En los países del llamado primer mundo, basándose en su amplio desarrollo, los estados están dotados de una capacidad de gestión de recursos tan amplia, que les permite atender un extenso abanico de necesidades. En este contexto cabe el debate sobre mejoras y avances en cualquiera de sus actuaciones, ¿ pero que ocurre cuando nos fijamos más allá de nuestro mundo de bienestar?. Vemos entonces sociedades con distinto grado de desarrollo, tanto social como económico, en donde algunos estados son incapaces de generar las condiciones necesarias para que los ciudadanos convivan de forma digna. Veamos tres ejemplos de lo que estamos hablando.
En el centro del increíble continente africano se encuentra el llamado país de las mil colinas, Ruanda. Colonizado en primera instancia por Alemania a finales del siglo XIX, tras la primera guerra mundial pasa a la órbita belga hasta su independencia en 1962. Cuando ésta se produce, su población se encuentra básicamente compuesta por un 84% de habitantes de etnia hutu y un 15% de watusis (tutsis), y cuya función social se reparte entre la posesión y explotación de las tierras para los primeros y el pastoreo para los segundos. El sistema de estado se basa inicialmente en un símil de monarquía tribal regida por un soberano hutu. Es un sistema muy elemental de estado en el que las reglas se adaptan, más a las tradiciones de la tribu mayoritaria, que a las necesidades de desarrollo de la sociedad en su conjunto, de tal manera que tres décadas después la economía ruandesa continuaba basada en un subdesarrollado sector primario. Condiciones muy precarias de vida, junto con una clara discriminación en función de la tribu de origen, fueron motivo de periódicas tensiones sociales hasta que en abril de 1994 el esquema colapsa y se produce el exterminio masivo de ciudadanos tutsis que, en apenas tres meses, vivieron el espanto del asesinato de un 20% de su población a manos de sus “compatriotas” hutus.
Hoy en día se pueden aportar datos que nos indican la existencia de 200.000 huérfanos y viudas, 500.000 enfermos de SIDA, 11% de mortalidad infantil y un índice de pobreza que alcanza al 70% de los ruandeses. Un estado con estas características de infradesarrollo, no puede garantizar ni lo más elemental para sus ciudadanos: la propia vida. Consecuentemente, cerca de dos millones de personas deben sobrevivir en campos de refugiados gestionados y sufragados por
Organismos Internacionales fuera de sus fronteras.
Cuando el navegante portugués Pedro Alvares colonizó en 1500 las tierras americanas que quedaban a menos de 370 leguas de Cabo Verde, de acuerdo con el tratado de Tordesillas que su reino había firmado años atrás con la corona de Castilla, estaba poniendo las bases de lo que siglos después llegaría a ser el quinto país más extenso de la tierra. Con sus casi ocho millones y medio de kilómetros cuadrados, Brasil es la mayor reserva arbórea del planeta, cuenta con la cuenca hidrográfica más caudalosa del mundo y sus recursos naturales son sorprendentes. Los primeros habitantes europeos, abrumados por una naturaleza tan desbordante, se limitaron a ocupar las tierras más accesibles dejando la amazonía en estado virgen. Teniendo en cuenta un medio tan favorable para los cultivos y la cría ganadera, el desarrollo histórico se basó en ambos pilares, junto con explotaciones madereras y mineras. Los ricos hacendados importaron mano de obra de las colonias africanas, amparándose en la permisividad existente respecto a la esclavitud, y el esquema estuvo en vigor hasta entrar en el siglo XX. Con un país cuyos recursos naturales aportaban lo necesario de forma aparentemente inagotable, el Estado (organizado y dirigido por las clases sociales más favorecidas) se limitó históricamente a velar por el mantenimiento del estatus quo existente, despreocupándose de las necesidades que irremediablemente impondrían el necesario desarrollo económico y la presión demográfica. Cuando en los años sesenta aparecen los primeros síntomas de que algo esta cambiando, la inercia de un sistema de estado desfasado se ve imposibilitado para seguir los acontecimientos y parte de la sociedad acaba pagando la incapacidad de aquél. Si tomamos como ejemplo la ciudad de Río de Janeiro, de los aproximadamente diez millones de habitantes con que cuenta, cerca de la tercera parte viven de forma marginal en asentamientos carentes en gran medida de servicios tan elementales como agua corriente, alcantarillado, energía eléctrica, transportes, servicios sanitarios, etc., es decir, viven en condiciones de autentica miseria, con mínimas atenciones sanitarias, un elevado índice de analfabetismo y pocas oportunidades de trabajo de tal manera que estos colectivos terminan siendo presa fácil del mundo de la delincuencia. Para tratar de paliar esta situación, no solo se necesitan fondos del propio gobierno brasileño, sino que se reciben ayudas de todo tipo, desde fondos de la Unión Europea hasta ayudas del BID y el propio Presidente Lula hizo del tema de los asentamientos marginales una bandera electoral. En definitiva, en este caso vemos como tratar de mantener una administración pública al servicio de intereses minoritarios sin permitir su desarrollo y democratización, implica desequilibrios sociales tan acusados, que un número muy importante de ciudadanos terminan por habitar en un entorno de miseria, que les aísla socialmente y les deja al albur de grupos marginales.
