Así pues, ello ocurre respecto de una narrativa de la modernidad y del capitalismo, en el sentido de abrir un horizonte alternativo allí donde parecen paradójicamente cerrarlo el paradigma del progreso y las ideologías del desarrollo. Con el decir de un “hay aquí otro mundo” se mide la dimensión inmensa de su crítica social.

Pues, ¿qué tenemos?, ¿dónde, en qué mundo, habitamos? Entre nosotros se constata la vigencia social jerárquica y dominante de una ideología del crecimiento indefinido de la producción, asociada a una explotación ilimitada de la Naturaleza. Ella opera como la hegemonía de una verdad incuestionable que somete o ignora toda otra perspectiva surgida en la diferencia de un proyecto civilizatorio: se trata de un “sentido común” con la fuerza cultural de un sentido de realidad: lo que se le opone es, entonces, irreal (o meramente idealista, de puras intensiones). En cambio, las concepciones del buen vivir cuestionan la visión evolucionista de un tránsito necesario desde lo atrasado, tradicional o subdesarrollado, hacia una etapa superior identificada con la modernidad y la industrialización como figura del progreso.

La experiencia del paradigma de la modernidad capitalista habla de las cíclicas dificultades que conlleva mantener el crecimiento económico expansivo y los efectos de un consumismo desenfrenado. El agotamiento de las posibilidades del planeta se expresa como contaminación de las aguas, los aires y los suelos. Como destrucción de la biodiversidad; como descarga de residuos de toda especie y basura plástica, y, más recientemente, como fenómeno del calentamiento global. Esta contaminación se mide, en sus diferentes dimensiones, por miles de millones de hectáreas o toneladas.

El destino para esta humanidad significa un riesgo de supervivencia y destrucción del paisaje apto para sí misma. Las ofertas de solución por medio de la ingeniería de mecanismos de mercado y la innovación tecnológica parecen reproducir su lógica y retorcer sus contradicciones: las crisis del espíritu de dominación del ambiente aumentan sus efectos hasta el horizonte de las catástrofes.

Está en la esencia de las concepciones del buen vivir la oposición al movimiento expansivo de acumulación indefinida de la polis, y su sustitución por concepciones de armonía y equilibrio de necesidades y satisfacciones. La convergencia reciente con cosmovisiones indígenas latinoamericanas significa un modo de dar sentido a las propuestas de armonías en la sociedad humana y con la Naturaleza. Lo indígena confiere aquí un nuevo valor a las experiencias de lo alternativo en un mundo globalmente homogeneizado.

El llamado posdesarrollo es una alternativa que busca la inclusión de las voces y saberes subalternos: la sustitución de los “expertos” occidentalizados por el saber local culturalmente situado. Por eso las nociones de lo que es una “necesidad” humana o sistémica requieren una lectura desde la diferencia cultural.

Precisamente una negación del carácter ilimitado y expansivo de las necesidades fue propuesta por el buen vivir como “desarrollo a escala humana” (Elizalde, Max-Neef, Hopenhayn). Se sostiene aquí que hay necesidades fundamentales delimitadas. Ellas están relacionadas con la interdependencia entre los seres humanos y en su articulación con la Naturaleza, de modo que las acciones del ámbito local, de pequeña escala, resulten en una imbricación con la escala global. Sin embargo, estos pensadores no han podido reemplazar la palabra “desarrollo”.

La noción de “necesidades ponderadas” humanas y de un nivel de producción convenido y delimitado, ha recibido el nombre de decrecimiento:

“La palabra de orden ‘decrecimiento’ tiene como principal meta enfatizar fuertemente el abandono del objetivo del crecimiento ilimitado, objetivo cuyo motor no es otro sino la búsqueda del lucro por parte de los detentores del capital, con consecuencias desastrosas para el medio ambiente y por tanto para la humanidad” (Latouche)

La propuesta del decrecimiento tiene sentido como cambio cultural donde las empresas industriales y los consumidores del siglo XXI se deben mostrar dispuestos a mudar el patrón depredador actual. Se propone una sociedad que vive una transformación de valores de manera que ahora ella se autolimita. Esta visión se vincula con el movimiento social para la opción de la simplicidad voluntaria y un estilo de vida más liviano. Una noción fuerte de plenitud y dignidad humana supone un consumo consciente.

Un ejemplo del cambio cultural que esta opción implica –con el riesgo de permanecer como subalterna en unas “buenas intenciones”-, se inaugura con el texto “Elogio de la lentitud” de Carl Honoré, que desafía el culto, o sea, la voluntad hegemónica, de la vorágine en las sociedades modernas.

A la fuerza de las condiciones materiales, esencialmente económicas, que aplica “incentivos” para dirigir la acción humana en el sentido del crecimiento, de los mercados, del egoísmo individual y la avaricia -como “afán de poseer muchas riquezas”-, las fórmulas de buen vivir oponen continuamente el predominio posible de otros “incentivos”. Así con lo que podría reorientar hacia la limitación productiva (simplicidad), la multiplicación de las capacidades de relacionamiento (generosidad), y la satisfacción de necesidades culturales (plenitud humanista). Y una vida más armónica, más alejada de los conflictos por la dominación de otros.

Resulta hasta cierto punto desconcertante que los “incentivos” egoístas venzan hoy repetidamente a los “incentivos” de la generosidad. Pero se trata de un paradigma dominante, de un “sentido común” con vigencia histórica. Hasta ahora el egoísmo ha dado la victoria en las sociedades modernas. La buena noticia es que ya estamos avanzando más allá de ellas.