En Colombia viven al menos 327.000 niños migrantes venezolanos, pero sin un mayor apoyo, su salud, educación, protección y bienestar están en riesgo.

Un hormiguero. Esa es la imagen más cercana que se me viene a la cabeza para tratar de describir lo que sucede en el puente Simón Bolívar, que separa (y une) Venezuela y Colombia, en la provincia colombiana del Norte de Santander. Un flujo incesante de caminantes -mayores y jóvenes, cargados hasta los dientes o con las manos vacías, sillas de ruedas, carritos de la compra hechos a mano con unos pocos hierros, mochilas infantiles, bebés en brazos…-, rodeados por vendedores ambulantes que vociferan su escueta mercancía.

Adriana, tiene 26 años, está embarazada de 8 meses y tiene epilepsia. Llegó a Colombia en busca de asistencia médica.

Viajamos allí para visitar los programas de respuesta humanitaria a la crisis migratoria que desarrollamos en la frontera. Yo había visto muchas imágenes del puente en prensa y televisión, por lo que no esperaba sorpresas.  Pero en lugar de un flujo único de Venezuela hacia Colombia, nos encontramos con un ir y venir inagotable en las dos direcciones. La respuesta está en los conocidos como migrantes “pendulares”, decenas de miles de personas que viven en zonas vecinas de Venezuela y cruzan cada día la frontera para ir al colegio, al médico o a adquirir productos de primera necesidad, regresando a casa cuando han acabado sus tareas.

Nada más cruzar el puente, nos encontramos con el primer punto de atención al migrante, organizado por el gobierno colombiano en colaboración con diversas ONGs y agencias de las Naciones Unidas. UNICEF se encarga de facilitar el acceso a agua potable, un salvavidas esencial bajo un sol abrasador. Allí conocemos a Adriana, de 26 años. Embarazada de 8 meses y con epilepsia, llegó a Colombia buscando atención médica, imposible de conseguir en su país. Un poco más allá, una madre llega pidiendo ayuda para su hijo con fiebre. Una familia que ha caminado durante horas para poder acceder a un punto wifi y hablar con el padre que les espera en Guayaquil. Unos abuelos que piden información para poder tratar a su nieta. Suma y sigue.

A unos pocos minutos de distancia, visitamos un centro público de salud, apoyado por UNICEF, donde se ofrece atención gratuita: vacunación, monitoreo de peso y estado nutricional, apoyo de psicólogos y trabajadores sociales. Las enfermeras nos cuentan que vacunan a unos 40 niños al día “y no alcanzan”. Llegan muchos niños atrasados en su calendario de vacunación y con problemas de alimentación. Veo a una chica joven con su bebé en brazos. Acaban de llegar y llevan dos días en la calle, está asustada y perdida. A los problemas derivados de la situación en Venezuela se suman los riesgos del camino, la incertidumbre de su destino y, según relata la psicóloga, otros muchos retos relacionados con la violencia intrafamiliar o los embarazos no deseados.

Un bebé se somete a un chequeo médico en un centro de salud que recibe apoyo de UNICEF en Cúcuta, Colombia. Diariamente, cerca de 40 niños migrantes reciben vacunas en este centro.

Seguimos ruta, esta vez para adentrarnos unos kilómetros hasta llegar a una comunidad rural donde conviven otros dos tipos de “desarraigados”. De un lado, los migrantes venezolanos que se han instalado allí. Del otro, los colombianos retornados: mujeres y niños que ahora hacen el camino de vuelta a Colombia desde una Venezuela que en su momento les dio cobijo y protección, cuando ellos mismos huían de la violencia armada. Uno de ellos es Omaira, voluntaria de UNICEF de sonrisa fácil y manos inquietas. Decidió que había llegado el momento de devolver la hospitalidad a los venezolanos y creó el proyecto “Tejedores de Paz”, aprovechando lo que ella misma sabía hacer: tejer. Este proyecto ofrece una alternativa de juego y protección para los niños, y un espacio de convivencia para todos.

Un poco más allá, la carretera empieza a inclinarse. Llegamos a las primeras faldas de los Andes. Coches y camiones adelantan a toda velocidad al tercer gran perfil de igrantes: los “caminantes”. Ahora ya no hay ida y vuelta. Solo ida, o tal vez mejor decir huida, hacia adelante, siempre adelante. Cruzan la frontera a pie, con las pocas pertenencias que han logrado traer consigo. Su obsesión es seguir ruta hasta donde les esperan familiares o amigos: otras ciudades colombianas, Ecuador, Perú o incluso Chile. Los encontramos en el primer albergue de paso que apoya UNICEF, por el que han pasado más de 40.000 personas desde enero, entre ellos unos 500 niños a la semana. Lo que más valoran, el wifi. Lo que más necesitan, ropa de abrigo y alimento. Lo que les une, la desorientación en torno a la ruta (“cuánto queda para llegar a Cali?”).

No nos podemos ir sin volver a un puente-frontera, en este caso el conocido como Ureña. La hora, 5:00 am. Las condiciones, inhóspitas -hoy tocó lluvia tropical-. Los protagonistas, más de 2.000 niños que cruzan cada día la frontera para ir a la escuela en 15 colegios de la zona. Algunos se tienen que levantar tan temprano como las 4:00 am para empezar las clases a las 7:00 am. Acompañamos a uno de los buses hasta la institución educativa Misael Pastrana Borrero, que en apenas dos años ha visto crecer su matrícula en 50%. Su director, Pablo Silva, nos cuenta sus retos y planes de expansión: “nosotros recibimos amorosos a todos los niños”. Uno de los comedores tiene que dar servicio a 850 alumnos, pero apenas caben 64. Así que les toca hacer nada menos que 13 turnos de… ¡cinco minutos! La responsable del comedor, Dori Fuentes, nos cuenta: “Si al menos pudiéramos ampliar un poco el espacio para que tuvieran diez minutos para comer…”. Ella ilustra el sentimiento que hemos encontrado en Colombia: solidaridad y acogida, pero también preocupación por unos recursos que no alcanzan, por una demanda que no cesa.

Niños cruzan la frontera de Venezuela para asistir al colegio en Colombia. Algunos tienen que levantarse a las 4:00 am para poder asistir a clases a las 7:00 am.

Son historias de frontera, recorridos de ida y vuelta con la infancia como gran protagonista. Niños que necesitan asistencia médica y acceso a la escuela, vivienda y protección, cariño y acogida. La cifra crece cada día, sus necesidades también. Ha llegado el momento de atender su llamada.

Marta Arias