Dependiendo de cuál sea la veta paranoica de cada uno, los culpables son los magnates del petróleo, los católicos, los judíos, la familia real saudí o los asistentes a las reuniones de la Trilateral y las logias masónicas. En otras palabras, el mundo que vemos a nuestro alrededor es un inmenso Pueblo Potemkin.
Michael Glennon presenta una imagen de Estados Unidos, en su obra National Security and Double Government, que resulta aún más interesante porque su autor es catedrático de derecho en la Tufts School of Diplomacy, antiguo asesor legal del Senado de EE UU, investigador del Woodrow Wilson International Centre for Scholars de Washington, profesor invitado en la Universidad Paris II Assas, miembro del Council of Foreign Relations y asesor de la Agencia Internacional de la Energía Atómica. Sus artículos aparecen en los diarios New York Times, Washington Post y Financial Times. Son unas credenciales difíciles de superar.
Muchos observadores se sienten confusos ante el hecho de que la política de seguridad nacional estadounidense haya permanecido igual desde George W. Bush hasta el gobierno de Obama, pero Michael Glennon explica esa continuidad por la persistencia en Estados Unidos de la doble teoría del gobierno elaborada en el siglo XIX por el estudioso británico Walter Bagehot. Según este último, en el Reino Unido, el poder residía al principio solo en el monarca. Sin embargo, con el paso de los años, se crearon dos grupos de instituciones. Un grupo comprende la Monarquía y la Cámara de los Lores. Son las que Bagehot llama las instituciones “solemnes”, en el sentido de que proporcionan un nexo con el pasado y despiertan la imaginación del público. Con su teatralidad, su pompa y su simbolismo histórico, evocan las magnificencias de otras épocas y ejercen un poder emocional en la mentalidad colectiva. Encarnan el recuerdo de la grandeza. Sin embargo, el que de verdad gobierna es el segundo grupo de instituciones -las instituciones “eficientes”-, que son la Cámara de los Comunes, el Gabinete y el Primer Ministro. Como decía Bagehot: “Las partes solemnes son muy complicadas y algo abrumadoras, muy antiguas y venerables; mientras que la parte eficiente… es claramente sencilla y moderna… Su esencia tiene la fuerza de la moderna simplicidad; su exterior está revestido de la grandeza gótica de una era más grandiosa”.
El autor sugiere que esa dualidad estructural “es una reificación de la ‘noble mentira’ que Platón consideraba necesaria hace 2.000 años para proteger al Estado de los excesos fatales de la democracia y garantizar la deferencia ante la clase dorada de los guardianes eficientes”. El análisis de Bagehot, aún vigente, era que se habían desarrollado a la vez dos instituciones de gobierno, una pública y otra oculta, para obtener la máxima legitimidad y eficacia. Y todo hace pensar que las instituciones del vástago jurídico de Gran Bretaña, Estados Unidos, no tenían por qué ser inmunes a las fuerzas generales de bifurcación que habían impulsado la evolución institucional británica.
Glennon describe una estructura de doble gobierno en Estados Unidos en la que el presidente ejerce escaso control real sobre la orientación general de la política de seguridad nacional. El resultado no es nada tranquilizador, porque produce “una mayor centralización, menos transparencia y un principio de autocracia”. En Washington, hoy, la parte solemne de la constitución comprende las tres ramasmadisonianas del gobierno: la Presidencia, el Congreso y el Tribunal Supremo. Las partes eficientes son las llamadas trumanitas, por el presidente Harry Truman, que creó el Consejo de Seguridad Nacional, la Agencia de Seguridad Nacional y otros pilares del complejo militar-industrial de Dwight Eisenhower. Tras las revelaciones de Edward Snowden en 2013 sobre las actividades descontroladas de vigilancia de la NSA, más valdría llamarlo el complejo de datos e inteligencia.
