Esto no se puede resolver sin inteligencia. He repetido esta expresión innumerables veces con motivo de la lucha colectiva de los afectados por la ley de costas, en especial para responder a determinadas propuestas que derivaban hacia concentraciones, manifestaciones, pancartas, huelgas de hambre, personas encadenadas, insultos y otros procedimientos chillones que se quedan en la mera protesta y que no aportan razones. No permití que la cosa derivara hacia eso y redacté un informe extenso, bien explicado y documentado, sobre los abusos cometidos por el Estado sobre los ciudadanos, y lo llevé a donde pudiera causar efecto, que no era ningún lugar dentro de España sino el Parlamento Europeo, donde efectivamente me dieron la razón y en algo más de un año obtuve una declaración solemne del pleno declarando que efectivamente el Reino de España estaba aplicando la ley de costas con abuso. Esta resolución, por cierto, se limita a aprobar una ponencia elaborada por el grupo europeo de Los Verdes, por lo que nada tiene que ver con los intereses del ladrillo o del cemento, por si alguien se lo está preguntando.
Algo parecido sucede con la lucha global: Tampoco caben las fórmulas simplistas, tampoco es suficiente con mostrar el descontento, tampoco es eficaz la pura demostración en la calle y también es necesaria la inteligencia. Digo esto con mucho respeto a todos los conciudadanos que han estado haciendo y siguen haciendo una labor muy importante en las calles, y muy principalmente a los que con tanto éxito, y bajo mi punto de vista con tanto heroísmo, luchan contra los desahucios.
No obstante, para cambiar el sistema e instaurar una fórmula de convivencia limpia y saneada, hace falta algo más y ese algo más tiene naturaleza regulatoria y consiste en un cambio en la Constitución. Me inquieta comprobar que aludir a la reforma de la Constitución se haya transformado en una moda reciente y que hayamos escuchado algo tan serio en boca de representantes del sistema como por ejemplo del jefe de Comisiones Obreras, que alude a la necesidad de esa reforma sin dejar claro qué contenidos quiere cambiar y cuáles deben ser los nuevos. Tanta querencia desde dentro puede desgastar gravemente la idea hasta el punto de tornarla sospechosa.
En todo caso, de la misma forma que elaboré en su día aquel informe extenso y razonado sobre abusos en aplicación de la ley de costas, al abordar lo que podríamos llamar the big one escribí también un par de trabajos parecidos, descargables de internet, llamados “Todo es mentira” y “Breve discurso sobre el futuro”. Estos documentos pretenden una decodificación del sistema, lo que resulta imprescindible para poder cambiarlo. Que nadie busque ahí pretensiones científicas ni un método riguroso: Se trata de opiniones personales sobe las situaciones a mi juicio más llamativas y graves. Pero con este conjunto de opiniones procuro esa decodificación, es decir, una exposición de las claves que conducen a que nuestra sociedad sea esclava.
Una vez que las claves han sido desveladas, resulta bastante fácil proponer las nuevas regulaciones para garantizar una sociedad más humana y más justa. De la misma forma que redacté en 2009 un proyecto de reforma de la ley de costas, así también me atreví hace casi año y medio a redactar una propuesta de reforma de la Constitución que recogiese los resultados de aquella decodificación.
Lo que sucedió a continuación se puede expresar con pocas palabras, o con una sola: Nada. A pesar del impulso que quisieron darle a la iniciativa algunos personajes influyentes en el mundo del pensamiento crítico, como Miguel Rix, me encontré con un problema en la práctica insalvable y es la enorme dificultad que tiene para los destinatarios, casi todos internautas, sentarse a leer los veinte folios del texto. No me refiero a veinte mil folios, sino a veinte, pero por lo visto esto es más que suficiente para desanimar a una legión de indignados. Así que después de unos pocos cientos de descargas y ninguna reacción visible, durante el pasado verano me convencí de que había llegado a mi propio techo en lo tocante a iniciativas por un mundo mejor y me resigné a admitir que no era posible.
