Son las dos de la tarde,
¿por qué lo sé?,
porque las campanas
de la torre de la iglesia
acaban de dar dos sonadas campanadas,
al igual que todos los días,
todas las semanas,
todos los años,
todos los siglos…
Las iglesias son eternas
al igual que los gobiernos,
las guerras o el hambre
que padece el mundo,
desde que es mundo,
y así seguiremos, mal que nos pese,
unos días más,
unas semanas más,
unos años más,
¿unos siglos más?.
Paso al lado de la cocina económica,
a veces paso y me detengo unos minutos,
otras sigo de largo, mas siempre observo
a cientos de personas en gruesa fila
esperando por el pan nuestro de cada día.
Soy un afortunado; no necesito
entrar en el comedor,
para conseguir, por un euro,
un plato de sopa aguada
y otro de lentejas mal preparado
pero servido con amor
de otras personas que no han mirado
para otro lado.
Hoy me resisto a seguir y pasar,
me paro y me uno a la gente que espera,
desesperadamente, en la gruesa fila
de jóvenes y ancianos
que inquietos, esperan y esperan,
a que las puertas del comedor
de la cocina económica
se abran de par en par
para pasar por la taquilla
y entregar la moneda
a una señora que, indiferente,
guarda la moneda en un cajón.
Llego delante de la cajera
y pago por dos aunque esté solo
pensando en algún pobre
que, ni siquiera, tendrá esa moneda
para entregar a la entrada a la cajera.
Tomo nota de los pobres
de la fila del hambre
que diariamente esperan,
¿qué esperan?,
a que de nuevo toquen
las campanas del campanario
de la lejana iglesia,
monótonas, ruidosas…
Seguirán tocando
como lo hicieron ayer,
anteayer, la semana pasada,
el mes pasado, el año pasado,
el siglo pasado…
Aprieto la pluma,
sobre la sábana blanca
ensucio en azul lo blanco
y me niego a edulcorar mis versos
mientras existan filas del hambre,
parados, guerras, personas con necesidades.
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