Ante la ausencia de la emperatriz Isabel, las infantas María y Juana de Austria, quedaron junto a Felipe bajo la tutela de doña Leonor de Mascareñas y demás damas portuguesas que la habían acompañado a Castilla, Guiomar de Melo, Isabel de Quiñones, María de Leyte o Estefanía de Requesens. Fueron cómplices en la infancia de su hermano mayor y posteriormente cuando este las visitaba en la Casa de las Infantas, recibiendo una esmerada educación inspirada en el modelo Isabelino. Su jornada estaba perfectamente reglada, recibiendo tras el aseo matinal y posterior visita a la capilla, clases de diversas materias como lectura e idiomas y a partir de mediodía música y danza. Pero a su vez, las dos infantas también se beneficiaron de las novedades pedagógicas destinadas a su hermano, como la pintura, la música, la caza y la equitación, lo que las hizo unas de las princesas más preparadas de su tiempo, lo que más tarde se vería en su desarrollo político y cultural.
María de Austria
Apenas se llevaba un año con su hermano, tras la muerte de su madre maduraron juntos, creando un vínculo fraternal muy fuerte entre ellos a la vez que se unían estrechamente con su hermana menor Juana, a la que Felipe sacaba ocho años, siendo sin embargo con quien compartió ya de mayor, más intereses y complicidades. Ambas fueron dos firmes apoyos tanto en la vida íntima, como en la política del monarca, siendo sus consejeras, gobernadoras y amigas.
Mientras Felipe se encontraba con su padre en Flandes, María y su esposo Maximiliano se encargaron del gobierno de los reinos hispánicos entre los años 1548 y 1551. Mujer inteligente y sagaz, tenía un gran sentido político que la haría muy influente tanto en su marido como posteriormente en sus hijos los emperadores Rodolfo y Matías, como incluso tras su vuelta a España en su sobrino y nieto Felipe III.
Su matrimonio con su primo Maximiliano, fue muy importante para los intereses de la casa de Austria una vez convertido este en Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Además, aunque no sin problemas, fue dichoso teniendo como fruto quince hijos, de los cuales la mayor Ana contrajo matrimonio con su tío Felipe II, aunque como hemos dicho no todo era de color de rosa debido sobre todo a las diferencias religiosas. Maximiliano tenía tendencias protestantes, chocando con María, católica a ultranza. Como cuando el Emperador no permitió que sus hijos, Matías y Maximiliano, recibieran la comunión, hasta que determinase si debían hacerlo bajo las dos especies eucarísticas, es decir tomando el pan y el vino, forma practicada por los protestantes, la Emperatriz se negó rotundamente a consentir que adoptaran este rito, llegando a decir que prefería verlos muertos.
La confianza del rey en su hermana la emperatriz, era total, dando instrucciones a sus embajadores de hablar los temas primero con ella, antes de pasar al emperador: “En todos los negocios que ocurrieren, os habéis de valer siempre de su favor y medio, y tomar su orden y consejo, antes de hablarlos al Emperador, porque ella os dirá de la manera y a los tiempos que los habéis de tratar para que se acierten y, en fin, habéis de tener la mira a proceder y gobernaros en todo por el camino que mi hermana os rruindare que llevéis” Minuta de la Instrucción que se dio al conde de Monteagudo, fechada en Madrid a 12 de enero de 1570, CODOIN, vol. 110, p. 8.
De manera que María era la más firme defensora de la causa de los Austria en el imperio.
