A veces el Facebook hace milagros. Pequeños prodigios que nos alegran la vida. Como reencontrar a un amigo. Ayer fue uno de esos días, mi amigo Manuel, Nolo para mí, me localizó a través de la red social. Hacía cuarenta años que habíamos perdido el contacto. Toda una vida. ¡Imaginen la alegría!

Manolo fue – y sigue siendo – mi amigo de adolescencia, de escuela, de calle, de vuelos de gorrión tras un olor de mujer o de libertad. El cómplice y  el depositario de todas las  confidencias. Eran tiempos en que la adolescencia  adolecía de todo, pasábamos de la niñez a la responsabilidad durante cualquier tarde de primavera; como diría el amigo Serrat: tiempos de tranvías, de una, grande y libre, con la flota americana en el muelle y la paz al cuello. Tiempos de empezar a trabajar a los catorce años, desde tan abajo que había que descender al sótano del Banco Central y al del Hotel Manila, para ver desde donde partimos. Botones con aspiraciones de ser cremalleras. Estudiando por las tardes en la Hispano Francesa hasta las diez de la noche e idiomas en la Berlitz cuando podíamos. Y supimos lo que queríamos ser de mayores y llegamos  a puestos de dirección, uno en la banca y otro en la hostelería. Así, con otros como nosotros, se forjaba una nueva Barcelona, naciendo de sus propias desdichas y de sus temores, buscando la libertad como quién busca verdades. Y así se creaba este país, lamentablemente para que malos gestores se empeñen ahora en devolverlo a los tiempos del paro y de la miseria.

Luego, la vida, el trabajo y las latitudes geográficas nos fueron alejando. Él se quedó pegado a los ojos color miel de Mari Carmen y yo buscando horizontes lejanos. Decir amigo fue decir lejos y antes fue decir adiós. Y pasó un largo tiempo que sólo puede medirse en ausencias.

Traté de localizarle muchas veces, sobre todo cada vez que presentaba uno de mis libros en Barcelona. Amigos comunes me comentaban que lo habían visto aquí o allá, pero nadie me daba su teléfono o su dirección. Y él por su parte  inquiría por mí. No pude localizarte por que te buscaba por Jorge, me dijo ayer. Y es que entonces – hoy todavía quedan algunos – a muchos les salían sarpullidos cuando oían un nombre en catalán, y había que reconvertir los propios al idioma del imperio.

Pero aquí estamos de nuevo: Manolo y Jordi o Nolo y Jorge, como prefieran que da lo mismo. Dispuestos a pegarnos unas risas recordando nuestras aventuras y nuestros viajes, que entonces no pasaban de Puig-reig en la comarca del Bergadà o de Madrid en casa de su tío. Mientras los hijos de la burguesía catalana, entonces franquistas y hoy de nuevo catalanistas, viajaban a París o Londres y volvían sin saber una palabra de inglés o de francés. Vistas las cosas, estamos orgullosos de ser los mismos.

Ayer, la vida, me devolvió a Manolo. Lleno de salud y alegría. Estuvimos cuarenta años jugando al escondite. Pero me lo ha regresado para siempre. Qué ustedes, amigos lectores, lo vean.