Es evidente que los distintos aspectos que regulan nuestra sociedad, son el fruto de una dilatada historia de convivencia repleta de avatares de toda índole. Si el modelo de derecho que usamos en occidente hunde sus raíces en el precedente romano, el esquema actual de estado-nación lo hace sobre los nuevos conceptos aportados por la revolución francesa. Si las distintas opciones religiosas son el resultado cultural de muchos siglos, el sistema económico imperante hoy en día, surge en el siglo XIX con la revolución industrial.
De esta manera, cualquier convencionalismo de actuación de los que regulan las distintas sociedades existentes a lo largo del planeta, podrá ser analizado hasta identificar la trayectoria seguida desde sus orígenes y constatar que, para bien o para mal, es la mejor fórmula que hemos sido capaces de idear hasta la fecha para abordar temas como las relaciones económicas, la educación, la seguridad, la política, etc.…, por lo que cualquiera de ellos debe ser susceptible de mejora en el momento que advirtamos un método más eficiente y justo de actuar. Pero con ser importante este aspecto, no menos resulta evitar confundir u olvidar cual es la jerarquía que hemos establecido para la relación entre ellos, de tal manera que si asignamos un papel equivocado a uno de los sistemas que regulan nuestra convivencia, estaremos obligándole a que asuma un protagonismo para el que no ha sido pensado y consiguiendo en consecuencia, respuestas menos eficaces.
Analicemos, por ejemplo, uno de los marcos más trascendentales con el que nos hemos dotado; me refiero al sistema de economía denominada de libre mercado.
El surgimiento del capitalismo a principios del XIX supuso un cambio fundamental en el desarrollo de la sociedad humana. Tras miles de años con una economía fundamentada básicamente en las pequeñas manufacturas artesanales y el trueque, este nuevo sistema de producción a escala industrial consiguió aportar una novedad trascendental para el futuro: el acceso a las rentas de un número cada vez mayor de ciudadanos y consecuentemente su posibilidad de adquirir propiedades, rompiendo así con la secular división de la sociedad entre la reducida y adinerada clase dirigente y el resto de ciudadanos con recursos muy reducidos. Este sistema se retroalimenta generando mas rentas y mayor número de ciudadanos con posibilidad de acceso a las mismas, de tal manera que resultó una aportación novedosa y positiva de la generación de principios del XIX para nuestra forma de vida.
Pero la revolución bolchevique de principios del XX, supuso la aparición de una manera diferente de enfocar el novedoso capitalismo, es decir, lo que vino a denominarse economía dirigida, que coexistió con sistemas políticos no basados en elecciones directas o democráticas, y que finalmente se derrumbó junto con el muro de Berlín, a finales del siglo. Se ha puesto como claro ejemplo de que interferir en el mercado por parte del poder político, puede llegar a penalizarlo hasta conseguir su ineficiencia y ruina. Sin embargo, tanto la economía libre de mercado como la dirigida, estuvieron ampliamente interferidas por la política durante décadas, y fundamentalmente en el período de la Guerra Fría, alcanzando progresos claros y netos a pesar del encorsetamiento que geopolíticamente sufrieron. El colapso del sistema dirigido, tuvo su raíz en la absoluta falta de competitividad en la que terminó instalado, exactamente la misma que el poder político que la gestionaba, que fue el que realmente fracasó, demostrando que el método más eficaz y justo de administrar los órganos de poder en la sociedad, es aquél que se basa en el sistema democrático, al permitir el testeo periódico de conductas e ideas y su renovación en el momento en que se muestran inadecuadas o ineficientes. La única necesidad cierta que requiere el sistema económico, es la oportunidad de competir en un marco con reglas claras, estables e iguales para todos.
Y al respecto de economía, hace aproximadamente una década que ha surgido un nuevo reto que gestionar para nuestra sociedad. La desaparición de la división básicamente bipolar del mundo, ha permitido que las grandes estructuras empresariales, apoyadas en las nuevas tecnologías, opten al mercado mundial sin más cortapisas que las locales. La capacidad de acceso a mercados de nivel global ya está siendo aprovechada por las empresas multinacionales, en lógica respuesta a su principio de constante incremento de cuota de mercado, principio este que reporta un mayor desarrollo a la sociedad, pero de forma desigual, ya que el sistema económico no esta pensado para distribuir armónicamente las rentas. Además, es posible que sea el más activo y eficiente de todos con los que nos hemos dotado, por eso, no sin problemas, es el primero en ocupar de forma real el nuevo escenario creado. Debido a esta agilidad, podrían ser los consejos de administración de las grandes empresas los que decidirían como se distribuyen las ocupaciones a escala global, por ejemplo optando por que la producción manufacturera se realice en Asia, nada en Oriente Medio, la I+D en Europa, la producción de servicios en el Pacífico, etc., exclusivamente en base a consideraciones empresariales, y no a otras de tipo social, porque además así es como una empresa debe tomar sus decisiones; están haciendo lo que deben hacer: su trabajo. Pero este no sería el papel para el que ha sido pensado.
