Mi afición por la historia, unida a la dicotomía de considerarme joven pese a ser de otro siglo, hace que me cueste aceptar (no sé si en esto me encuentro solo o son más los que comparten mi tragedia) que el XXI ya casi ha quemado su primer cuarto y que el XX, en cuyas postrimerías nací, está cada vez más lejos.

Este banal pensamiento me sacude, principalmente, cuando escucho referirse a ciertos años de nuestra joven centuria. Así, al aludir alguno al año nueve, o al doce, o al diecisiete, se me va la mente sin querer a la semana trágica, al hundimiento del Titanic o a la revolución rusa. Hasta no hace mucho estaba en lo cierto, pero ya en la mayoría de los casos me están hablando de algo ocurrido anteayer. No es que sea un viejo decrépito al que solo le quedan batallitas del pretérito. Tampoco se me olvida, con la lata que dieron con el efecto 2000 y con que si el milenio cambiaba en el 2000 o en el 2001, que estoy en el XXI. Un siglo, por otra parte, tan manoseado cuando se quiere mostrar escándalo por cosas que no deberían ya pasar a estas alturas de la evolución humana. Y sin embargo, aún sigo con el chip de que el actual, con dos décadas ya consumidas, sigue estando tan inmaculado como cuando empezó.

Por eso, aunque no tarde en caer en la cuenta al escucharlo, una sensación de vértigo se adueña de mí durante ese breve instante que me lleva comprender que el tierno XXI corre que se jode, como se dice vulgarmente, y que no hay catástrofe, crisis, volcán, despropósito humano ni pandemia que pueda detener su carrera. De modo que ahí estamos, a las puertas del 22, no el de la infame marcha sobre Roma, sino el nuevo, el que pasará a gozar del privilegio de ser llamado sólo con dos dígitos, desbancando así a su antepasado, que habrá de ser ya mencionado por su nombre completo, 1922, como él obligó en su día a 1822 a presentarse con las cuatro cifras para no ser confundido. Me pregunto si los que nacieron a finales del XIX tuvieron esta extraña sensación en los albores del XX. Si cada vez que alguien hablaba de la guerra del 14 para referirse a la Primera Guerra Mundial, su memoria no se iba inconscientemente a la campaña aliada que llevaría a la primera deportación de Napoleón, o si pensarían en el 20 como el año del pronunciamiento de Riego y no como el del estreno de la disparatada ley seca en Estados Unidos. ¿Cuánto tardaron en acostumbrarse y dejar de pensar en el siglo anterior?

¿Tendría estas mismas reflexiones algún plumilla que al concluir 1921 se enfrentara al folio en blanco para compartir con los lectores sus mejores deseos para el nuevo ejercicio? ¿Sería consciente de lo que acechaba en Italia, del inminente nacimiento de la Unión Soviética o de que Joyce pensaba publicar su Ulises? ¿Debemos aguardar con entusiasmo el año nuevo o ponernos en guardia para los terribles escenarios que pueda dibujar el nuevo representante de la saga de los veinte que tan gorda nos cae desde que se desmandara el primero de ellos, el aciago 2020?

Poco podemos hacer para determinar si por fin mejorarán las cosas o cuál será la siguiente perrería que nos depare el porvenir a la vuelta de la esquina. Pero con la salud y la resistencia mental de todos tan frágiles tras tanto contratiempo, mi deseo para todos los lectores es algo tan sencillo y a priori insignificante como necesario para salir adelante: que el 2022, el nuevo 22 a secas hasta el próximo siglo, les traiga de vuelta la esperanza, y que cuando piensen en el futuro, no sea para imaginar el peor escenario posible como últimamente no deja de hacer quien les escribe, sino para soñar con que lo mejor, por mucho que el viento vuelva el escupitajo contra nosotros, está siempre por llegar.

Feliz 2022.