Como siempre, en un proyecto capitalista, se ignora, lo que los economistas llaman, las externalidades, es decir, lo que no entra dentro del cálculo del mercado, para el caso que nos preocupa, los daños ecológicos y sociales.  Para contribuir a la solución de la crisis energética con un porcentaje de entre el 25 y el 30% de la demanda, se tendrá que utilizar centenas de millones de hectáreas de tierras cultivables para la producción de agroenergía, en su mayor parte en el Sur, ya que el Norte no dispone de la superficie cultivable suficiente.  Se tendrá, igualmente, según ciertas estimaciones, que expulsar de sus tierras a por lo menos 60 millones de campesinos.  El precio de estas “externalidades” no pagado por el capital sino por la comunidad y por los individuos, es espantoso

Los agrocombustibles son producidos bajo la forma de monocultivos, que destruyen la biodiversidad y contaminan los suelos y el agua.  Personalmente, he caminado kilómetros en las plantaciones del Chocó, en Colombia, y no he visto ni una ave, ni una mariposa, ni un pez en los ríos, a causa del uso de grandes cantidades de productos químicos, como fertilizantes y plaguicidas.  Frente a la crisis hídrica que afecta al planeta, la utilización del agua para producir etanol es irracional.  En efecto, para obtener un litro de etanol, a partir del maíz, se utiliza entre 1200 y 3400 litros de agua.  La caña de azúcar también necesita enormes cantidades de agua.  La contaminación de los suelos y del agua llega a niveles hasta ahora nunca conocidos, creando el fenómeno de “mar muerto” en las desembocaduras de los ríos (20 Km² en la desembocadura del Mississippi, en gran medida causado por la extensión del monocultivo de maíz destinado al etanol).  La extensión de estas culturas acarrea una destrucción directa o indirecta (por el desplazamiento de otras actividades agrícolas y ganaderas) de los bosques y selvas que son como pozos de carbono por su capacidad de absorción.

El impacto de los agrocombustibles sobre la crisis alimentaria ha sido comprobado.  No solamente su producción entra en conflicto con la producción de alimentos, en un mundo donde, según la FAO, más de mil millones de personas sufren de hambre, sino que también ha sido un elemento importante de la especulación sobre la producción alimentaria de los años 2007 y 2008.  Un informe del Banco Mundial afirma que en dos años, el 85% del incremento de los precios de los alimentos que precipitó a más de 100 millones de personas por debajo de la línea de pobreza (lo que significa hambre), fue influenciado por el desarrollo de la agroenergía.  Por esta razón, Jean Ziegler, durante su mandato de Relator Especial de las Naciones Unidas por el Derecho a la Alimentación, calificó los agrocombustibles de “crimen contra la humanidad”, y su sucesor, el belga Olivier De Schutter, ha pedido una moratoria de 5 años para su producción.

La extensión del monocultivo significa también la expulsión de muchos campesinos de sus tierras.  En la mayoría de los casos, aquello se realiza por la estafa o la violencia.  En países como Colombia e Indonesia, se recurre a las Fuerzas Armadas y a los paramilitares, quienes no dudan en masacrar a los defensores de sus tierras.  Miles de comunidades autóctonas, en América Latina, en África y en Asia, son desposeídas de su territorio ancestral.  Decenas de millones de campesinos ya han sido desplazados, sobre todo en el Sur, en función del desarrollo de un modo productivista de la producción agrícola y de la concentración de la propiedad de la tierra.  El resultado de todo esto es una urbanización salvaje y una presión migratoria tanto interna como internacional.

Es necesario igualmente anotar que el salario de los trabajadores es bien bajo y las condiciones de trabajo generalmente infrahumanas a causa de las exigencias de productividad.  La salud de los trabajadores es también afectada gravemente.  Durante la sesión del Tribunal Permanente de los Pueblos sobre las empresas multinacionales europeas en América Latina, realizada paralelamente a la Cumbre europea-latinoamericana, en mayo del 2008, en Lima, fueron presentados muchos casos de niños con malformación, debido a la utilización de productos químicos en el monocultivo de plátano, soya, caña de azúcar y de palmeras.

Decir que los agrocombustibles son una solución para el clima, está igualmente a la moda.  Es verdad que la combustión de los motores emite menos anhídrido carbónico en la atmosfera, pero cuando se considera el ciclo completo de la producción de la transformación y de la distribución del producto, el balance es más atenuado.  En ciertos casos, se convierte en negativo en relación a la energía fósil.

Si los agrocombustibles no son una solución para el clima, si solo lo son de una manera marginal, para mitigar la crisis energética, y si ellos acarrean importantes consecuencias negativas, tanto sociales como medio ambientales, tenemos el derecho de preguntarnos por qué ellos tienen tanta preferencia.  La razón es que a corto y mediano plazo ellos aumentan de manera considerable y rápidamente la tasa de ganancia del capital.  Es por esto que las empresas multinacionales del petróleo, del automóvil, de la química y del agronegocio, se interesan al sector.  Ellos tienen como socios al capital financiero (George Soros, por ejemplo), los empresarios y los latifundistas locales, herederos de la oligarquía rural.  Entonces, la función real de la agroenergía es en la práctica ayudar a una parte del capital a salir de la crisis y a mantener o eventualmente aumentar su capacidad de acumulación.

En efecto, el proceso agroenergético se caracteriza por una sobreexplotación del trabajo, el desconocimiento de las externalidades, la transferencia de fondos públicos hacia el sector privado, permitiendo ganancias rápidas, pero también una hegemonía de las compañías multinacionales y una nueva forma de dependencia del Sur con respecto al Norte.  Todo aquello es presentado con la imagen de benefactores de la humanidad ya que producen “energía verde”.  En lo que concierne a los gobiernos del Sur, ellos ven ahí una fuente de divisas útiles de mantener, entre otros, el nivel de consumo de las clases privilegiadas.

Por lo tanto, la solución es reducir el consumo, sobre todo del Norte e invertir en nuevas tecnologías (solar especialmente).  La agroenergía no es un mal en sí y puede aportar soluciones interesantes a nivel local, a condición de respetar la biodiversidad, la calidad de los suelos y del agua, la soberanía alimentaria y la agricultura campesina, es decir, lo contrario de la lógica del capital.  En Ecuador, el Presidente Correa ha tenido el coraje de detener la explotación del petróleo de la reserva natural del Yasuni.  Esperemos que los gobiernos progresistas de América Latina, de África y de Asia, tengan la misma firmeza.  Resistir en el Norte como en el Sur, a la presión de los poderes económicos es un problema político y ético.  Por lo tanto, denunciar el escándalo de los agrocombustibles en el Sur se constituye en un deber.

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