Todo parece posible para el individuo que tiende a creer que, nada de lo que haga o deje de hacer tendrá consecuencias, al menos, no en el corto espacio de tiempo en el que habitualmente pensamos.

Leímos sobre las grandes epidemias que asolaron a la humanidad, pero eso siempre ocurría en otro tiempo, en otro continente, en un mundo que creíamos, en nuestra pequeñez, inmenso y eterno.

Después de la plaga Antonina y la Justiniana que nos pillan muy de lejos, la peste bubónica o peste negra a mediados del siglo XIV ya nos golpeó con puño de hierro, en especial a los habitantes de las grandes ciudades, sin que entonces se supiera que eran las ratas, graciosos animalillos que convivían con los humanos y lo siguen haciendo, las que provocaban la terrible enfermedad que, según algunos historiadores, hizo que la población europea pasara de ochenta a treinta millones de personas.

La viruela, tremendamente contagiosa, golpeó de manera atroz a la población del nuevo mundo con la llegada de los conquistadores europeos y posteriormente, en el siglo XVIII, afectó a millones de habitantes en Europa.

Más próxima en el tiempo, la mal llamada gripe española. Durante la Primera Guerra Mundial, el virus se extendió por el mundo y ocurrió algo similar a lo que estamos viviendo con horror en estos momentos: hospitales y funerarias desbordados y datos de mortalidad escalofriantes, entre veinte y cincuenta millones de personas estiman los más benevolentes.

Más recientes y fáciles de recordar: gripe aviar, VIH, Ébola, debían habernos puesto en situación sobre la fragilidad de nuestra naturaleza y el difícil equilibrio en el que nos mantenemos.

Lo cierto es que, bien por lejanas en el tiempo, en el espacio o en las circunstancias de cada uno, ha tenido que llegar el virus SARS-CoV-2, causante de la enfermedad por Covid-19 para hacer tambalear todas nuestras certidumbres más íntimas y cotidianas.

Ya no es algo que podamos lamentar, compasivos, en la distancia. Ahora no está afectando solo a la población de las zonas más empobrecidas y abandonadas de África. No es un terrible sunami en Indonesia, un devastador terremoto en Haití o una catástrofe nuclear en Chernobil o Fukushima.

No, ahora el enemigo está aquí, dentro de nuestras casas y de las oficinas en las que trabajamos; en los supermercados y los hospitales; en los colegios de nuestros hijos y en las residencias de nuestros mayores; en el metro y en el autobús.

Afecta y nos arrebata tanto a enfermos como a personas sanas, a mayores y a jóvenes. Arrasa los pueblos y las ciudades, la Amazonía y Berlín, contagia a presidentes y a porteras. El virus nos ha igualado a todos, de alguna manera, nos ha puesto en nuestro sitio. Esta pesadilla está tan próxima que podemos mirarla a los ojos y sentir su olor, aunque no nos quitemos la mascarilla. Hoy la amenaza es tan real y cercana, que no es posible mirar a otro lado tratando de autoengañarnos para seguir viviendo nuestras pequeñas y ególatras vidas sin que el horror nos alcance de lleno.

Aun así, algunos siguen sintiéndose invencibles, inmunes a cualquier virus. Ya sea por ignorancia o por despreocupación, por estulticia o por prepotencia. Todos los días asistimos perplejos a los comportamientos absurdos y peligrosos de los que, poniéndose el mundo por montera, deciden comprometer la seguridad de los demás sin despeinarse.

Mientras la mayoría de la humanidad se acuesta y se levanta con la angustia instalada permanentemente en el alma, otros, seguramente una exigua minoría, sigue obrando como dioses egoístas e invulnerables a salvo en la que, consideran la atalaya inexpugnable que proporciona la juventud o la salud.

Cada día en cada noticiario tenemos la prueba palpable de la imbecilidad humana. El mezquino comportamiento de los que quieren seguir viviendo su vida con plena normalidad. Absurdos y patéticos miran a cámara y expresan su santa opinión ante las preguntas del reportero: C’est la vie.

Ojalá esta nueva plaga universal logre, por fin, que la humanidad abandone, de una vez por todas, una infancia mental que exculpa y justifica el sin sentido en el que nos hemos instalado y se asiente en una adultez serena y generosa que nos permita seguir viviendo a todos en este magullado mundo.

Julia de Castro Álvarez es miembro de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional.