Ante ello, la ciudadanía, cada vez más autónoma y exigente, resta legitimidad a un sistema político que considera que no le representa; un cuestionamiento que, en cierta medida, también afecta a organizaciones tradicionales como sindicatos y ONG que no han sabido adaptarse con rapidez a las necesidades de cambio demandadas.
Las transformaciones impuestas por el modelo neoliberal atacan directamente a las políticas públicas y, entre ellas, a la política de cooperación. La enorme caída de los fondos españoles destinados a cooperación (70 por ciento desde 2009), así como la pérdida de peso de la orientación hacia la erradicación de la pobreza frente al predominio del enfoque basado en el simple crecimiento económico que prioriza el sector privado, están debilitando profundamente el sistema, poniendo en riesgo los logros que se venían consiguiendo.
A esta transformación económica y política se une la vorágine causada por los cambios tecnológicos. Asistimos a una revolución mundial en este sentido que modifica profundamente las formas de comunicación pero, también, y es ahí donde reside su enorme potencial, las formas de pensamiento y de actuación colectiva. Ya en 2002, Igor Sábada afirmaba: “la comunicación y participación van de la mano en nuestro recién estrenado siglo y asistimos a la consolidación de ciertas formas de acción colectiva que presentan unos marcos de comportamiento y discurso nuevos”. Ante este complejo contexto, y tal como afirmaba recientemente la presidenta de la Coordinadora de ONG de Desarrollo, Mercedes Ruiz-Giménez, “lo único seguro es que tenemos que asimilar que la situación de hace unos años no volverá a darse”. Por tanto, podemos aferrarnos a un pasado que ya no existe o dar el salto, con vértigo incluido, y lanzarnos a una nueva realidad cuyas formas de funcionamiento nos son ajenas en muchos sentidos.
Este profundo cambio que estamos viviendo ya lo observábamos de alguna forma en 2009. Entonces, en el II Encuentro del Sector, hablábamos de Transformación y retos del sector en una sociedad en cambio. Dos años después volvíamos a tratarlo en el III Encuentro, Nueva Arquitectura del Desarrollo. El rol de las ONGD como actores del Desarrollo, que desgranó cuestiones relativas a los nuevos contextos, el papel de las ONGD y la participación ciudadana. Más allá de los recortes presupuestarios, es evidente que existe una convicción general sobre la necesidad de evolucionar y adaptarse a un contexto cambiante.
Implicaciones para la participación ciudadana
En los análisis realizados sobre la relación con nuestra base social y con la ciudadanía subyace siempre una preocupación por la implicación de las personas. La comunicación entre las ONGD y la sociedad es esencial para conseguir que la cooperación entre ambas se consolide en pro de los cambios sociales y políticos que pretendemos generar.
Los cambios tecnológicos nos sitúan en lo que Manuel Castells denomina “sociedad en red”, es decir, una conexión global entre personas que propicia la comunicación, la interacción y la organización social a nivel mundial. Propuestas todas éstas que parten de las personas como sujetos activos y no tanto de las organizaciones sociales tradicionales, como ocurrían en tiempos pasados. Las personas actúan desde su propia fuerza, todo el mundo puede ser líder (se habla de liderazgos múltiples o blandos en los que nadie destaca por encima de nadie) y se construyen propuestas comunes multidimensionales, vivas y profundamente políticas.
Esto sitúa a las ONGD como un interlocutor más de una conversación múltiple que tal vez ni si quiera fue iniciada por nosotras. Como afirma Pablo Navajo en ParadigmaTIC@s, “hasta ahora las ONG desarrollaban acciones comunicativas en una sola dirección, esta ya no es posible (…) debemos pasar de controlar nuestras comunicaciones para influir en los demás y ser influidos. Cambiar y ser cambiada”.
Tal situación nos obliga a cambiar la forma de comunicación, de actuación, la participación de nuestra base social o las personas ligadas a nosotras, pero sobre todo implica un cambio en nuestras estructuras y funcionamientos. La clave está en tener capacidad de adaptación constante sin perder nuestra identidad. “Frente a la planificación, siempre necesaria pero hoy insuficiente, irrumpiría hoy la necesidad radical de recuperar la ‘intuición’, entendida ésta como la respuesta ‘automática’ a un problema que surge no tanto como fruto de un pensamiento sistematizado o de la aplicación de un conjunto de rutinas, sino como resultado de un proceso permanente de observación, comunicación, acción, reflexión y educación”.
Participación: un fin no siempre alcanzado
A pesar de esta compleja realidad (y precisamente por ella) las ONGD mantenemos firmemente nuestro objetivo principal: contribuir al cambio de un sistema internacional profundamente injusto. Lo compartimos con millones de personas que en todo el mundo demandan un cambio de estructuras y relaciones internacionales que garanticen la justicia social global. Es nuestra mayor legitimación.