Pero a principios de diciembre sucedió algo que no estaba en el programa. Me hicieron una entrevista en una emisora de provincias de la cadena SER, hablé sobre el nuevo orden mundial, la subí a You Tube y en tres días había 18.000 visitas, que en poco tiempo crecieron hasta casi 50.000. Como consecuencia, recibí muchos correos preguntando qué se podía hacer para luchar y mi respuesta llegó el día 9 de diciembre, cuando redacté un resumen de un folio de mi propuesta de reforma de la Constitución bajo el título MANIFIESTO 2012.
Este documento causó un entusiasmo que se ha transformado en uno más de los fuegos fatuos de nuestra triste España. Como además del contenido hacía falta una estrategia, propuse recoger veinte millones de firmas con las que forzar un cambio y muchísimas personas se sumaron a lo que aparentemente constituye la primera propuesta concreta, con contenido real, que hay en nuestro país y puede que también fuera de él para cambiar las cosas. Algunos, como David, Emilio, María, Miguel, o Peña María, se transformaron con su empeño en auténticos modelos a seguir, pero la mayoría no acompañó, y aludo a esa mayoría que cree que hacer la revolución es pulsar el botón me gusta en un video que le cuelgan en su perfil de Facebook, o poco más. No sólo han fallado los intentos de organizar una retícula de recogida de firmas por todo el territorio, sino que ha fallado también lo más básico, simple y accesible, como es la difusión de la idea a través de las redes sociales.
La propuesta está calando, pero demasiado lentamente, en parte porque parece que tengamos el corazón de plástico y que por nuestras venas circule un fluido preparado para la ocasión que de forma clandestina haya sustituido a la sangre. Como pueblo somos extraordinariamente previsibles, y por lo tanto extraordinariamente susceptibles de ser conducido a donde ellos quieran llevarnos. Ellos saben que podemos estallar como el 15 de mayo de 2011 y que ese estallido nunca conducirá a nada porque lo que no sabemos es ni construir, ni organizar, ni mucho menos fiarnos unos de otros.
Para quitarme de encima de antemano la vitola de posible mesías, ya advertí en mi primer artículo sobre el Manifiesto 2012 que si se organizaba un partido político en torno a él, yo no estaría, al menos en los puestos de dirección. Pretexté amor a la siesta y era sincero, pero sabía bien que las acusaciones de mesianismo sólo iban a producirse en el caso de que el proyecto creciera y se mostrara amenazador para el sistema, y de momento no ha sido así, simplemente porque no somos capaces de organizarnos.
Los hombres y las mujeres que valen son los que nombró Bertolt Brecht y cantó Silvio Rodríguez, los que luchan toda la vida. Los que luchan un día están muy bien, y los que luchan unos cuantos días también. Estupendo, muchas gracias. Pero es preciso luchar toda la vida con toda la energía y toda la buena fe, y aún así puede que no lo consigamos. Mucho menos lo vamos a conseguir si continuamos pegados frente a nuestra pantalla de ordenador cambiando consignas durante tres horas al día en ese ghetto virtual donde cada uno de nuestros movimientos de ratón son espiados por el sistema y donde los estados de opinión son estudiados, tenidos en cuenta y aislados o neutralizados.
No sé qué más hace falta para que aceptemos el sacrificio de pensar y de trabajar y nos rindamos a la evidencia de que Facebook no es el mundo real. Puede que supiéramos reaccionar si los policías antidisturbios perdieran la cabeza, entrasen en nuestras casas, violaran a nuestras mujeres, apalearan a los hombres y robaran a nuestros hijos, pero claro está que estos procedimientos de los antiguos vikingos no los van a emplear contra nosotros los amos del mundo. Su blandura de hierro nos mece, atonta y conduce a placer sin levantar la voz y nosotros nunca seremos nada ni conseguiremos nada si no reconocemos que, por encima de la brutal perversión del sistema, el problema real somos nosotros.
José Ortega es abogado y autor del blog de José Ortega
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