Tras la muerte de Maximiliano, María gravemente afectada comenzó a pensar en su regreso a España, además la relación con el nuevo emperador su hijo Rodolfo II, comenzó a ser problemática debido a los continuos cambios de humor, estados de melancolía y tal vez depresión de este, además tenía el deseo de volver a ver a su hermano tras treinta años de separación. Pero Felipe no lo tiene claro, le va dando largas pasando seis años hasta que en 1582 regresa acompañada de su hija Margarita. El encuentro con su hermano se produce en Portugal, donde rechazó la propuesta que Felipe le hizo de regir dicho reino, regresando a Madrid e instalándose en el Convento de las Descalzas Reales, fundado anteriormente por su hermana Juana. Quizá el rechazo de la gobernación vino dado por una circunstancia más que entristecía su ánimo, pues cuando solicitó el regreso a la corte, su hija Ana era la reina, la cuarta esposa de su hermano, pero al pisar suelo español su hija ya había fallecido víctima de la gripe en Badajoz, mientras acompañaba a su esposo camino de Lisboa, estando embarazada de seis meses.
En contra de lo que se pueda pensar aunque su vida estaba regida por las actividades religiosas, nunca hizo votos de monja, convirtiendo las Descalzas Reales en una extensión de Palacio, en donde la emperatriz tenía su corte. Su papel político no cesó, desempeñando un papel central en la red diplomática de la rama austriaca de los Habsburgo, contribuyendo a formular proyectos políticos para sus hijos en la corte española. El contacto con su hermano lo tenía a través del embajador imperial Hans Khevenhüller, quien llegó a convertirse en su asistente personal y enlace entre el convento y el palacio, con sus hijos lo hacía a través del embajador español en la corte austriaca a quien le entregaba las cartas para que este se las diese en mano. Tanta relevancia tuvo su persona, que en la correspondencia diplomática cifrada se le escogió un nombre en clave “Recogimiento”, aludiendo a que vivía en un convento, manteniéndose muy activa en la política internacional de la época, convirtiéndose en una figura clave en los reinados de Felipe II y de Felipe III, siempre al servicio de los intereses de la dinastía.
La emperatriz del Sacro Imperio falleció en 1603, siendo enterrada en el claustro del convento, al pie del altar de la Oración en el Huerto.
Juana de Austria
Era la hija pequeña de Carlos V e Isabel de Portugal, de carácter enérgico y decidido, muy inteligente, con grandes aptitudes para el aprendizaje de materias diversas, gran lectora y sumamente preparada, comenzando muy pronto a demostrarlo cuando le encomendaron la labor de tutora y educadora de su sobrino el príncipe Carlos, pues a pesar de ser todavía una niña fue la encargada de velar y cuidar al pequeño, al que dio tanto cariño y protección que este la tenía por su madre. Más tarde haría lo mismo con las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, así como las futuras reinas Isabel de Valois y Ana de Austria quienes muy jóvenes vinieron a España para casarse con su hermano.
A los 17 años la casaron con su primo hermano el príncipe portugués don Juan Manuel, dos años más joven. Este matrimonio deseado por ambas partes, era el instrumento perfecto para asentar a la casa de Avis en el trono portugués, mientras que para la monarquía hispana podía favorecer la deseada unión de ambos reinos. Pero el infante don Juan Manuel era de complexión débil y Juana se quedó viuda muy pronto, aunque para entonces ya estaba embarazada dando a luz al rey Sebastián I de Portugal. Entonces fue reclamada por su padre para hacerse cargo de la regencia de los reinos hispánicos ante su ausencia y la de su hijo que viajaba para casarse con María Tudor. Sebastián se quedó en Portugal al cuidado de su tía y suegra la reina Catalina, no lo volvería a ver nunca más.
Su nueva condición de Princesa viuda le otorgaba un nuevo papel muy atractivo y útil para los intereses de su padre, pues para empezar la podía volver a utilizar como pieza de cambio con un nuevo matrimonio de estado y aunque tenía reticencias a nombrarla gobernadora, fue Felipe el que acabó convenciéndole pues tenía plena confianza en su hermana, además siendo la hija del emperador representaba la legitimidad y autoridad de la monarquía.
Obediente regresó a España haciéndose cargo de la regencia. Mujer de Estado, desarrolló su labor de manera magistral sabiendo rodearse en todo momento, al igual que su hermano, de grandes colaboradores, entre los que destacaba Ruy Gómez de Silva.