Si en este nuevo contexto de participación y movilización el centro son las personas, no cabe duda de que las ONGD coincidimos plenamente en este punto. Por ello, intentamos poner el foco en “una comunicación coherente con los valores de la justicia social, de la solidaridad, de la igualdad, orientada a la transformación y al cambio social, a través de la participación activa de la ciudadanía».
A lo largo de nuestro trayecto en común, tanto la educación para el desarrollo como la movilización y la comunicación han sido líneas de trabajo consolidadas e interrelacionadas, porque entendemos la participación social como un fin en sí mismo. Un proceso continuo y constante orientado a formar parte y a transformar, con otras personas, el conjunto de relaciones y espacios sociales. Un valor que supone pasar de la protesta a la denuncia y a la propuesta colectiva e ilusionante. Cuando las tres cuestiones van de la mano su enorme potencial político genera cambios y contribuye a la creación de una cultura de solidaridad, permite que las personas se entiendan como protagonistas del cambio.
A pesar de nuestra convicción sobre la capacidad transformadora de la participación ciudadana hemos tendido a primar la protesta sobre la denuncia y la propuesta. Durante mucho tiempo nos hemos quejado de la falta de compromiso ciudadano con los temas que nos ocupan, con las decisiones políticas y económicas que afectan a la vida de millones de personas en el mundo. El 15M y todos los movimientos globales que han explotado en los últimos años nos han demostrado que estábamos equivocadas: a la gente le interesa la política, se moviliza por sus derechos, los reclama en la calle y se organiza colectivamente. ¿Qué es, entonces, lo que nos ha faltado para generar ese tipo de actitud en las personas que nos son afines?
Algunas luces y sombras
Cuando hablamos de movilización social nos referimos a un proceso en el que las personas toman conciencia de un problema, lo identifican como prioritario y buscan formas de actuación. Ese proceso exige un largo plazo, un trabajo constante en el tiempo que, generando pequeñas modificaciones, contribuye a un cambio global. A menudo hemos identificado la movilización con grandes acciones en la calle, lo que nos ha llevado a la conclusión fácil (y frustrante) de no conseguir movilizar. Ante tal situación, ¿debemos pensar en el trabajo de hormigas que hemos realizado a lo largo del camino y ver así nuestra incidencia en perspectiva o, por el contrario, optar por movilizar masas de gente? La respuesta no es sencilla, los grises son múltiples y complejos.
La explosión de movilización ciudadana que se ha producido en los últimos años tal vez pueda arrojarnos algo de luz. Vivimos el que quizá es el momento de mayor movilización social de las últimas décadas, pero entre las muchas reivindicaciones que se hacen públicas no aparece la lucha contra las causas de la pobreza global. ¿Por qué? Las formas de movilización son muy diversas, como las chispas que las generan. Para Jorge Castañeda, del Grupo de Trabajo de Movilización y Participación, “probablemente no hemos dado con la tecla, es difícil que haya indignación sobre un tema que no puedes ver directamente, que ocurre a miles de kilómetros y que las ONGD hemos transmitido como fríos números, en la búsqueda de una rigurosidad en nuestras informaciones que nos ha hecho olvidar las pasiones”.
Con el paso de los años hemos aumentado nuestra función como gestoras en detrimento de nuestro carácter activista; hemos optado por formas de comunicación más cercanas a la “solidaridad de sillón” que a la promoción de la justicia social global. Las narrativas utilizadas por las ONGD han venido marcadas por una apelación a la solidaridad desde la transacción económica, una comunicación marketiniana que no ha logrado explicar la pobreza más allá de situaciones puntuales que afectan de manera aislada a determinados colectivos o países. Hemos descrito consecuencias sin denunciar sus causas (causas, por cierto, comunes a los problemas que actualmente afectan a España). Este paradigma, predominante en la comunicación realizada por las ONGD; “se caracteriza por la relación entre un “poderoso donante” y un “receptor agradecido” y es incompatible con el fomento de la movilización social.
Como afirma María Sande, del Grupo de Trabajo de Comunicación de la CONGDE, “hemos cometido el error de presentar las cosas que pasan en el mundo como si en realidad pasaran en mundos diferentes, aislados: uno el Norte, desarrollado, donde disfrutábamos de derechos y de condiciones de vida tan deseables, que había que exportarlos al resto del mundo; y otro en el Sur, en desarrollo, que debía aspirar a algún día llegar a donde estábamos nosotros. Todo bienintencionado, pero muy contraproducente: en el imaginario popular hemos contribuido a crear una división ficticia, que ha hecho que se desvincule nuestra vida y nuestro contexto de los de ‘allá fuera’. Y que no seamos capaces de ver las clarísimas relaciones y causas últimas de la mayoría de lo que no funciona en el mundo”.
