Esa sensación de alerta que nos envía el cerebro ante la presencia real o imaginaria de un peligro está ahora más presente que nunca en la sociedad moderna. Y va ganado adeptos.
Desde siempre los animales han tenido terrores, horrores y canguelos de todo tipo. Sin embargo, el ser humano, poseedor del don de la razón, es el que lo ha llevado a consecuencias extremas. Hemos hecho del miedo y las fobias, acaso por prudencia, por desconfianza o simplemente por defensa, nuestro escudo protector sobre todo lo que puede ensombrecer nuestras vidas o nuestros pensamientos. Y eso es en parte bueno. No tener miedo a nada es sólo una frase hecha sin contenido real. El héroe supera su miedo, el jugador lo esconde, el enfermo lo administra, el deprimido lo niega y el poeta le hace unas rimas. Lo admitan o no, todos lo tienen presente.
Sin embargo el miedo es cosa propia, nuestros temores nos pertenecen y somos nosotros quienes tenemos que superarlos. En ese cuarto oscuro que apuntaba Michael Pritchard es donde se nos revela de donde provienen y cuál es el verdadero motivo real de nuestros terrores.
El pavor puede ser de diversas índoles, a la muerte, al dolor, a perder a los seres amados, a la soledad, al olvido… y a la vida. Sobre todo temor a vivir infelices con nosotros mismos, a enfrentarnos al espejo y preguntarnos ¿Soy la persona qué siempre quise ser? ¿Es eso lo qué esperaba de la vida?
Relato en mi último libro que Napoleón Bonaparte presumía de no tener miedo. En su famosa campaña de Egipto quiso demostrar a sus hombres y a él mismo, su falta de mieditis y atrición durmiendo solo en el interior de la Gran Pirámide de Gizeh; fue durante la noche del 12 al 13 de agosto de 1799. A la mañana siguiente salió demacrado y pálido y no quiso contarle nunca a nadie sus vivencias en el lugar del último descanso de Khufu o Keops, según su acepción latina. Probablemente el mayor terror al que se enfrentó Napoleón fue el de su propio desasosiego. Y es que nadie se libra de pavuras y de angustias, el secreto está en hacerles frente y llegar a superarlas.
Y hay que tener en cuenta que nadie puede hacerlo en lugar nuestro, nos pueden ayudar, aconsejar, comprender, aliviar, incluso acompañar, pero sólo nosotros mismos desterraremos lo que nos atormenta. Si esperamos que nos resuelvan la papeleta únicamente conseguiremos contagiar nuestros pánicos que, lamentablemente, son intransferibles. Como decía, somos dueños de nuestros espantos.
Me contaron que Pedro Muñoz Seca, el autor de la celebrada obra “La venganza de Don Mendo”, cuando la sinrazón de la guerra civil le eligió como víctima inocente, dijo a sus captores: “Me lo podéis quitar todo excepto una cosa…”. Sus apresadores inquirieron al autor por aquello que no podían arrebatarle. “El miedo que tengo”, respondió, dando un ingenioso toque de humor al instante dramático.
Lo negativo de nuestras vidas yace en el cuarto oscuro de la razón a la espera de ser revelado, cuando consigamos positivarlo seremos libres.
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