En Castilla la princesa estaba asesorada por el Consejo de Estado. Este organismo debía reunirse cada viernes y estuvo compuesto por el presidente del Consejo Real, el arzobispo de Sevilla; el presidente del Consejo de Castilla, don Antonio de Fonseca; el marqués de Mondéjar y el marqués de Cortes; por Don Antonio de Rojas; Don García de Toledo y el secretario Juan Vázquez de Molina.
En Aragón nombró virrey al conde de Melito, Diego Hurtado de Mendoza, además ante el peligro francés y otomano Felipe la instaba a fortificar Cataluña y Mallorca.
Ante los acuciantes gastos producidos por la guerra contra Francia, tuvo que declarar una bancarrota tomando una política de austeridad, pero a la vez creando una serie de nuevos recursos con el fin de que las necesidades básicas de la población no se vieran disminuidas.
Con el Tuco llamando a la puerta dio prioridad a los gastos de naves y fortificaciones en el Mediterráneo, aconsejando a su hermano intervenir en el norte de África, pero este desoyó el consejo centrándose en Italia lo que provocó la caída de Bujía y el aumento de la amenaza berberisca sobre el levante. Por iniciativa propia planifico la recuperación de Bujía y la toma de Argel, pero nuevamente Felipe paralizo el proyecto por su elevado coste, aun así la princesa mandó una expedición sobre Mostagán, al mando del conde de Alcaudete, que fracasó por la falta de medios.
Por último tuvo que hacer frente a los movimientos luteranos Valladolid y Sevilla que finalizaron con los autos de fe de 1559. Aunque hay que decir que en el fondo de estos conflictos había un fuerte componente de lucha política y eliminación del contrario.
Hemos dicho que Juana era muy religiosa y al regresar traía en la mente dos propósitos: hacer una fundación religiosa e ingresar en la recién fundada Compañía de Jesús. Para ello contaba con un gran amigo que terminó siendo su asistente espiritual Francisco de Borja, futuro general de los Jesuitas. A través de él hizo llegar a Ignacio de Loyola la petición de ingresar en la Compañía, estableciendo una copiosa correspondencia en secreto, donde ella firmaba como “Montoya”, llamándola ambos “Mateo Sánchez”, finalmente se autorizó al llamado Mateo Sánchez a pronunciar los votos de escolar jesuita (cargo similar al de novicio), previa renuncia de los votos franciscanos que Juana había hecho anteriormente, convirtiéndola de esta manera en la única mujer jesuita de la historia y la principal valedora y defensora de la Compañía de Jesús en los reinos hispanos.
Mientras, en la corte se desarrollaba una lucha por el poder, frente al partido albista o imperial encabezado por el duque de Alba, más intransigente en temas de política y religión, surgió el partido ebolista, cuyo líder principal era uno de los hombres de mayor confianza de Felipe, Ruy Gómez de Silva, políticamente más universal y religiosamente más transigentes y menos formalistas y a los que pertenecían tanto Juana como Francisco de Borja. Pronto las intrigas políticas hicieron correr los rumores de una relación entre Francisco de Borja y la Princesa de Portugal, aunque todos sabían de la ortodoxia religiosa de ambos, el rumor se extendió como la pólvora teniendo que huir Borja a Portugal, finalmente todo acabó en nada ya que las sospechas carecían de fundamento. Pero el partido albista acabó triunfando y sus postulados políticos así como una religiosidad más intransigente se impuso en Castilla, culminando con la publicación del “Índice de Libros Prohibidos” en 1559, hecho que afectó a la princesa pues poseía diversas obras, algunas dedicadas, que se incluían en el índice.
A pesar de todo su capacidad de gobierno, su gran habilidad para la gestión de los problemas, el saber rodearse de buenos consejeros a los que escuchaba antes de actuar por iniciativa propia, aunque sin dejar de estar subordinada a su padre y hermano la hicieron muy querida de sus súbditos.
