Muchos años después el premio Nobel de economía Amartya Sen reincidió en esa distinción señalando que más allá del crecimiento económico de un país (su capacidad de producir riqueza, su PIB) había que considerar las oportunidades (sanitarias, educativas, de empleo, de jubilación, de vivienda, de renta mínima, etc.) para una vida digna que ese crecimiento económico ofrece. Oportunidades que están directamente relacionadas con los usos y distribución de la riqueza.

Estas oportunidades igualitarias remiten al criterio del velo de la ignorancia de John Rawls. Para Rawls una sociedad justa es aquella en la que hacemos un uso de la riqueza que haga posible que todos sus ciudadanos (independientemente del azar genético, familiar, regional, etc. que les haya correspondido) tengan las mismas oportunidades de una vida digna. Para eso los usos virtuosos de la riqueza deben ser alimentados y potenciados por una potente redistribución de la misma. Porque nadie tiene derecho a toda la riqueza que cree haber ganado con su presunto único mérito y esfuerzo.

MIDIENDO LA INCLUSIVIDAD

Hugo, Rawls, Sen o Sandel enlazan y desarrollan, cada uno con sus matices, un argumento que hoy se resume en el de “inclusive growth” (crecimiento inclusivo) que yo prefiero nombrar como: (más) desarrollo con (menos) crecimiento, o (menos) crecimiento con (más) desarrollo.

Pues no se trataría tanto de hacer crecer al máximo el PIB (como se quiere conseguir este año 2022) con determinados usos e inversiones en tecnologías energéticas o digitales, no se trataría tanto de hacer crecer la tarta, sino de que uso hacemos del PIB y la riqueza que somos capaces de producir para mejorar las oportunidades de vida digna de las personas. De las actuales y de las de las generaciones futuras.

Pues bien, en el año 2017 publicado por el Foro Económico Mundial vio la luz un informe sobre crecimiento inclusivo y desarrollo para ciento siete países del mundo, elaborado con una docena de indicadores (educativos, sanitarios, empleo, etc.). En dicho informe Estados Unidos era uno de los países que más posiciones descendían en el ranking mundial de evaluarlo con el PIB por habitante (producción riqueza) a hacerlo en inclusividad (uso de la riqueza).

Pero España era por esos años uno de los países ricos del mundo que más había deteriorado su inclusividad desde la crisis de 2008 (solo lo había hecho peor Grecia).

El reciente informe mundial sobre competitividad 2020 del citado Foro Económico Mundial incluye una dimensión de inclusividad (páginas 73 a 76) en las que España sigue sin alcanzar una evaluación positiva.

Así en lo relativo al estímulo dentro de las empresas de la equidad y la inclusión, (IncluEmp) en una escala cuyo valor máximo es 100, España se encuentra por debajo de no pocos países que en cuanto a producción de riqueza alcanzan niveles inferiores a los nuestros, como se observa en el siguiente recuadro.

Fuente: Inclusividad Empresarial, PIBpc

Esta dimensión de inclusividad empresarial no es por ejemplo ajena a la mayor o menor brecha que exista en cada país entre la calidad e ingresos de la élite de ejecutivos dirigentes y la periferia de empleados externalizados y precarizados.

Pero una situación semejante se anota para España en indicadores de inclusividad relativos a ajustar las leyes laborales y protección social para la nueva economía y las nuevas necesidades de la fuerza de trabajo (59, 7 puntos sobre 100), a actualizar los planes de estudio de educación y ampliar la inversión en las habilidades necesarias para trabajos en nuevos mercados (51,4 sobre 100) o a la no menos relevante dimensión de inclusividad relativa a ampliar el cuidado de ancianos o cuidado de niños (45,3 sobre 100).

DOS EJEMPLOS EN ESPAÑA

En la perspectiva del actual programa Next Generation EU y del actual Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia del Gobierno me interesa aquí reflexionar brevemente sobre dos líneas (España verde y España digital) que según se concreten y desarrollen podrían ser contraproducentes con las líneas de inclusividad (social y de género) que asume en su cuarto capítulo (páginas 28 a 56). Pondré dos ejemplos, uno sobre la transición digital y otro sobre la transición energética.

Si la transición digital supone abrir sin límites los servicios de distribución y comercio a las opciones online en detrimento del comercio físico y de proximidad, si, dicho de otra forma, no hay una apuesta decidida por la prestación humana directa de los servicios de venta y distribución frente a la digitalización de los mismos, la inclusividad se resentirá. Porque por mucho que como consumidores salgamos ganando en precios –de momento- más reducidos, lo pagaremos muy caro en cuanto a probabilidades de empleo digno (no de falsos autónomos). Este razonamiento puede trasladarse tal cual a la digitalización y big data en los servicios financieros y bancarios o a los de cada vez más servicios personales, asistenciales o de cuidados.

Y si, en la transición energética, seguimos apostando por el modelo que definen las grandes empresas y operadores del sector de la energía (electricidad, gas, hidrocarburos, etc.) (el lobby fósil-nuclear) frente a un modelo descentralizado en el que los ayuntamientos y los hogares tengan un protagonismo directo y no condicionado por aquellas grandes empresas, sucederá lo mismo: que lo presuntamente más verde vendrá de la mano de una menor inclusividad social.

Lo que sucederá si, por ejemplo, la transición energética considera limpia y barata la energía nuclear y, en consecuencia, no asume el cierre del parque nuclear actual. Porque entonces se amenazan las oportunidades de una sociedad segura para las actuales y futuras generaciones (residuos y accidentes), un asunto que las grandes empresas ven de muy otra forma.

Es lo que va de cargar baterías para vehículos particulares con electricidad de origen nuclear que llega a nuestros domicilios, a orientarse al transporte colectivo movido por electricidad renovable. Porque debiéramos «asegurar que la energía de los puntos de recarga es de fuente renovable, o se correrá el riesgo de convertir el uso del vehículo eléctrico en pura retórica: su contribución a frenar la crisis climática solo tiene razón de ser con una carga “verde”».

CONCLUSIÓN

Las opciones más baratas y competitivas en lo relativo a lo digital o a lo verde (online o nuclear en los dos ejemplos anteriores) nos pueden salir muy caras en términos de inclusividad. Lo que pone de manifiesto que los argumentos de menores costes en la producción pueden ser un caballo de Troya con consecuencias muy negativas en cuanto a las posibilidades de una vida, empleos y calidad ambiental dignas. Y, a la inversa, opciones alternativas no tan productivistas pueden compensar sobradamente esas pérdidas de eficiencia con una mayor inclusividad y resiliencia. Preservar la atención humana directa en muchos servicios en vez de digitalizarlos, así como primar fuentes renovables domésticas o locales de energía frente a grandes centrales nucleares serían dos buenos ejemplos.

Es por eso que las concreciones del citado Plan de Recuperación y de la Agenda 2030 para España deben calibrar bien esta elección: ¿el objetivo para este 2022 es recuperar cuanto antes el PIB perdido en 2020, o hacerlo más lentamente pero con más inclusividad?. O, dicho de otra forma, elegir entre una solución que pase por hacer crecer la tarta al máximo, o más bien por cómo cambiamos los ingredientes y como la repartimos. Aunque sea más pequeña.

Más desarrollo (inclusividad) con menos crecimiento.

 

Albino Prada es autor del ensayo “Riqueza nacional y bienestar social” ahora en acceso abierto