Por otra parte, en el nuevo contexto que vivimos, las estructuras de nuestras organizaciones se muestran notablemente rígidas y jerárquicas. Si queremos apostar por una participación real, debemos garantizarla no sólo con respecto a la gente que nos apoya, sino también en el seno de nuestra propia organización. La aportación y aprobación de ideas, propuestas o iniciativas no debería venir de la mano de un cargo, sino de la mano de las personas, independientemente de su puesto. En la sociedad en red todas las ideas valen lo mismo. Pablo Navajo lo explica con claridad: “todas (las ideas) tienen a priori las mismas oportunidades (…) Nadie tiene el poder de censurar ideas o eliminar el debate sobre ellas (…) tienen el mismo tratamiento la del director general que una propuesta de un simpatizante. En este contexto, la contribución cuenta más que la posición”. Nuestras propuestas deberían ser cada vez más abiertas, en construcción constante, en adaptación continua y plural; permitiendo que sigan adelante las construidas de manera colectiva. La participación de trabajadoras y trabajadores, voluntariado, personas y movimientos afines debería ser flexible, como debería serlo nuestra participación en iniciativas sociales.
Pese a todo, existen logros que no debemos infravalorar. Últimamente predomina la impresión de que las ONG no están presentes en los actuales movimientos sociales ligados al 15M o de que su base social no se moviliza. Sin embargo, según encuestas realizadas por el propio 15M, muchas de las personas que participan en este tipo de iniciativas están ligadas a ONG. Tal vez eso responda a ese trabajo de hormiga que va dejando un poso. Necesitamos, eso sí, un empujón para conseguir ligar los problemas que aquí nos afectan a los que viven en otros lugares del planeta.
De la protesta a la propuesta
La vuelta firme a nuestros orígenes de mayor militancia y compromiso político es clave en estos momentos. Debemos repolitizarnos, recuperar la esencia de nuestra razón social. Afortunadamente, tenemos de quien aprender: de los movimientos sociales, organizaciones y personas con las que hemos trabajado durante décadas en más de cien países del mundo, a quienes no les tiembla el pulso a la hora de denunciar la violación de derechos humanos y de reivindicar sociedades justas. De ellas aprendimos a protestar desde la propuesta con emoción, compromiso, convicción y energía; aprendimos la necesidad de ser profundamente políticas. Necesitamos complicidad y alianza con quienes están en el mismo barco, contundencia en nuestras denuncias, profesionalidad en nuestro trabajo y apertura plena y constante hacia la ciudadanía.
No podemos olvidar que, de igual manera que todo comunica, todo educa. Nuestras decisiones, formas de trabajo, declaraciones, silencios, acciones dicen mucho de nosotras. Lo que hagamos, o no hagamos, configura un marco representativo sobre los valores que defendemos y sobre quiénes somos realmente. Por eso, la comunicación para el cambio social y la participación corresponde a todos y cada uno de los departamentos de nuestras organizaciones, a todas las personas. La responsabilidad en la creación de una cultura de la solidaridad y de ciudadanía global es atribuible a la ONGD en su conjunto (incluidas personas voluntarias y base social).
Actualmente el apoyo en bloque a las propuestas de una organización, institución o colectivo es cada vez más escasa. Las personas apoyan causas, no logos o nombres, y muchas lo hacen siempre y cuando puedan contribuir a la definición de las líneas de actuación. Se trata de contar con seguidores, no tanto con tradicionales miembros o socios/as, y ofrecer un abanico de participación que se adapte a lo que las personas demandan: unas con mayor protagonismo; otras, con menos.
Aunque la participación tiene múltiples formas, en nuestras organizaciones destaca el voluntariado. En muchas ocasiones hemos caído en el “voluntariado de tarea”, ofreciendo a quien quería colaborar una tarea cerrada en la que su papel se limitaba a llevarla a cabo tal y como se lo proponíamos. Frente a ello, uno de los retos más importantes es fomentar un voluntariado transformador que pueda proponer, crear, construir de manera colectiva, flexible, creativa e ilusionante. Una de las claves para conseguir la implicación de las personas es que éstas se vean a sí mismas como agentes reales de un cambio que es posible, especialmente cuando se hace mano a mano con otras personas.
La realidad en la que vivimos nos exige ser organizaciones en proceso, en adaptación a un contexto cambiante. Tal como se señalaba en el III Encuentro, debemos pasar de trabajar en red a pensarnos desde la idea de red; optar por la riqueza de lo plural sobre lo individual, sumar ideas y objetivos perdiendo el miedo a decir tan sólo lo políticamente correcto, aprovechar alianzas con otros movimientos y colectivos y aprender “el arte de navegar” en una realidad líquida, variable.
La complejidad del momento que vivimos es una excelente oportunidad para repensarnos, adaptarnos, construir de manera conjunta sin saber muy bien qué curvas nos depara el camino pero muy conscientes de hacia dónde apunta nuestra brújula. Un objetivo que, afortunadamente, comparten muchas personas, organizaciones y colectivos con quienes nos encontramos, caminamos y construimos. Ese arte de navegar es, sin ningún género de duda, apasionante, como las certezas e incertezas que nos depara.
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