Juana ya en Portugal se había imbuido de una profunda religiosidad que la viudez extremó, decidió no volver a contraer matrimonio aunque pretendientes no faltaban. A su regreso dejando a su hijo Sebastián en Portugal, (que para ella resulto dolorosísimo), fue pedida por príncipes italianos, alemanes y hasta se planteó casarla con el príncipe Carlos, algo deseado por los castellanos, pero que repugnaba al propio príncipe que la consideraba como su madre. Obligó a su hermano a aceptar la condición de que no volvería a casarse si ella no quería recordándole su secreto, la pertenencia a la Compañía de Jesús.
En el corazón de Juana estaba el deseo de una fundación de un monasterio de clarisas a semejanza del monasterio de la “Madre de Deus” fundado por la reina Leonor de Viseu en Lisboa. Para ello eligió un lugar cargado de simbolismo personal para ella, el antiguo palacio de Alonso Gutiérrez, contador de su padre y donde había nacido en junio de 1535. Adquirió el edificio a los herederos de Gutiérrez y lo acondicionó para su nueva función, nació así el Convento de Nuestra Señora de la Consolación de Clarisas Descalzas, conocido popularmente en Madrid como las Descalzas Reales, auténtica joya del plateresco en el que ya se intuye el renacimiento. En el convento mandó construir sus aposentos privados el llamado “Cuarto Real”, al lado del altar mayor pero excluidos de la clausura. Se regiría por la 1ª Regla de Santa Clara y la propia Juana, pues ella misma lo gestionaba, administraba y financiaba, liberando a las monjas de todas las cargas para que se dedicaran a una vida contemplativa. Pero la princesa no se retiró al convento ni abandonó la vida política, manteniendo sus aposentos en el Alcázar y en el Escorial.
Por otro lado ejerció una magnífica labor de mecenazgo con carácter propio, por su corte pasaron grandes poetas, arquitectos, escultores o pintores como Gutierre de Cetina, Juan Bautista de Toledo, Gaspar Becerra, Sánchez Coello o Sofonisba Anguissola, reuniendo una amplia colección de retratos familiares y diversos objetos de lujo provenientes de todo el mundo como tapices, vestidos, libros y por supuesto reliquias.
La princesa de Portugal enfermó de pronto mientras acompañaba a la reina Ana de camino a Madrid para dar a luz, el parto llegó en Galapagar y nació un niño al que llamaron Diego, la princesa fatigada regresó al Escorial, tras varios días falleció el 8 de septiembre de 1573 dejando desconsolados a su hermanos Felipe y María, y en una profunda tristeza a la reina Ana, tanto que llegó a enfermar.
Todo este retrato familiar y político no estaría completo si no habláramos de una tercera figura que entra dentro del círculo íntimo de Felipe II, su hermanastra Margarita de Austria, más conocida como…
Margarita de Parma
Fue el fruto de las relaciones de Carlos V con la hermosa hija de un maestro tapicero llamada Juana Van der Gheynst, que estaba al servicio de Carlos de Lalaing, señor de Montigny, en cuya casa de Oudenaarde (Bélgica) se había hospedado Carlos en 1521 para celebrar una reunión del Toisón de Oro. Se dice que el emperador quedó impresionado por la belleza de la muchacha viviendo un apasionado romance con ella, al año siguiente nació una niña que el emperador acabaría reconociendo a los siete años.
Trasladada a la corte la familia Douvin se ocupó de ella hasta que pasó a estar bajo la tutela de su tía abuela Margarita de Austria, gobernadora de los Países Bajos, y tras su fallecimiento esta pasaría a María de Hungría, hermana de Carlos, recibiendo una educación excepcional bajo la influencia de dos de las más grandes mujeres de la época, en una corte que rezumaba humanismo por todas partes.
Pero el emperador no daba puntada sin hilo y Margarita pronto pasó a formar parte del entramado político de su padre. En un juego de alianzas donde los matrimonios de las casas reinantes eran pieza vital del tablero de ajedrez europeo, su padre decidió casarla a los trece años con Alejandro de Médici, duque de Florencia e hijo ilegitimo de Lorenzo II de Médici, aunque se piensa que era hijo de Julio de Médici, quien no es otro que el Papa Clemente VII.