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Si creemos en la conveniencia de contar con un mayor equilibrio a nivel mundial entre progreso económico y reparto de las rentas que genera, la definición e implementación de medidas al efecto, las tiene asignadas el sistema político, que es el que hemos generado para que asuma el poder y lidere nuestra forma de vida, pero tiene un reto muy complicado ante si. Nuestro sistema político actual sigue basándose en los estados tradicionales, y todas las medidas que se toman se hacen respondiendo a esa dimensión, que es para la que está diseñado. Contar con esa enorme dispersión, lo convierte en vulnerable y poco eficiente, existiendo políticas con actitudes irregulares, otras con visiones localistas, autárquicas, con tintes culturales, y un largo etcétera más. Es evidente que nuestro modelo político no es el más adecuado para la gestión de esta nueva situación global, tanto por su tamaño como por su estructura. Además, el agotamiento para bien o para mal, de la capacidad de respuesta al que está llegando la primera potencia, como representante de la política tradicional, nos sitúa ante la necesidad de redefinir el ámbito y las competencias con las que debemos dotar a este sistema. Problemas endémicos en varias zonas del planeta, perduran por la incapacidad que tenemos para conseguir que el desarrollo económico se extienda de forma ordenada por todo el planeta, y no será por falta de capacidad del sistema económico para llevarlo a cabo, ya que este cuenta en la actualidad con un abultado exceso de liquidez preparado para desplazarse allí donde pueda surgir una ocasión de negocio actual o futuro.
Parece que resulta necesario acompasar los medios políticos al nuevo escenario, partiendo de una redefinición de la capacidad legislativa y ejecutiva del único organismo capaz de afrontar un desafío global, es decir, necesitamos reinventar el papel de Naciones Unidas. En esta nueva etapa, debe tener los recursos necesarios para impulsar el establecimiento de sistemas democráticos de forma general, para establecer relaciones comerciales más equitativas en el marco de la OMC, para desarrollar programas de ayuda urgente que resulten eficaces, y sobre todo, debe ampararse ella misma en un modelo democrático de representación y toma de decisiones, mediante la reforma de la Asamblea General y el Consejo de Seguridad, de tal manera, que las medidas que se adopten respondan a las necesidades reales de la sociedad global. Puede que al respecto, dos caminos a explorar sean la elección directa de los representantes en la Asamblea General, y la inclusión en los Presupuestos nacionales de un porcentaje destinado a Naciones Unidas.
Será cuando este organismo posea la capacidad, la autoridad y la legitimidad necesaria, cuando podrá llevar a cabo un papel eficiente y necesario, en la gestión de los problemas del escenario global que tenemos delante de nuestros ojos. Mientras, estaremos huérfanos de recursos para dar respuesta a los nuevos problemas que se suscitan cada día en las relaciones internacionales.
Extensión de los sistemas de estructura social democrática y reglas de juego claras y estables a nivel económico para facilitar calendarios de redistribución más equitativa de las rentas, deben ser dos de los pilares fundamentales sobre los que giren sus objetivos.
Pero mientras tanto, podemos explorar caminos paralelos por si llegamos a conclusiones que permitan avanzar en ese sentido, de tal manera que nos vayamos dotando de capacidad real para abordar la globalización.
Por ejemplo, resulta interesante la creación de organismos multinacionales de carácter regional y continental que, aunque inicialmente no tengan carácter ejecutivo, sean capaces de resumir y aunar las necesidades y voluntades de los países miembros, porque la disparidad existente hoy en los foros internacionales, entorpece sobremanera la adopción de consensos globales. Además, son útiles en las dos direcciones, tanto para manifestar necesidades, como para trasladar acuerdos. Nunca podremos adoptar soluciones globales desde la óptica local.
Igualmente, avanzar hacia un escenario más equilibrado de comercio, puede facilitar la gestión de los grandes problemas estructurales que afectan a nuestra sociedad. Como difícilmente lograremos los fondos necesarios para afrontar una política de reequilibrio global, si que podemos apostar por medidas más imaginativas que permitan redistribuciones graduales de las rentas hacia las zonas más necesitadas, cuyas capacidades básicas se encuentran en el sector primario y la industria con poco valor añadido. En ese sentido, la competencia que representa para ellas las subvenciones del sector agrícola occidental, son un freno para la consecución sostenida de rentas que posibiliten un desarrollo futuro. Para evitar esta competencia, en occidente deberíamos cambiar el destino de las subvenciones agrarias hacia otro tipo de cultivos que no entren en colisión con los productos de los países no desarrollados, por ejemplo destinando tales ayudas a la obtención de cultivos que permitan su transformación en combustibles ecológicos compatibles con los medios de transporte y con los procesos industriales. Me refiero a los biocombustibles de origen vegetal que ya se producen a pequeña escala, es decir, etanol y biodiesel, cuyas ventajas medioambientales no deben olvidarse.
Por un lado, la generación de nuevos carburantes, reduce de forma drástica las tensiones inflacionistas que el uso exclusivo del petróleo genera sobre la economía, lo que redunda en una mayor expansión, al menos teórica, de la misma. Geoestratégicamente, se rebaja la tensión bidireccional que soportan diversas regiones a lo largo del planeta. Y finalmente, sin necesidad de generación de nuevos recursos, se asegura el mantenimiento del nivel de ingresos del sector primario occidental en torno a cultivos con rentabilidad y recorrido, a la vez que permitimos el acceso a las rentas de las estructuras productivas básicas de las zonas menos desarrolladas, al poder colocar su producción de forma competitiva en el mercado de los países desarrollados. Es la base de un desarrollo sostenido para estos países.
Si a lo largo de la historia, diversas generaciones se han enfrentado a encrucijadas de compleja solución y han sido resueltas con acierto (la renovación moral del renacimiento, la redefinición conceptual de la revolución francesa, el cambio social de la revolución industrial…), la nuestra quizás deba enfrentarse a indicar el camino, que nos lleve a estructurar de una forma más eficiente y justa la sociedad de la globalización.