es el lugar donde entierran de sus antepasados y el foco espiritual de sus vidas. Y lo más importante: también es la herencia de sus hijos.

“Nosotros los indígenas somos como plantas”, dice un indígena guaraní de Brasil.
“¿Cómo podemos vivir sin nuestro suelo, sin nuestra tierra?”.

Los pueblos indígenas también son discriminados por un mundo que cree que son atrasados, primitivos o
“incivilizados” porque muchos eligen vivir de forma distinta, no tienen educación formal y no aspiran al materialismo del mundo industrializado. Una presunción anticuada, por supuesto, que tiene en su núcleo la creencia de que sólo hay una forma de vivir satisfactoriamente y que afirma que sólo ciertas sociedades han progresado. Lo que una ideología tan racista fomenta, sin embargo, es la conveniente justificación de la violencia, el robo y abusos abominables de derechos humanos.

“Cuando hay gente sentada encima de algo que tú quieres”, dice Norm en Avatar,
“los conviertes en tus enemigos. Entonces puedes justificarlo”.

Sin embargo, destruimos a pueblos indígenas y nos ponemos a nosotros mismos en peligro. Muchos aún tienen una visión integral de la naturaleza y ven a la humanidad como parte de, y no separada de, la tierra. La naturaleza es un valor intrínseco, no meramente utilitarista; no es sólo una materia prima que se puede explotar para la expansión comercial. Y para que la naturaleza perdure, es esencial una actitud sostenible hacia su cuidado.

“No estamos aquí por nosotros”, dijo el bosquimano gana Roy Sesana.
“Estamos aquí por nuestros hijos y los hijos de nuestros nietos”. Estos sentimientos resuenan en las palabras del chamán de Avatar, Moan, cuando dice: “Ésta es nuestra tierra, para los hijos de nuestros hijos”.

fotoDichas ideas están lejos de ser “atrasadas” o “incivilizadas”. En un momento de crisis ecológicas, mientras el Ártico se derrite, el nivel de los océanos sube, las selvas se queman y el clima se calienta, no tiene sentido ignorar la sabiduría de aquéllos cuyo enfoque a largo plazo del mundo natural se ha formado gracias al conocimiento adquirido durante milenios.

Pero a la vez que frágiles ecosistemas son dañados, los pueblos con una comprensión profunda de esos ecosistemas son también amenazados, como los jarawa, de quienes se estima que han vivido en las islas Andamán unos 60.000 años, y que ahora habitan las últimas extensiones de selva virgen. Una de las mejores formas de proteger estos ecosistemas debe ser sin duda asegurar los derechos territoriales de sus pueblos indígenas.

“Somos los que aseguramos la conservación de los bosques en nuestra tierra de acuerdo a la manera en que siempre los hemos cuidado”, dijo el pueblo ayoreo-totobiegosode de Paraguay en una reciente carta al Gobierno del país.

“Ayúdanos”, dice Moan en Avatar, mientas excavadoras gigantes desgarran su hogar y las llamas se comen su selva. En la película, sin embargo, el final deja lugar a la esperanza: los invasores son derrotados.

Alrededor del mundo “real”, los pueblos indígenas siguen siendo intimidados y siguen en peligro de extinción. Y cuando mueren, también lo hacen miles de años de conocimientos botánicos, lenguas antiguas, habilidades creativas, valores humanos y formas imaginativas de ver el mundo: la diversidad de la vida humana muere con ellos.