El emperador negoció una paz con el Papa en la que éste se comprometía a ayudar a Carlos V en la lucha contra los herejes y los turcos y Carlos garantizaba su apoyo, entre otras cosas, en el regreso de los Médici a Florencia. La boda se produjo en abril de 1536, pero el matrimonio fue breve pues antes del primer aniversario Alejandro fue asesinado.
Carlos no perdió el tiempo y decidió volver a casar a Margarita por segunda vez, el elegido era el joven Octavio Farnesio, nieto del siguiente papa Pablo III, de solo trece años. Este nuevo matrimonio significaba para la familia del Papa, los Farnesio, el ascenso social que tanto deseaban y para Carlos V, la consolidación de sus relaciones con los Estado Pontificios. Con este matrimonio pasó a ser duquesa de Parma (título con el que pasaría a la historia), teniendo dos hijos mellizos Carlos muerto en la niñez y Alejandro futuro protagonista junto con Juan de Austria del reinado de Felipe II en los Países Bajos.
Tras acompañar a su hermanastro a Londres para su boda con María Tudor, regresaron ambos a Bruselas acompañando a un cansado y envejecido Carlos V en la abdicación de sus reinos entre su hijo Felipe y su hermano Fernando.
La situación en Flandes era complicada debido en parte a los enormes costes que provocaba la guerra con Francia, financiada con los impuestos de dicho reino, a lo que había que unir el avance del protestantismo en las provincias del norte, o lo que es lo mismo graves problemas sin resolver (sobre todo financiero), equivalentes a una herencia envenenada.
Desoyendo los consejos de su padre, Felipe se marchó de Bruselas, en una época donde no había una identidad nacional, sino una fidelidad al monarca y donde la oligarquía local cada vez estaba más descontenta, una sociedad a medias entre feudal en el campo y burguesa en las ciudades cuya elite reclamaba más poder y no solo aportar recursos, no fue la decisión más acertada. Cierto es que la amenaza turca en el Mediterráneo occidental era un gran pretexto, pero finalmente Felipe decide instalarse en Castilla y esto no fue bien visto por la población flamenca, que al igual que le pasó a su padre al llegar a la Península Ibérica fue visto como un extraño.
Por eso inteligentemente y tras la dimisión del duque de Saboya, nombró a su hermanastra Margarita gobernadora de aquellas tierras. Margarita era conocedora de las costumbres y la lengua, además era la hija del emperador por tanto y al igual que había ocurrido en la Península con Juana ostentaba la autoridad monárquica, apoyada eso sí por un Consejo de Estado presidido por el cardenal Perrenot de Granvela, con figuras como el conde de Horn, el conde de Egmont y un joven Guillermo de Nassau, príncipe de Orange.
Margarita se miró en el espejo de las anteriores gobernadoras Margarita y María y a pesar de que la situación en Flandes se había deteriorado hasta convertirse en un polvorín no se arredro. Su talante negociador la hizo llevar una política conciliadora tanto con los nobles, como con la población, afrontando con gran inteligencia y diplomacia la crisis financiera (ya hemos dicho que la guerra de Francia devoraba todos los recursos de Castilla y Flandes), social y religiosa que arrastraba Flandes. Y no lo tenía fácil pues el rey tras su marcha dejó unos 3.000 soldados para prevenir en un principio posibles ataques franceses, lo que fue interpretado por las autoridades como una ofensa a sus libertades.
Las diferencias entre Granvela y los nobles se fueron agudizando, pues estos sospechaban que todas las decisiones que les enfrentaban como el tratar de instalar la inquisición partían de él, lo que acabaría dejando al monarca las manos libres para gobernar sin ellos. Finalmente acabaron por dimitir creando una liga bajo el liderazgo de Orange. Margarita maniobró aconsejando a su hermano la destitución del cardenal, apoyada desde Madrid por el partido ebolista, consiguiendo finalmente la caída de Granvela, lo que se tradujo en la vuelta de los disidentes al Consejo y la pacificación momentánea del territorio.
