Es difícil encontrar un Estado en el mundo que no se queje de la complicación para mantener su sistema público de pensiones, pero son muy pocos los que quieren renunciar a él o acometer una reforma que lo adelgace. Al margen de este y otros debates intergeneracionales e ideológicos sobre la equidad y necesidad social de las pensiones, vamos a centrarnos en los distintos modelos de pensiones existentes en el mundo. Para ello, lo primero que debemos explicar son los dos criterios principales que se utilizan para clasificarlos: cómo se determinan sus beneficios y cómo se financian.
Los beneficios se pueden determinar de acuerdo al salario y los años de vida laboral (prestación definida) o de acuerdo al valor acumulado de las cotizaciones abonadas y de la esperanza de vida en el momento de la jubilación (contribución definida). La finalidad es netamente distinta en los dos mecanismos, pues con el primero se quiere ofrecer una especie de salario rebajado al pensionista y con el segundo se intenta proporcionar algo parecido a un seguro.
En cuanto a la financiación de los beneficios, también aquí hay dos sistemas: el de reparto, que hace que los jóvenes paguen con sus cotizaciones el retiro de los mayores, y el de capitalización, que exige que cada uno ahorre el dinero que luego se gastará en los días de merecido descanso. Aquí existe una confusión muy frecuente en Europa, pues se identifican los sistemas de reparto con los que gestiona el Estado y los de capitalización con los planes privados. En realidad, sí existen sistemas públicos de capitalización como, por ejemplo, el chileno.
Teniendo esos conceptos claros, resulta mucho más sencillo entender las diferencias entre las pensiones públicas para jubilados en España, Alemania, Francia, Italia, Japón, Chile y Estados Unidos.
Cuatro modelos europeos: España, Alemania, Francia e Italia
Los sistemas de pensiones europeos, hasta hace pocos años, compartían con variaciones una misma naturaleza: eran sistemas de reparto (las generaciones posteriores financian el retiro de las anteriores) y las prestaciones eran puramente definidas (se calculaban con arreglo al salario y los años de vida laboral). Ahora podríamos decir que son híbridos, porque lo que cobramos ya no depende tanto de lo que coticemos o de los años que llevemos haciéndolo, sino de que el sistema tenga dinero en la caja para pagarnos cuando dejemos de trabajar.
España es un ejemplo muy gráfico de eso. El país posee un sistema de reparto, aunque la cuantía de las prestaciones y su revalorización apenas las deciden ya el salario o los años de vida laboral: casi todo depende de la esperanza de vida, de los ingresos y gastos del propio sistema, del número de pensiones que el Estado tenga que desembolsar en ese momento y del efecto de sustitución (la proporción que representan los jóvenes que pagan las pensiones sobre el número de los mayores que las cobran). Antes se parecía más a un plan de ahorro que financiaban las generaciones posteriores. Eso se acabó.
En Alemania también hablamos de un sistema de reparto pero en este caso las prestaciones y su revalorización avanzan sobre todo en función de los salarios, las contribuciones y la tasa de dependencia, es decir, la proporción de la población que ya no es productiva esencialmente por motivos de edad y que, por lo tanto, no cotiza. Como curiosidad, allí se ha establecido un mecanismo por puntos, que se suman y luego se multiplican por un valor que fija el Gobierno y que toma como referencia principal el nivel salarial medio.
El sistema de reparto francés que afecta desde 2013 a los nuevos pensionistas se financia como el resto mediante las aportaciones de los trabajadores actuales aunque tiene en cuenta como gran criterio, y en esto se diferencia de otros muchos, únicamente la esperanza de vida. También, al contrario de los países que han reformado drásticamente sus instituciones durante la crisis, Francia continúa revalorizando las pensiones de sus jubilados de acuerdo al nivel de precios. Dicho de otra forma: intenta garantizar que su población no pierda poder adquisitivo en los años en los que contarán con menos ingresos.
En Italia, al igual que en Francia, revalorizan las pensiones con las oscilaciones de la inflación. También encontramos allí un sistema de reparto pero basado en este caso en el principio de cuentas nocionales, que son unas cuentas ficticias donde se depositan las cotizaciones como si fuera un sistema de capitalización (como un plan de ahorro individual para pagar nuestra edad dorada), pero cuyos beneficios ya no dependen fundamentalmente de lo que hayamos metido en la hucha, sino de la esperanza de vida y, algo menos, del PIB nominal (es decir, sin ajustarlo al nivel de precios).
Merece la pena recordar que los sistemas públicos de pensiones en Italia y Alemania se han reformado en las últimas décadas para incluir incentivos fiscales a planes privados ligados a las empresas donde trabaja el cotizante y a planes de ahorro individuales. Ésta es la tendencia general hacia la que parece avanzar Europa. Se suple la menor relación entre lo que aportamos y lo que cobramos finalmente dándonos a nosotros y a nuestras empresas facilidades para invertir y ahorrar un dinero que recuperaremos con intereses cuando alcancemos la jubilación.
El modelo japonés: el más frágil y caro de Asia
El sistema nipón es de reparto (los trabajadores actuales pagan las pensiones de los jubilados) y sus beneficios se distribuyen en función sobre todo de la esperanza de vida y de la tasa de dependencia, aunque la revalorización tiene también en cuenta el nivel de precios. Hablamos de uno de los sistemas más caros y difíciles de mantener del planeta debido sobre todo a la avanzada edad de su población, a la relativamente baja incorporación de la mujer al mundo laboral y al impacto que estas dos situaciones tienen sobre el efecto de sustitución (proporción de gente que paga las pensiones sobre la gente que las cobra).
América: Estados Unidos y Chile como excepciones
Chile es un caso poco habitual no sólo para su región, sino también para el resto del mundo desarrollado. El país posee un sistema público de capitalización, que consiste en líneas generales en que cada trabajador financia su propia pensión aportando obligatoriamente el 10% de su salario (el resto de sus aportaciones son voluntarias) a una hucha custodiada por el Estado. Esa hucha la administran unos fondos de gestores profesionales entre los que tiene que elegir y a los que debe proporcionarles un determinado perfil de riesgo, que podrá modular a lo largo del tiempo. La pensión final dependerá de lo que el trabajador haya metido en la hucha y de la rentabilidad que le hayan conseguido los gestores, que se ha situado históricamente por encima de la inflación.
Estados Unidos también es un caso muy singular, porque allí se prefiere incentivar los planes privados y mantener el sistema público solamente como una red que evite que la clase media baja caiga en una espiral de miseria. Esa red afecta a una mínima fracción de la población cuyo nivel de renta debe estar por encima del umbral de la pobreza (si no es así, le corresponden otras ayudas), las pensiones se revalorizan con la inflación para que no pierdan poder adquisitivo y se financian mediante las contribuciones a la Social Security (que no debe confundirse con lo que se entiende en Europa como seguridad social) que hayan realizado previamente mediante sus impuestos los trabajadores que ahora disfrutan de los subsidios. Los beneficiaros obtendrán más o menos dinero en función de los años de trabajo cotizados y de lo que hayan tributado en su vida laboral.
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