“La pobreza es la forma más terrible de violencia”, advirtió el Mahatma Ghandi.

Frente al consumo de lo superfluo y el despilfarro, tendamos las manos a los más menesterosos.

La espiral de subdesarrollo y supeditación sólo puede evitarse con la capacitación endógena, con el amparo y el conocimiento.

Es necesario alcanzar a los todavía inalcanzados, hacer visibles a los todavía invisibles, porque “ojos que no ven, corazón que no siente”.

Hasta ahora el progreso y la riqueza se han distribuido en el coto cerrado y protegido de los habitantes del barrio próspero de la aldea global que no representan sino el 20% de la humanidad.

“Cada generación de niños ofrece a la humanidad la posibilidad de reconstruir al mundo de su ruina”, declaró Eglantyne Jebb, fundadora de Save the Children, en 1919. Desgraciadamente, el Partido Republicano de los Estados Unidos no ha permitido que su país firmara la Convención sobre los Derechos de la Infancia en 1989. Más tarde, en junio de 2002, el gobierno Bush evitó toda referencia a dicha Convención en la Asamblea General de las Naciones Unidas. También, frente a la práctica unanimidad, rechazaron suscribir el derecho humano a la alimentación en la Conferencia organizada al respecto por la FAO.

Al establecerse en el año 2000 los Objetivos del Milenio los países más ricos fueron incapaces de aprobar un fondo de 40.000 millones de dólares para poder rápidamente socorrer a los más necesitados. ¡Esta es la cantidad que se invierte actualmente en diez días en gastos militares y armamento! No me cansaré de repetirlo: mueren al día entre 25 y 35.000 niños y niñas de uno a cinco años de hambre al tiempo que la “preparación para la guerra” cuesta 4.000 millones de dólares.

Jon Sobrino ha pasado este mensaje terrible, que no debemos olvidar: “La forma más extendida de terrorismo es matar a la gente de hambre”.

Sí, debe dolernos cada niño hambriento como una grandiosa espina…

 

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