Pero las diversas crisis económicas, como la producida por la prohibición de Isabel I de Inglaterra de exportar lana cruda para la elaboración de paños, que dejó a miles de trabajadores flamencos sin empleo, unido a una época de hambrunas o la posterior Guerra de los Siete Años (1563-1570) entre Dinamarca y Suecia que afectó directamente al tráfico comercial, junto a las peticiones al rey de convocar los Estados Generales (asamblea de representantes de los tres estados “nobleza, clero y burguesía” de las diecisiete provincias neerlandesas) para solucionar los problemas del país, no ponían fácil la gobernabilidad del país. Por último la decisión de Felipe de que se promulgaran los edictos de Trento y que Margarita retraso deliberadamente, tuvieron como consecuencia una ofensiva calvinista.
La gobernadora gracias al dinero enviado por su hermano reunió tropas comenzando una campaña para restituir la autoridad en los sitios sublevados derrotando los movimientos populares calvinistas, saliendo de Flandes muchos de sus cabecillas, incluido el propio Orange que había mantenido una aptitud dudosa y que ante la propuesta de Margarita de jurar fidelidad al rey, partió para Alemania para no tener que hacerlo. Margarita envió cartas a Felipe pidiéndole moderación ante el peligro de agravamiento nuevamente de la situación y el enquistamiento del problema, pero el rey desoyó de nuevo el consejo de su hermanastra y aconsejado por la facción albista, partidaria de más mano dura e intransigente en materia de religión, envió al duque de Alba, al frente de sus tropas. La llegada de Alba a Flandes, hizo que Margarita, que mantenía fuertes discrepancias con él, pidiera a su hermanastro dejar el gobierno de Flandes regresando a Italia.
En 1572 fue nombrada gobernadora de los Abruzos y en 1578, muerto Juan de Austria, Felipe II le propuso el gobierno civil de los Países Bajos, dejando el mando militar en manos de su hijo, Alejandro Farnesio. Pero a Alejandro no le hizo gracia tener que compartir el poder con nadie, aunque la gobernadora fuera su madre y amenazó con abandonar si le imponían compartir el mando. El monarca accedió finalmente otorgándole a su sobrino ambos mandos en 1581. Margarita entonces solicito a su hermano varias veces regresar a Italia, pero este no se lo concedió hasta 1583. No regresó a Parma, si no que acabó instalándose en la ciudad de Ortona donde construyo su palacio, falleciendo el 18 de enero de 1586.
Margarita de Parma, ha sido uno de esos personajes descuidados por la historia, siendo uno de los personajes más relevantes de la política española del siglo XVI.
Aunque afectivamente Felipe no estaba tan unido a ella, sí que confío en su buen hacer al nombrarla gobernadora. Su importancia fue capital para solucionar el gran conflicto que supuso la rebelión de Flandes, gracias a su talante conciliador, negociador y abierto a buscar soluciones, consiguió pacificar el país y derrotar la revuelta calvinista, solo la cerrazón de su hermanastro optando por medidas más duras e incompresibles en las diecisiete provincias dieron al fracaso con lo conseguido por ella.
Por último y como todas las mujeres Habsburgo fue una gran mecenas.
En su tumba, en la iglesia de San Sixto en Piacenza, reza el epitafio: “Aquella que gobernando Bélgica en nombre de Felipe, Rey de las Españas, consiguió la Paz”
Para finalizar hay que resaltar como los regentes Austrias a pesar de usar a las mujeres de su familia como moneda de cambio, confiaron ciegamente en ellas para el gobierno de unos territorios tan extensos. Y como ellas respondieron con un alto grado de eficacia, una gran inteligencia y saber hacer para el gobierno de los distintos reinos de los que se ocuparon, siendo siempre absolutamente fieles a su dinastía.
Quizá ese fue el secreto del éxito tanto de Carlos como de Felipe.
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