El autor destaca la paradoja de que esta red hipersecreta y difícil de controlar nació no porque, como en el cine, hubiera una fuerza del mal empeñada en consolidar el poder y socavar la democracia, sino en parte para tratar de evitar algo así. A finales de los 40, la Unión Soviética era una amenaza seria, y había advertencias de que la Junta de Jefes de Estado Mayor habían empezado a regirse por sus propias reglas. Por eso, el presidente Harry Truman decidió crear una estructura de seguridad nacional independiente. Y vaya si lo consiguió: en 2011 había 46 departamentos y organismos federales y 2.000 empresas privadas dedicados a actividades secretas de seguridad nacional, con millones de empleados. En el Departamento de Defensa, con 700.000 empleados civiles, los presidentes no pueden nombrar más que a unos 250 cargos políticos. En la práctica, los organismos escriben las órdenes que dicta el presidente, elaboran las leyes que aprueba el Congreso y nombran a los jueces de los tribunales secretos que los supervisan.
La prensa no es un cuarto poder tan poderoso como se piensa. Glennon opina que su influencia “para incitar o apaciguar [a los lectores] es… limitada. Los escasos periodistas de investigación que trabajan hoy en Estados Unidos son la mejor muestra actual de lo que Churchill quiso expresar con su homenaje a la Royal Air Force (Nunca tantos debieron tanto a tan pocos)”. Para un periodista el acceso es lo fundamental. Si los blancos de sus investigaciones amenazan de forma explícita o implícita con impedirle ese acceso, es frecuente que, en ese pulso, el medio de comunicación acabe dándose por vencido. Hasta los mejores investigadores se encuentran con “un alto muro de secretismo”. Los espectáculos de masas que ensalzan a los militares, policías y agentes secretos controlados por lostrumanitas y la aparición diaria del presidente en una televisión que, sin embargo, deja en las sombras a quienes de verdad manejan los hilos, contribuyen a reforzar la doble naturaleza del gobierno.
Otro factor que impide el cambio es que EE UU padece una “ignorancia cívica generalizada”. Según un sondeo, el 25% de los estadounidenses no saben que su país se independizó de Gran Bretaña; el 71% cree que Irán ya tiene armas nucleares, y el 33% -en respuestas de 2007-, que Sadam Huséin intervino personalmente en los atentados del 11-S. Las tres cuartas partes no saben situar Israel ni Irán en el mapa. Esa ignorancia está quizá menos extendida en Europa, pero, a uno y otro lado del Atlántico, unas amenazas terroristas antes inimaginables y unos avances tecnológicos también imprevisibles han empujado y permitido a los servicios de seguridad tomar unas medidas que antes eran imposibles, y hacerlo en secreto, sin que lo sepa la gente en cuyo nombre actúan. Nuestro gobierno insiste en que nuestras vidas sean transparentes mientras siguen ocultándonos sus políticas.
Este fracaso de la democracia no es nuevo. Hace medio siglo, el juez Douglas, amigo de los Kennedy, vio la influencia de los trumanitas en persona: “Al reflexionar sobre la relación de Jack con los generales, comprendí que los militares tenían tanto poder en nuestra sociedad que probablemente ningún presidente podría hacerles frente”. La conclusión, que, con ciertas variaciones, me da la impresión de que vale también para Reino Unido, Francia y la mayoría de las democracias occidentales es dura: “Si continúa esta tendencia, no hay que hacer un gran esfuerzo para prever lo que sucederá: el términoorwelliano significará poco para un pueblo que nunca habrá conocido otra cosa, que sabrá poco de historia, civismo y asuntos públicos, y que, en cualquier caso, nunca habrá oído hablar de George Orwell”. La falta de restricciones que contengan al aparato de seguridad ha sido históricamente uno de los principales motivos de que los gobiernos fracasen. Ese contexto explica también por qué tantos jóvenes europeos se niegan a votar y por qué los árabes, en general, prestas poca atención a nuestros sermones sobre las virtudes de la democracia. La confianza en nuestras instituciones y nuestra política exterior ha quedado destruida, y ninguna guerra contra el terrorismo va a restablecerla. La pregunta que debemos hacernos hoy es: ¿qué podemos hacer los occidentales para salvar nuestra democracia?
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