El hostigamiento que sufren los judíos de la Europa central y oriental a finales del siglo XIX, marca los inicios del definitivo compromiso de este pueblo con su milenaria aspiración, mezcla de sentimientos místico-religiosos y político-nacionalistas, para la que en 1886 N. Birnbaum utiliza por primera vez el término sionismo, como mítica referencia a la colina de Sión donde se supone el primitivo asentamiento de la ciudad de Jerusalén. En pocos años esta idea arraiga en el colectivo judío y Teodoro Herzl oficia de primer ideólogo en este incipiente movimiento nacional, cuyo principal objetivo radica en la creación de un estado propio con el que llevar a cabo el histórico anhelo de regresar a la tierra de Israel. Entramos en el siglo XX con el permanente objetivo de conseguir los apoyos necesarios para la ansiada meta, tanto de
Organismos Internacionales como de las naciones con mayor peso, hasta que en los años 30 comienza la implantación en tierras de Palestina de los primeros kibutzim (plural de kibutz). Estas comunidades son una avanzadilla idealista, mezcla de socialismo y sionismo a partes iguales, basadas en el cooperativismo como forma de vida. Cuando la ignominia del holocausto acaba por refrendar internacionalmente la necesidad del estado judío, la existencia de aquellos primeros asentamientos justifican la ocupación del territorio asignado por Inglaterra en 1948. Es un estado que nace de forma impuesta, sin ningún tipo de negociación o concesión real con los habitantes árabes y esto genera de forma inmediata conflictos armados que se repetirán de forma más o menos violenta hasta nuestros días, con episodios en los que se vieron envueltos todos los países vecinos, como ocurrió en 1956 y 1967 (guerra de los seis días). En un contexto como este, las posturas tienden a radicalizarse por ambas partes, pero es el estado israelí el que, abrazando las ideas del movimiento Gush Emunim, varía desde el sionismo laico y liberal hasta el etnocentrico y religioso, arrastrando a la sociedad civil con su postura. Para afirmar la idea de pertenencia sobre los territorios palestinos, Israel fomenta el asentamiento de sus ciudadanos más radicales e idealistas en nuevos kibutzim situados en zonas ocupadas militarmente, obviando los más elementales principios que deben regir la relación entre estados. Antes de la reciente evacuación de los territorios de la franja de Gaza, un 3% de la población israelí vivía en los cerca de 270 asentamientos existentes en los territorios ocupados, representando el 10% del PIB nacional. Como síntesis, podemos decir que un estado radicalizado, capaz por ejemplo de legalizar los asesinatos selectivos, es un estado que lleva a parte de sus ciudadanos a habitar en núcleos aislados, cerrados y cercados.
Es evidente el papel fundamental que juegan los estados a la hora de garantizar condiciones de vida dignas en todos los ordenes a sus ciudadanos, es por ello que hablemos de educación, urbanismo, sanidad, justicia o de cualquier otro aspecto, no podemos olvidar la obligación que existe por parte de las sociedades más avanzadas, de cooperar con el desarrollo de los países menos favorecidos, de apostar por su democratización, así como de velar por que todos los estados se ajusten a las reglas de la legalidad del derecho, incluyendo para ello dichos conceptos en las negociaciones para la firma de las asociaciones comerciales y de los diversos tratados internacionales.