Seguro que a Carmen, a sus compañeras mártires y a los cuatro hijos que esperaban y que fueron malogrados por las balas fascistas, les hubiese gustado ver el beso de Pablo Iglesias a Xavier Domènech y, sobre todo, la mirada y el gesto del ministro de exteriores en funciones. Les hubiese gustado porque se trataba de un beso libertario, un beso entre dos compañeros de ideario parecido o igual al que ellas tenían. Tal vez hubiesen visto la fallida sesión de investidura con alguno de sus nietos en paro. Y hubiesen sonreído en la esperanza del abrazo de las izquierdas para tratar de enderezar a España.

Carmen era hija de un militante socialista, Mariano Lafuente, detenido y fusilado al finalizar la Guerra Civil en 1939. Su cadáver nunca fue hallado. Ella no acabó en el paredón porque era maestra auxiliar en la prisión, pero fue condenada junto a su madre, Paula Rubio, a veinte años sólo por ser socialistas y republicanas.

Hoy, cuando se nos dice que las ideologías han muerto, que ya no hay izquierdas ni derechas, no podemos dejar de pensar en aquellas tremendas injusticias, en los cadáveres tirados en las cunetas de toda España, todavía sin memoria ni respeto, en tantos besos perdidos y tantos vientres yermos. Por eso hay besos que nos parecen símbolos y marcan la esperanza de que todavía puedan llegar a los labios Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, y que también repartan sus ósculos a Miguel Iceta y a Xavier Domènech, incluso a Joan Tardà. Tal vez podamos cambiar la Constitución a golpe de besos.

Quédense con el recuerdo de los besos, de todos los besos que han dado en esta vida, y besen en nombre de quienes ya no pueden hacerlo. Las rosas, a pesar de ser arrancadas del rosal, siguen regalando su perfume.