España es un país de grandes virtudes, pero con el castigo divino de soportar a mucho golfo. Esos tipos gandules sin empatía ni vergüenza se dan en las clases acomodadas, prominentes y entre los escaladores sociales, porque a los que aparecen en las clases más modestas les llaman delincuentes y van de cárcel en cárcel.

El golfo acostumbra a ser bastante elegante y bien relacionado, amigo de las juergas y de las fiestas; aparentemente afable, falsamente condescendiente, habla con frases ampulosas y vacías que esconden su limitada formación, aunque su currículo esté lleno de mentiras y títulos de escuelas de negocios cuyos profesores jamás han tenido ni un estanco. Tal vez ustedes, condescendientes lectores, les relacionen con los eternos señoritos andaluces, con los perpetuos políticos arribistas o con petulantes capitalinos; pero no se engañen, sus alas negras -aunque de marca- son mucho más extensas.

Desde testas reales, hasta oportunistas de medio pelo, pasando por blasonados hijos de pederastas, hay demasiados que pueblan esta piel de toro, incluyendo todas las autonomías. Les gustan las comisiones, las prevaricaciones y los manejos indecentes, más que chuparse los dedos. A pesar de que tarde o temprano salen sus golferías al sol, sus contactos, relaciones y poderío les mantienen a salvo y cuando la cosa o la comisión es muy gorda, las obsoletas inviolabilidades les salvan el pellejo.

Ya saben ustedes que los golfos se mueven entre cabos que protegen su salada inmensidad, un vistazo poco profundo puede suponerlos entre los ignorantes, los lectores de las revistas del corazón o los asiduos de Tele Cinco. No se engañen, gran parte de nuestra sociedad les jalea, les admira o les vota, al igual que admiraron a sus ancestros, fuesen reyes de piernas largas, condesas arrugadas, presidentes de autonomías o empresarios mafiosos.

Sé que son inmortales y que en vez de tender a que quede solo uno, cada vez proliferan más, porque los que van a parar a la trena son los delincuentes de poca monta, como ya he dicho antes, -excepto los carteristas de Barcelona que parece que tengan patente de corso- y todo eso les da alas para poder seguir colocando mascarillas o quedarse con la concesión de las ITV; incluso comisionando por el AVE a la Meca. ¡Ay! de los tristes cabos que su misión es soportar y sonreír estoicos al golfo que les ha tocado vivir.